Pura barbarie

2/9/2014 | Miguel Máiquez
Steven Sotloff (casco oscuro), en el frente de Al Dafniya, Libia, en 2011

El periodista estadounidense Steven Sotloff ha sido asesinado por los fanáticos del grupo Estado Islámico que le secuestraron hace un año en Siria. Como ocurrió hace apenas dos semanas tras la decapitación de su compatriota y colega James Foley, también esta vez hemos conocido la noticia por un vídeo colgado en Internet. Las imágenes son similares, el ‘mensaje’ apenas cambia, el verdugo parece ser el mismo. El siguiente en la macabra lista de amenazados es el reportero británico David Cawthorne, también secuestrado.

Tras conocerse el asesinato de Sotloff, Joel Simon, director ejecutivo del Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), ha emitido un comunicado en el que señala que «los periodistas saben que cubrir guerras es peligroso, y que pueden morir  durante un tiroteo. Pero ser masacrado delante de una cámara por el simple hecho de ser periodista es pura barbarie. Condenamos en los términos más duros posibles el asesinato del periodista ‎Steven Sotloff‬. Tanto él como James Foley fueron a Siria para contar una historia. Eran civiles, no representaban a ningún gobierno. Estos asesinatos son crímenes de guerra‬, y quienes los han perpetrado deben ser llevados ante la justicia».

La peor manera de rendir homenaje a un periodista es dar a sus asesinos una publicidad que no aporta nada. La mejor, recordar su trabajo. Sotloff, un periodista freelance de 31 años de edad, publicaba en varios medios, entre ellos, TimeThe Christian Science Monitor, World Affairs Journal y Foreign Policy. En la web del National Journal han hecho una pequeña selección de sus artículos. El siguiente extracto pertenece a uno titulado Las quejas legítimas de los Hermanos Musulmanes. Fue publicado en World Affairs Journal durante las protestas que siguieron al golpe de Estado en Egipto.

Cuando le dije a mi amigo egipcio Ahmad Kamal que quería ir al campamento de protesta de los Hermanos Musulmanes en Ciudad Nasser se puso completamente pálido. «¡No vayas!», me suplicó. «Son fanáticos que odian a los extranjeros. Los americanos como tú corren peligro allí». Después de una hora de conversación infructuosa e interminables vasos de té azucarado, me levanté, le di la mano a Ahmad y me dirigí directamente a la guarida donde, según él, iba a ser devorado.

Pero cuando llegué a Ciudad Nasser, el cuadro que me había pintado Ahmad de extremistas barbudos armados con garrotes y empeñados en dar palizas a los egipcios laicos resultó ser tan falso como tantas otras cosas en este dividido país. Golpes de estado que se presentan como revoluciones, manifestantes pacíficos descritos como fanáticos y ciudadanos descontentos aclamados como revolucionarios han transformado Egipto en una circo donde la atracción principal es la incertidumbre de caminar hacia lo desconocido.