El sultán Vahideddin (Mehmed VI), saliendo por la puerta trasera del palacio de Dolmabahçe en Estambul. Pocos días después de que se tomara esta fotografía, el sultán fue depuesto y exiliado (junto con su hijo) en un barco de guerra británico a Malta (el 17 de noviembre de 1922), y luego a San Remo (Italia), donde finalmente murió en 1926. Foto: Wikimedia Commons
La desaparición del Imperio otomano, paralela en muchos aspectos a la del Imperio austrohúngaro, produjo una larga serie de consecuencias políticas, sociales, económicas, culturales e incluso religiosas para una amplia franja de territorios europeos y asiáticos.
En una perspectiva combinada, destacan tres hechos fundamentales:
En primer lugar, la desaparición de una entidad política multiétnica y diversa, basada en autonomías culturales, en favor de la consolidación definitiva de Estados nación de vocación y titularidad monoétnicas.
En segundo lugar, el reparto desconsiderado de amplios territorios de Oriente Medio bajo la forma de Mandatos de la Sociedad de Naciones, germen de futuros permanentes conflictos en la zona. Los mandatos suponían que territorios o colonias que antiguamente pertenecían al Imperio alemán y al otomano pasaban a ser administrados por las potencias ganadoras de la Primera Guerra Mundial.
En tercer lugar, la redefinición drástica del pueblo turco en torno a un proyecto de occidentalización y secularización radical que en la práctica nunca pudo completarse del todo.
Soldados de la infantería turca en Alepo, actual Siria, durante la Primera Guerra Mundial. Foto: Wikimedia Commons (imagen coloreada)
En noviembre de 1922 se ponía fin definitivamente a una entidad política que había ocupado la historia de Europa, Asia y África durante más de 600 años. La decadencia política del Imperio otomano fue un proceso largo, pero el golpe definitivo fue el de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), en la que se sumó al bando de los imperios centrales, a la postre derrotados.
Incluso tras el fin de la guerra, continuaron los conflictos bélicos con países vecinos como Grecia o entre etnias del propio Imperio. El resultado final fue la aparición de un gobierno alternativo exclusivamente turco designado para establecer la nueva República de Turquía.
Con todas sus imperfecciones, el Imperio otomano tenía una vocación plural y nunca pretendió la asimilación cultural o religiosa de sus poblaciones. Los turcos otomanos, conscientes de su inferioridad numérica, no aspiraron a diseñar un único modelo público para todos los súbditos.
La desaparición de una entidad política multiétnica
Como consecuencia de una tradición islámica que abre el camino a la convivencia de diferentes religiones, la idea de entidad política unificada o la lealtad esperada al sultán no se traducían en un modo de vida único. En el Imperio podían convivir poblaciones de religión cristiana, musulmana o judía. También etnias de origen túrquico, latino, eslavo, caucásico, iranio, griego o magiar, sin que ello implicara un cuestionamiento del proyecto común.
En realidad, el Imperio otomano constituye uno de los mejores ejemplos históricos de utilización de la autonomía como instrumento fundamental de la gestión de la diversidad. Diferentes grupos de población, básicamente alineados conforme a sus creencias religiosas (cristianos ortodoxos, cristianos armenios y judíos, fundamentalmente), componían los llamados millet. Estos fueron antecedentes de las autonomías personales o culturales existentes en varios países de la Europa central u oriental, o de Oriente medio.
Mediante los millet, los diferentes grupos religiosos disponían de autonomía en la gestión de sus propias normas y disputas, con tribunales propios. En última instancia, estos dependían de sus propios líderes religiosos, residentes, como el sultán, en la propia capital del Imperio. El número de millet, además, se amplió en los últimos siglos del Imperio.
División administrativa del Imperio otomano en 1899. Mapa: SAİT71 / Wikimedia Commons
Lógicamente, el sistema pluralista del Imperio otomano no siempre funcionó a la perfección ni pudo evitar conflictos entre comunidades. Tampoco se fundamentaba en una igualdad estricta, puesto que hasta las reformas del siglo XIX la comunidad musulmana gozaba de cierta primacía incluso en el plano jurídico.
También resulta inevitable hacer referencia a un lamentable episodio que se produjo en los estadios finales del Imperio y en una situación bélica. Hablamos del genocidio armenio, una evacuación forzosa y letal de gran parte de la población armenia de Anatolia oriental bajo la acusación de colaborar con el enemigo ruso.
Si comparamos el modelo otomano y su desarrollo con las políticas seguidas en la mayor parte de los países de mayoría cristiana y, por supuesto, con las de los Estados nación que los sustituyeron, podemos afirmar que la desaparición de los imperios plurinacionales fue un duro golpe para la diversidad histórica de una buena parte de Europa y Asia.
Fronteras artificiales
La segunda gran consecuencia de la desaparición del Imperio fue la orfandad política en la que se dejó a una amplia zona del occidente de Asia, fundamentalmente poblada por el pueblo árabe.
Reino Unido y Francia se repartieron de forma secreta el control de dichos territorios y la legitimación de tal reparto se produjo mediante el sistema de Mandatos de la Sociedad de Naciones. Este sistema asignaba un territorio al gobierno de una potencia occidental con la excusa de garantizar el desarrollo de sus poblaciones bajo la supervisión de la Sociedad de Naciones. En realidad se trató de una nueva manera de adquirir colonias por parte de dichas potencias a costa de los países derrotados en la guerra.
El nuevo reparto territorial fue muy desafortunado. De entrada, privó de soberanía a los pueblos que poblaban dichos espacios. Además, estableció unas fronteras ilógicas que generaron gran resentimiento en el pueblo árabe al dividirlo arbitrariamente. Con ese sistema tampoco se satisfacían las aspiraciones de las comunidades judías que buscaban disponer de un hogar nacional propio en Tierra Santa.
Además, el reparto de fronteras obvió absolutamente la suerte de otros pueblos, como los kurdos, cuya existencia quedaba condenada a ser permanentemente minoritaria en diferentes Estados, con la consiguiente represión y su exclusión de la comunidad internacional.
El futuro turco
Por último, la desaparición del Imperio marcó la necesidad del pueblo turco, titular teórico de aquél, de redefinirse nacional, territorial y políticamente. El proceso se realizó en condiciones bélicas y de conflictos constantes por todos los puntos cardinales, y bajo la idea de crear un Estado nuevo al estilo occidental.
Retrato de Mustafá Kemal, ‘Atatürk’, realizado en torno a 1918. Foto: Wikimedia Commons
Los fundadores del nuevo Estado turco, liderados por el militar Mustafá Kemal (posteriormente conocido como Atatürk o «padre de los turcos»), implantaron sin piedad un proyecto radical basado en un laicismo estricto, y un nacionalismo mayoritario. Esto pronto supuso la exclusión y represión de la diversidad presente en el país, para desconsuelo de kurdos, caucásicos, griegos, armenios, árabes y otras minorías.
En definitiva, la desaparición del Imperio otomano no puede entenderse como una buena noticia. Los cien años transcurridos desde entonces han servido fundamentalmente para que los Estados sucesores reafirmen su uniformidad a costa de la diversidad y para que las minorías sufran represión y asimilación.
La convivencia en la diversidad, la riqueza cultural y la autonomía de grupos, vividos durante siglos en Salónica, Adrianópolis, Esmirna, Damasco o la propia Estambul, son hoy poco más que un recuerdo de la Historia. Una historia no europea ni occidental, de la que sigue siendo necesario y urgente extraer lecciones.
Eduardo Ruiz Vieytez es profesor de la Universidad de Deusto, en la que ha ejercido como Director del Instituto de Derechos Humanos, Decano de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, y Vicerrector de Estrategia Universitaria. En el pasado ejerció como asesor jurídico del Ararteko (Defensor del Pueblo del País Vasco) y fue presidente de una ONG de apoyo a inmigrantes extranjeros. Ha sido Vocal del Foro para la Integración Social de los Inmigrantes, del Comité Científico del Observatorio del Pluralismo Religioso, del Instituto Internacional de Sociología Jurídica (Oñati) y de los patronatos de las Fundaciones Ceimigra (Valencia) y Gernika Gogoratuz (Gernika). Ha realizado estancias de investigación y docencia en diversas universidades extranjeras y ha participado como experto independiente en misiones del Consejo de Europa sobre derechos de las minorías en países como Serbia, Ucrania, Moldavia, Armenia o la Federación Rusa. Sus publicaciones principales tratan sobre minorías nacionales en Europa, derechos humanos y diversidad cultural, lingüística o religiosa.
Publicado originalmente en The Conversation bajo licencia Creative Commons el 4/12/2022
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Coincidiendo con la celebración del aniversario de la fundación de la república turca, decenas de miles de personas se manifestaron este martes en Ankara, en defensa de los valores laicos del Estado. La policía los dispersó con cañones de agua y gases lacrimógenos. Foto: Adem Altan / AFP / Getty Images
Turquía se presenta a menudo como modelo de relativa prosperidad y de mezcla posible entre valores democráticos e islámicos, como ejemplo a seguir para las naciones del mundo árabe que están luchando por desembarazarse de sus regímenes dictatoriales. Esta imagen tiene mucho de cierto, pero contrasta con la lucha interna que se vive dentro del país entre laicistas e islamistas, militares y civiles. El equilibrio sobre el que se asienta actualmente la república, con un gobierno islamista moderado y unos valores constitucionales diseñados para salvaguardar el laicismo de la sociedad, es frágil y complicado. Y el ejército, tradicional garante (por las buenas o por las malas) de esos valores seculares, empieza a dar muestras de menos firmeza, o incluso de alejarse, poco a poco, de la política.
Este lunes, el país celebró el 89 aniversario de la fundación de la república por parte de Mustafa Kemal Atatürk. Las reformas aprobadas por el «padre de la patria» a partir de su llegada al poder, en 1923, hablan por sí mismas: Atatürk, héroe de guerra, salvador de la nación de entre las cenizas del Imperio Otomano, arquitecto de la Turquía moderna y, también, gobernante de maneras dictatoriales, adoptó una nueva Constitución, cerró las escuelas religiosas y abolió la sharia (ley islámica); prohibió el fez y el velo, introdujó la vestimenta occidental y adoptó el calendario gregoriano; aprobó un nuevo código civil que terminó con la poligamia y el divorcio por repudio, e introdujo el matrimonio civil; elaboró el primer censo de población; sustituyó el alfabeto árabe por el latino; declaró la laicidad del Estado; estableció que la llamada a la oración y las recitaciones públicas del Corán se hiciesen en turco en vez de en árabe; reconoció el derecho de voto (y el derecho a ser votadas y a ocupar cargos públicos y oficiales) a las mujeres; proclamó el domingo, en lugar del viernes musulmán, como día de descanso…
Para salvaguardar todo eso durante estos 89 años ha estado el ejército, que no ha dudado en actuar contra el poder civil cuando lo ha considerado oportuno, y ha derribado cuatro gobiernos democráticamente elegidos en sendos golpes de Estado. Ahora, sin embargo, los militares, o una parte de ellos, están tocados. Las recientes sentencias del llamado caso Balyoz («maza», en turco) se resolvieron con condenas de cárcel para 331 miembros del ejército turco acusados de golpismo. Entre ellos, tres generales, que fueron condenados a cadena perpetua. Fue un proceso lleno de irregularidades, pero, a la postre, supuso una victoria para el poder civil, representado ahora por los islamistas moderados del gobierno de Erdoğan.
Dos imágenes de este lunes ilustran bastante bien este nuevo estado de cosas. La primera se produjo en la mansión presidencial, el palacio de Çankaya, en Ankara, durante la tradicional recepción para celebrar el aniversario de la fundación de la república. Los principales altos mandos militares aparecieron junto a las esposas del presidente, Abdullah Güll, y del primer ministro, Recep Tayyip Erdoğan (ambos del partido islamista moderado Justicia y Desarrollo), a pesar de que éstas iban ataviadas con el velo islámico. Por primera vez, además, la esposa de Güll (con su velo) asistió a la parada militar, celebrada frente al mausoleo de Atatürk. Hace solo unos años, esto habría sido impensable.
El presidente de Turquía, Abdullah Gül, y su esposa, Hayrünnisa Gül, junto al primer ministro, Recep Tayyip Erdoğan, en el desfile militar del 89 aniversario de la fundación de la república. Foto: Presidencia de Turqiuía
La segunda imagen tuvo lugar también en la capital del país, cuando la policía empleó cañones de agua y gases lacrimógenos para dispersar a los manifestantes que se habían concentrado para festejar el Día de la República y reivindicar la laicidad del Estado, pese a la prohibición de las autoridades.
Coincidiendo con el aniversario, los grupos laicistas habían convocado una manifestación para reivindicar los valores de Atatürk, pero el gobernador de la provincia de Ankara (con el respaldo del gobierno central) rechazó autorizar la marcha alegando informaciones sobre la supuesta intención de «grupos radicales» de «incitar a la anarquía», una decisión que fue muy criticada por la oposición y por los grupos opositores de la izquierda. Finalmente, decenas de miles de personas se concentraron para secundar la convocatoria, gritando consignas como «¡Somos los soldados de Mustafa Kemal!», o «¡Turquía es laica y seguirá siendo laica!». Unos 3.500 policías levantaron barricadas e impidieron que los manifestantes llegaran al mausoleo. Erdoğan calificó posteriormente la manifestación de «provocación».
Entre tanto, y aunque puedan parecer anecdóticos, otros detalles parecen querer horadar también el legado de Atatürk. El ministro de Energía, por ejemplo, pretende que el país abandone el meridiano de Greenwich como referencia horaria, y adopte en su lugar el meridiano 40º, que pasa por Arabia Saudí. Con ello, Turquía, que desde 1924 ajusta su hora con el meridiano 30º (GMT+2), pasaría a hacerlo con el 40º (GMT+3). Respondería así a la llamada hecha por el reino saudí, que ha pedido a los países con mayoría musulmana que ajusten sus relojes al llamado Islamic Mean Time (IMT), abandonando el universal Greenwich Mean Time (GMT). Es decir, una hora más lejos de Europa, y una hora más cerca del corazón del mundo islámico…
Turquía se presenta a menudo como modelo de relativa prosperidad y de mezcla posible entre valores democráticos e islámicos, como ejemplo a seguir para las naciones del mundo árabe que están luchando por desembarazarse de sus regímenes dictatoriales. Esta imagen tiene mucho de cierto, pero contrasta con la lucha interna que se vive dentro del país entre laicistas e islamistas, militares y civiles. […]