El presidente electo de EE UU, Joe Biden. Foto: Gage Skidmore / Wikimedia Commons
Los estados del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) son los socios económicos y políticos de más importancia estratégica para Estados Unidos en Asia Occidental. Es posible que el presidente electo, Joe Biden, y la vicepresidenta electa, Kamala Harris, no cuenten con un proyecto esencialmente diferente para la región, pero sí van a aportar un tipo diferente de diplomacia.
A pesar de que muchos dan por hecho que la presidencia de Biden será una extensión de las políticas de Obama, existen nuevas realidades en Oriente Medio que el presidente electo deberá tener en cuenta.
Los países del CCG están divididos, debido al embargo, liderado por Arabia Saudí, impuesto a Catar desde 2017. Para muchos líderes del CCG, resucitar la política exterior de Obama no es lo ideal. Fue durante su presidencia cuando ocurrieron las revueltas de la Primavera Árabe en 2011, el golpe militar en Egipto de 2013, el ascenso de grupos extremistas y, por último, el acuerdo nuclear con Irán.
Riad y Abu Dabi disfrutaron con la campaña de «máxima presión» contra Irán llevada a cabo por Trump, y con la pasividad del ahora presidente saliente ante los abusos contra los derechos humanos.
Biden ha declarado públicamente que él no habría tolerado el cruel asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi, el encarcelamiento de mujeres activistas saudíes, o los crímenes de guerra en Yemen. La impaciencia de Biden con Arabia Saudí y su probable tolerancia con Irán chocan con un creciente lobby en Washington, en el que tanto Riad como Abu Dabi han invertido mucho.
La supuesta intención del Gobierno estadounidense de acabar con la crisis humanitaria causada por los bombardeos saudíes en Yemen fue bloqueada por el círculo íntimo de Trump. Por tanto, en ausencia de ese círculo, Riad tendrá que conformarse con compromisos más simples por parte de los hutíes. La retirada gradual de los Emiratos Árabes Unidos (EAU) de la guerra de Yemen entre 2017 y 2019, les colocó en una situación menos sólida que la de su vecino saudí ante la derrota de Trump.
Junto con Bahréin, los Emiratos Árabes Unidos normalizaron sus relaciones con Israel el 13 de agosto de 2020, en los denominados oficialmente Acuerdos de Abraham. Este impactante movimiento histórico fue considerado una traición por la causa palestina, e innecesario desde la perspectiva geopolítica de los EAU. Aún así, puede entenderse como un intento desesperado por agudizar la rivalidad con Irán.
Irán es, de hecho, el principal foco a la hora de determinar la política exterior de Estados Unidos con respecto al CCG. La firma del acuerdo nuclear en 2015, oficialmente conocido como Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC), supuso para el régimen iraní la oportunidad de iniciar una nueva era marcada por la ruptura del aislamiento global y las sanciones lideradas por EE UU. Tres años después, Trump se retiró unilateralmente del acuerdo y comenzó una campaña de «máxima presión» que implicó sanciones económicas más severas contra el sector financiero iraní.
Biden ha declarado que EE UU volverá a unirse al acuerdo, con el objetivo de allanar el camino para continuar negociando. No obstante, es imposible predecir cómo evaluará Biden el grado de cumplimiento por parte de Irán, considerando las referencias tan poco claras que deja su predecesor. Después de todo, el hecho de que Irán fuese el mayor enemigo de Trump no significa que vaya a ser el mayor aliado de Biden. Por otra parte, no puede olvidarse la decepción de Riad con Trump durante los ataques a Aramco de septiembre de 2019.
Irak es otro de los lugares donde estallaron las disputas entre EE UU e Irán, como resultado de las protestas contra el gobierno de Bagdad que comenzaron en octubre de 2019. Riad acogió con gran satisfacción los intentos de Trump de respaldar a los grupos apoyados por Teherán en Irak. Giorgio Cafiero, director de Gulf State Analytics, una consultora de riesgos geopolíticos con sede en Washington, considera las acciones de Trump en Irak como «las más audaces en términos de contrarrestar la influencia regional de Irán, algo especialmente subrayado por el descarado asesinato del general Qasem Soleimani en enero de 2020». No obstante, Cafiero señala asimismo que, desde los ataques contra Aramco en septiembre de 2019, «a los saudíes les preocupa la verdadera voluntad de Trump de defender al reino de las amenazas que suponen los grupos respaldados por Irán en la región y que tienen una relación hostil con Riad».
Kuwait, Omán y Catar verían con buenos ojos una desescalada con Irán, así como cualquier intento por finalizar la crisis del Golfo. Mientras que Omán acogerá positivamente los planes de Biden para acabar con la ayuda militar estadounidense a Arabia Saudí en la guerra en Yemen, Kuwait espera encontrar un líder estadounidense más «neutral» para reparar la grieta abierta en la región.
Por su parte, Doha cuenta con la voluntad de Biden de poner fin al embargo, después de que Trump parezca haber ignorado las relaciones institucionales estratégicas a largo plazo de Estados Unidos con los países del CCG, y el interés de Washington de mantener un frente unido en el Golfo frente a Irán. En cualquier caso, la paz entre Riad y Doha parece más probable que un acuerdo en el que también esté incluida Abu Dabi, salvo que Biden supere las expectativas. Aunque si el presidente electo decide centrarse más en las relaciones de EE UU con el continente asiático en general que en el Golfo, esa voluntad por sí sola no será suficiente para acabar con la crisis.
En cuanto a Libia, es más probable que Biden apoye al Gobierno de Acuerdo Nacional respaldado por Turquía y Catar, en contraste con el enfoque pro EAU de Trump y su dependencia de los aliados europeos y rusos. En otras palabras, puede haber más presión a Abu Dabi para que acate el embargo internacional de armas a Libia. Por el contrario, la venta aprobada por EE UU de materiales de defensa avanzada (F-35) a los Emiratos (una tecnología que hasta ahora solo proporcionaba a Israel en la región), el 10 de noviembre de 2020, supone un auténtico punto de inflexión.
En el ámbito económico, se espera que Biden restituya el papel glogal de EE UU en la lucha contra el cambio climático reincoporándose al Acuerdo de París, del que salió Trump mediante una orden ejecutiva. Las políticas medioambientales de Biden se centran en prohibir el fracking (fractura hidráulica), tanto en aguas estadounidenses como en el territorio federal, una medida que beneficiaría a los países del CCG, ya que incrementaría los precios globales del petróleo. El columnista saudí Sultan Althari señala que la iniciativa «les proporcionaría [a los países del CCG] un salvavidas especialmente necesario a la hora de conseguir el delicado equilibrio entre aliviar las dificultades económicas causadas por la pandemia, y los ambiciosos planes para diversificar los medios de producción y conseguir una transición exitosa hacia economías más basadas en el conocimiento».
En general, Estados Unidos mantendrá su alianza estratégica con sus amigos del Golfo, aunque no todas las posturas de Washington serán bien recibidas. Y algunos asuntos que están perdiendo ya la relevancia y el apoyo que tuvieron, como la guerra en Yemen, el bloqueo a Catar, o una escalada de la tensión con Irán, es probable que vayan, poco a poco, finalizando.
Zeidon Alkinani es un escritor y analista político independiente iraquí-sueco, máster en Políticas Públicas Internacionales por el University College de Londres. Su investigación se centra, entre otros temas, en la región de Oriente Medio y el Norte de África, Irak, el sectarismo, la política exterior de Estados Unidos en Oriente Medio, la Primavera Árabe y el desarrollo durante la posguerra.
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El general iraní Qasem Soleimani. Foto: Sayyed Shahaboddin Vajedi / Wikimedia Commons
El pasado 3 de enero un dron estadounidense atacaba el convoy en el que viaja el general de división iraní Qasem Soleimani, comandante en jefe de las Fuerzas Quods. Salía del aeropuerto de Bagdad junto con Abu Mahdi al-Muhandis, el líder de las Fuerzas de Movilización de Irak, cuando recibieron el ataque de EE UU.
Desde entonces, la República Islámica de Irán ha movilizado a civiles y militares para tratar de dar la respuesta más contundente posible sin ver afectada su credibilidad internacional.
Desde que Jamenei pusiera a Soleimani al frente de las Fuerzas Quods (1998), Irán ha multiplicado exponencialmente su presencia revolucionaria en el exterior proyectándose hacia el mundo árabe, Europa e incluso América Latina.
Al fallecido general se le considera el responsable del establecimiento de Hizbulá en el sur del Líbano, del adiestramiento de las milicias chiíes en Irak, del alzamiento de los hutíes en Yemen y, más recientemente, el artífice de la victoria de Al Asad en Siria. Por estas y otras razones, podemos considerar que con la muerte de Soleimani también muere, de alguna manera, la dimensión exterior de la «Revolución Iraní» del 1979.
Esta trayectoria de terror tan prolongada podría haber acabado antes, pero es cierto que Soleimani, como experto en inteligencia y contrainteligencia, cuidaba con mucho mimo todo lo relacionado con su seguridad.
Los motivos de Trump
Algunas fuentes apuntan que el general iraní podría haber sido traicionado por algún colaborador que dio la posición para su ejecución. Más allá de este detalle, cabe preguntarse por qué el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, sin permiso del Congreso, decidió acometer semejante acción en ese preciso momento y no antes.
En los últimos meses, Irán traspasó la línea roja de «lo aceptable» en varias ocasiones, acometiendo acciones tales como el asalto a buques petroleros en Ormuz, el ataque a la refinería de Abqaid, el asesinato de un contratista estadounidense en Irak y, sobre todo, el asalto de la Embajada de EE UU en Bagdad. Si bien es cierto que todas estas acciones fueron interpretadas por Washington como «actos de provocación», el asalto a la delegación diplomática trajo a la cabeza al presidente Trump reminiscencias del asalto de Teherán de 1979 y sobre todo, el de Bengasi en 2012.
No podemos olvidar que nos encontramos en un año electoral en Estados Unidos y que el presidente Trump fue especialmente duro con la candidata Clinton vertiendo acusaciones de inacción durante la crisis de Bengasi que acabó con la muerte del embajador estadounidense Stevens.
Funeral de Qasem Soleimani en Ahvaz, Irán, el pasado 5 de enero. Foto: Ayoub Hosseinsangi / Tasnim News Agency / Wikimedia Commons
Teherán se aprovecha
Si bien la pérdida en términos estratégicos es muy grande para Irán, Teherán está tratando de sacar el mayor partido posible.
Por un lado, el cortejo fúnebre ha sido paseado por Nayaf y Kerbala (Irak), dos de las ciudades iraquíes donde se han producido las más duras manifestaciones contra la presencia iraní. De hecho, en noviembre pasado los consulados iraníes fueron asediados por miles de árabes que gritaban «Irán, Bara, Bara» (Irán, fuera, fuera).
Después el cadáver fue trasladado a Teherán, donde la movilización del régimen fue usada para tapar el descontento popular con la subida del precio de la gasolina y que en los últimos dos meses se ha saldado con más de 1 000 detenidos.
En lo que a la reacción de Teherán se refiere, ésta debe ser interpretada en sus justos términos, ya que el ataque contra las dos bases estadounidenses no ha producido daños personales, puesto que la mayor parte de los misiles lanzados desde Irán no alcanzaron su objetivo o explotaron en el aire. De hecho, la acción bélica debe ser entendida más como una medida para consumo interno que como una acción con vocación estratégica.
Escalada improbable
Si bien muchos especialistas han especulado con la posibilidad de que el conflicto escale, resulta altamente improbable que esto ocurra, ya que a ninguna de las partes implicadas le interesa verse involucrada en una guerra.
En lo que al presidente Trump se refiere, además de tener en contra a buena parte de la clase política, incluyendo a muchos miembros de su gobierno, tiene que abordar un año electoral marcado por el impeachment y hay que recordar que su estrategia hace cuatro años fue la de «sacar a EE UU de conflictos inútiles».
En lo que a Irán se refiere, ante el incremento de las protestas a las que está teniendo que hacer frente el régimen, Teherán pretende elevar la tensión con EE UU al máximo para lograr que el síndrome del enemigo exterior acalle la voz de una población, que no ve los progresos económicos y sociales prometidos por el presidente Rohaní.
En todo caso, y como conclusión, la muerte del general Soleimani supone un duro golpe a la proyección exterior de un régimen revolucionario que desde hace años se ha institucionalizado.
Alberto Priego es profesor agregado en la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Departamento de Relaciones Internacionales, Universidad Pontificia Comillas.
Publicado originalmente en The Conversation bajo licencia Creative Commons el 9/1/2020
El pasado 3 de enero un dron estadounidense atacaba el convoy en el que viaja el general de división iraní Qasem Soleimani, comandante en jefe de las Fuerzas Quods. Salía del aeropuerto de Bagdad junto con Abu Mahdi al-Muhandis, el… Leer
Donald Trump y Barack Obama, durante la toma de posesión d Trump como presidente de EE UU, el 20 de enero de 2017. Foto: M. Santos / US Air Force
Donald Trump no ha ocultado nunca su intención de revertir hasta donde le fuese posible las iniciativas impulsadas y puestas en marcha por su predecesor en la Casa Blanca. Desde que asumió la presidencia el 20 de enero de 2017, el magnate ha intentado modificar, o directamente eliminar, los principales logros de Barack Obama, incluyendo algunos de los más emblemáticos, como los referidos a la sanidad o el medio ambiente. Trump no es, desde luego, el primer mandatario que trata de corregir el legado recibido, tanto en Estados Unidos como en cualquier otro país, pero pocos lo han hecho de un modo tan sistemático y tan poco sutil.
En este sentido, el anuncio hecho esta semana por el presidente de que EE UU abandona el pacto nuclear alcanzado con Irán puede interpretarse como un nuevo paso en lo que algunos expertos han definido como política negativa de Trump, más orientada a destruir lo anterior que a proponer novedades o mejorar lo alcanzado.
El acuerdo con Irán, firmado por Rusia, China, el Reino Unido, Francia y Alemania, además de por Washington y Teherán, fue conseguido tras largas y duras negociaciones durante la anterior Administración estadounidense, con un fuerte coste político para Obama, quien tuvo que enfrentarse a una enorme presión, no solo parte del Partido Republicano, sino también de tradicionales aliados de EE UU en la región, como Arabia Saudí y, especialmente, Israel (junto con el poderoso lobby pro israelí en Washington).
‘America First’
Nada más asumir el cargo, en su primera jornada de trabajo, Trump firmó una orden ejecutiva (vendrían muchas más después, todas ellas rubricadas de forma teatral ante las cámaras) para sacar a EE UU del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), un tratado impulsado por Obama y que EE UU había alcanzado junto con otros 11 países.
La decisión se enmarcaba en la nueva política proteccionista de la Casa Blanca (America First, Estados Unidos primero), que llevaría posteriormente a Washington a forzar la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con Canadá y México, y a imponer aranceles a las importaciones de acero y aluminio, así como altas tasas a productos chinos.
Algunas de estas decisiones comerciales están aún en suspenso (en abril el Gobierno estadounidense afirmó que se estaba planteando volver al TPP porque «cree en el libre comercio», las espadas de la negociación del TLCAN siguen en alto, y los aranceles del metal a la UE y otros países no se han materializado todavía), pero el efecto publicitario, especialmente de cara a su base electoral, ya se ha conseguido.
Adiós a París
Más definitiva fue la que quizá haya sido, junto con la ruptura unilateral del pacto iraní, su decisión internacional más trascendental hasta ahora: la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático, en junio de 2017.
Al abandonar el tratado, Trump anunció que EE UU «cesará todas las implementaciones» de sus compromisos climáticos en el marco de París «a partir de hoy», lo que incluye la meta propuesta por Obama de reducir para 2025 las emisiones de gases de efecto invernadero entre un 26% y un 28% respecto a los niveles de 2005.
El acuerdo, dijo el mandatario, fue «negociado mal y con desesperación» por el Gobierno de Obama, «en detrimento» de la economía y el crecimiento de EE UU. Después, la famosa frase: «He sido elegido para representar a los ciudadanos de Pittsburgh, no de París».
Las ‘correciones’ de las políticas de Obama con respecto al medio ambiente también han tenido lugar de puertas adentro. En diciembre del año pasado, por ejemplo, Trump ordenó la mayor reducción de tierras públicas protegidas en la historia de EE UU, al recortar más de 9.200 kilómetros cuadrados en dos parques en Utah, una medida que fue alabada por los conservadores del estado y duramente criticada por ecologistas y tribus nativas. En concreto, Trump ordenó reducir sustancialmente la superficie de dos monumentos nacionales que habían resguardado tanto Obama, como Bill Clinton.
Además, Trump ha anunciado permisos para perforar el Ártico en busca de combustibles fósiles, y ha reactivado la construcción de polémicos oleoductos congelados por su antecesor en el cargo.
Soñadores y sanidad
Otro de los grandes caballos de batalla de Trump ha sido, y sigue siendo, la inmigración, y también aquí su medida más controvertida hasta ahora (aparte de la construcción del muro en la frontera con México) es un disparo directo contra el legado de Obama: la eliminación del plan DACA, una iniciativa aprobada por el anterior inquilino de la Casa Blanca, que protege de la deportación a miles de jóvenes indocumentados que llegaron al país siendo menores de edad (los conocidos como dreamers, soñadores).
De momento, diversos reveses judiciales contra el Gobierno de Trump mantienen vivo el plan, y el propio presidente ha sido ambiguo sobre quién se vería afectado exactamente, al tiempo que es consciente del valor del DACA como moneda de cambio en la negociación que mantiene con el Congreso sobre su política migratoria (y el dinero que necesita para su muro).
Sin abandonar la política interior, la otra gran obsesión ‘anti-Obama’ de Trump es el sistema de protección sanitaria puesto en marcha por su predecesor, la norma conocida como Obamacare. Tumbarla fue una de sus promesas electorales estrella, y el magnate neoyorquino no se ha rendido aún, pero hasta ahora no ha contado con el apoyo suficiente en el Congreso para derogar y reemplazar la reforma.
El pasado mes de septiembre, la oposición de tres senadores hizo imposible aprobar el proyecto de ley impulsado por el presidente, en el que era ya su segundo intento. Días antes, no obstante, Trump anunció su intencion de asfixiar el programa, reduciendo en un 90% los fondos destinados a publicidad y ayuda para las inscripciones ciudadanas en el mercado de seguros médicos de la ley.
Frenazo en Cuba
Por último, y volviendo al exterior, Trump ha dado marcha atrás, o al menos ha frenado en seco, con respecto a una de las decisiones de la anterior Administración calificadas como «históricas»: la apertura con Cuba y la progresiva normalización de las relaciones bilaterales, tras medio siglo de hostilidades.
En un discurso pronunciado el pasado mes de junio en Miami (donde se concentra la mayor cantidad de exiliados y disidentes cubanos en EE UU), el presidente anunció un cambio, «con efecto inmediato», de la política estadounidense hacia la isla, que incluye el mantenimiento del embargo comercial y financiero que había empezado a aliviar Obama, y su oposición a las peticiones internacionales de que el Congreso lo levante.
Una vez más, sin embargo, también en el caso de Cuba es importante distinguir entre las palabras y los hechos. Pese al lenguaje habitual de cambios radicales empleado por Trump, lo cierto es que sus medidas no anulan las relaciones diplomáticas con La Habana restablecidas por Obama, ni prohíben las conexiones aéreas y marítimas con la isla. De momento, tan solo se revisan algunos aspectos de la relación bilateral encaminados a reducir los pagos de estadounidenses a empresas controladas por militares cubanos, o a aumentar las restricciones de viajes individuales a Cuba.
Donald Trump no ha ocultado nunca su intención de revertir hasta donde le fuese posible las iniciativas impulsadas y puestas en marcha por su predecesor en la Casa Blanca. Desde que asumió la presidencia el 20 de enero de 2017,… Leer
Barack Obama, en Chicago, durante su último discurso en público como presidente de los Estados Unidos. Foto: The White House / Wikimedia Commons
Al 44º presidente de los Estados Unidos se le podrán reprochar muchas cosas, pero la falta de optimismo no es una de ellas. Cuando el pasado día 11, de vuelta en su querida Chicago, Barack Obama se despidió del pueblo estadounidense en su último discurso público (una nueva demostración de su brillante oratoria y de su capacidad para conectar con la gente), el todavía inquilino de la Casa Blanca recuperó, sin dudarlo, el histórico lema que le llevó hasta la presidencia por primera vez, hace ocho años. Ante una audiencia entregada que clamaba por el imposible («Four more years!», ¡cuatro años más!), y pese al ‘coitus interruptus’ de saber que en tan solo unos días ocupará su puesto un personaje como Donald Trump, Obama cerró sus palabras con el mismo mensaje de esperanza que convenció a millones de personas en 2008, haciendo posible la hazaña de situar por vez primera a un hombre negro en el cargo más importante del país, y, en muchos sentidos, del mundo: Yes, we can (Sí, podemos). Y luego añadió: Yes, we did (Sí, lo hicimos; sí, pudimos). Pero, ¿ha podido realmente?
En términos generales, Obama deja un país mejor que el que encontró, al menos en lo que respecta a la economía, pero también un buen número de expectativas frustradas o directamente incumplidas. El que fuera el candidato del «cambio» y la «esperanza»ha sido asimismo, para muchos, el presidente de las oportunidades perdidas, unas oportunidades que, a la vista de quien va a sentarse en el Despacho Oval a partir del próximo viernes, no van a volver a repetirse fácilmente. Y algunos de sus logros más importantes, como la reforma sanitaria o la migratoria, podrían tener los días contados.
En el exterior, Obama, premiado en 2009 con un Nobel de la Paz que resultó ser, probablemente, algo prematuro, tampoco puede presumir demasiado. El entusiasmo inicial que despertó en todo el mundo el cambio que el joven presidente suponía con respecto a su antecesor (George W. Bush), con sus acercamientos al mundo musulmán (qué lejos queda ya aquel famoso discurso en El Cairo), o sus decisiones de poner fin a dos guerras (Afganistán e Irak), se fue transformando poco a poco en decepción y, en muchas ocasiones, en más de lo mismo.
Quedarán, en el apartado del debe, sus fracasos en el trágico atolladero de Siria y en el moribundo proceso de paz palestino-israelí, o los miles de muertes causadas por sus drones (durante el mandato de Obama, EE UU ha bombardeado un total de siete países —Afganistán, Irak, Pakistán, Somalia, Yemen, Libia y Siria—, frente a los cuatro bombardeados por Bush —los cuatro primeros— ). En el apartado del haber, pasos históricos como la reapertura de relaciones con Cuba y el acuerdo nuclear con Irán, sus iniciativas en contra de la tortura, o momentos ‘cumbre’ como, dejando a un lado las normas del derecho internacional, el asesinato del líder de Al Qaeda y cerebro de los atentados del 11-S, Osama Bin Laden.
Cambios profundos
No obstante, y como siempre en estos casos, tan injusto sería culpar al presidente de todos los aspectos negativos ocurridos durante su mandato, como atribuirle en exclusiva todos los logros. La sociedad estadounidense, como la global, ha experimentado durante estos ocho años cambios muy profundos, unos cambios que han acabado traduciéndose, de algún modo, en una gran polarización ideológica y una evidente desconexión entre ciudadanos y politicos, de izquierda a derecha, reflejadas en manifestaciones tan distintas como el movimiento Occupy que se extendió por EE UU en 2011 tras el 15-M español, o la inesperada elección como presidente del millonario Donald Trump en 2016. Unos cambios que, al mismo tiempo, han permitido también hitos como el reconocimiento, en todo el país, de la legalidad del matrimonio entre homosexuales, o el hecho de que, por primera vez, una mujer (Hillary Clinton) haya estado a punto de ocupar la Casa Blanca.
Paradójicamente, ha sido durante el mandato del primer presidente negro cuando los hondos conflictos raciales tan presentes aún en EE UU han vuelto a exacerbarse (debido, sobre todo, a la violencia discriminatoria ejercida por la Policía contra ciudadanos negros), y ha sido también durante el mandato del que iba a ser «el presidente de la gente» cuando hemos conocido, por ejemplo, el masivo espionaje cibernético al que el Gobierno estadounidense somete a sus ciudadanos. A menudo, también es cierto, Obama se ha dado de frente contra el muro de la falta de apoyo político, especialmente en el Congreso, una cámara que ha estado férreamente dominada por los republicanos en estos últimos años: para cuando el presidente quiso apretar el acelerador de sus reformas, en el tramo final de su mandato, ya era demasiado tarde. A su pesar, Guantánamo sigue abierto, y el cambio en las leyes que regulan la posesión de armas, pendiente.
Tal vez el error, visto sobre todo desde Europa, o desde la Europa más de izquierdas, haya sido creer que Obama era un auténtico revolucionario, y no tanto lo que finalmente resultó ser: un presidente con honestas intenciones transformadoras, pero dependiente, al fin y al cabo, y no siempre en contra de su voluntad, de los mecanismos de poder (políticos, económicos, militares) y los valores tradicionales (capitalismo incuestionable, cierto chauvinismo) que siguen marcando buena parte de la realidad de su país.
Lo que parece claro es que Obama se va con la popularidad prácticamente intacta, un factor al que probablemente haya contribuido el clima viciado que ha caracterizado las últimas elecciones presidenciales. Según un último sondeo de Associated Press-Norc Center for Public Affairs, el 57% de los estadounidenses encuestados aprueban su gestión, lo que le sitúa muy por delante de su predecesor (Bush se fue con un 32%) y ligeramente por encima de Ronald Reagan (51%), aunque aún lejos de Bill Clinton (63%). Para el 27%, Obama ha sido incapaz de mantener su promesa de unificar el país, y uno de cada tres opina que ha incumplido sus compromisos, si bien el 44% cree que, al menos, lo ha intentado.
Obama asumió la presidencia de EE UU con una herencia, la de George W. Bush, que incluía, entre otras cosas, dos guerras, una crisis económica interna sin precedentes desde la Gran Depresión y una imagen de Estados Unidos en el mundo por los suelos. El nuevo presidente ofrecía, para empezar, un talante completamente distinto: más inteligente y tolerante, con un mejor carácter y un fino y agudo sentido del humor, educado en Harvard pero no elitista, soñador pero realista, progresista pero en modo alguno radical, e inmune (algo que ha logrado mantener) a cualquier escándalo de corrupción o de carácter personal. Repasamos ahora su legado, recordando también sus promesas y retos de hace ocho años, tanto en política exterior como en política interior.
EL LEGADO DE OBAMA EN EL EXTERIOR
Oriente Medio
Cuando Obama llegó al poder en enero de 2009, tres años antes del estallido de la ‘primavera árabe’, y ocho antes de la sangrienta irrupción de Estado Islámico, el nuevo presidente tenía ante sí tres desafíos fundamentales en lo que respecta a la región más convulsa del planeta: retirar las tropas estadounidenses de Irak y y lograr la estabilización del país, poner fin a la guerra en Afganistán, y contribuir a un proceso de paz real entre palestinos e israelíes. Ocho años después, la retirada de los soldados es una realidad en Irak, pero el país, asolado por el terrorismo yihadista, la división sectaria y la debilidad de su gobierno tras la nefasta gestión estadounidense que siguió a la invasión de 2003, está muy lejos de ser estable; la guerra de Afganistán se cerró más bien en falso (EE UU aún mantiene tropas allí); y el proceso de paz palestino-israelí está completamente muerto.
En el camino, las nuevas realidades de la zona han supuesto un desafío constante, al que la administración estadounidense no ha sabido responder adecuadamente. La tragedia de la guerra en Siria es, tal vez, el principal ejemplo: la política contradictoria y pasiva de Washington ha contribuido a perpetuar el conflicto y ha dado alas a la Rusia de Putin, cuyo apoyo incondicional al régimen de Asad sigue haciendo imposible una salida. Por otro lado, EE UU ha intentado distanciar su discurso de la política israelí, pero no ha presionado lo suficiente como para forzar avances en el proceso de paz, e incluso ha alcanzado niveles récord en la venta de armas a este país. Y en Yemen, donde otra guerra prácticamente olvidada sigue masacrando a la población, Washington mantiene su respaldo a la coalición, liderada por Arabia Saudí, que está lanzando las bombas.
Según explica a 20minutos.esIgnacio Álvarez-Osorio, profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad de Alicante y coordinador de Oriente Medio y el Magreb en la Fundación Alternativas, «la inacción, el distanciamiento y la parálisis» que han caracterizado la política «fallida, errática e improvisada» de Obama en Oriente Medio han dejado una región «bastante peor de lo que estaba hace ocho años», incluyendo la expansión de Estado Islámico, frente al que EE UU no ha sido capaz de oponer una estrategia verdaderamente eficaz. Aún reconociendo el condicionante de la herencia de Bush, Álvarez-Ossorio no duda en hablar de «gran decepción», tras un principio que parecía esperanzador, «gracias al discurso en El Cairo, o al hecho de que se dejase caer a Mubarak en Egipto».
Sin embargo, teniendo en cuenta las duras críticas recibidas por Bush a causa de su intervencionismo en la región, ¿qué opciones reales tenía Obama? «Podía haber explorado más otras alternativas, basadas en una diplomacia más coherente y en el multilateralismo, en buscar otros actores», explica Álvarez-Osorio. «El intervencionismo militar no es la única opción, pero es difícil ganar credibilidad cuando tus principales aliados siguen siendo países autocráticos, o cuando el distanciamiento de gobiernos como el saudí o el israelí es tan tibio».
El mayor logro conseguido por la administración de Obama en Oriente Medio es, sin duda, la consecución del acuerdo con Irán, un acuerdo que permitió controlar la escalada nuclear en este país y levantar las sanciones impuestas a Teherán; que, en cualquier caso, no es atribuible en exclusiva a la diplomacia estadounidense, y que está pendiente ahora de lo que pueda hacer con él el nuevo presidente Trump.
Cuba y Corea del Norte
Junto con el acuerdo nuclear con Irán, el otro gran momento del mandato de Obama en política exterior ha sido la normalización de las relaciones con Cuba, un proceso cuya primera fase culminó en el histórico apretón de manos en La Habana entre el presidente estadounidense y el cubano, Raúl Castro, en marzo de 2016. Era la primera vez en 88 años que un mandatario de EE UU visitaba la isla, un gesto comparable, en significación histórica, a la visita que Obama hizo también a Hiroshima, la primera de un presidente estadounidense a la ciudad japonesa arrasada por la primera bomba atómica hace 50 años.
No obstante, tampoco aquí el éxito es atribuible tan solo a Obama. La situación de cierto aperturismo en la isla tras la retirada de Fidel Castro del poder, y el final de los años duros de George W. Bush fueron factores fundamentales. Y no hay que olvidar que, al igual que en lo referente a Irán, el nuevo presidente, Trump, tendrá la autoridad ejecutiva de revertir las propuestas diplomáticas de Obama para con la isla, incluyendo la relajación de las sanciones y las restricciones de viaje. Trump, de momento, mantiene abiertas «todas las opciones».
Con otro de los tradicionales antagonistas de EE UU, Corea del Norte, las cosas no han ido tan bien, aunque, en este caso, ha sido la postura aislacionista y beligerante del régimen dictatorial de Pionyang la que no ha contribuido, precisamente, a allanar el camino. La tensión nuclear, las provocaciones a los vecinos y los ensayos armamentísticos han seguido incrementándose, y los conatos de diálogo parecen haber pasado a mejor vida.
Europa y Rusia
«Cuando Obama fue elegido en 2008 se generó una gran expectación en Europa», comenta a 20minutos.esCarlota García Encina, investigadora del Real Instituto Elcano y profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid: «Parecía, sobre todo en comparación con los años de Bush, que se iniciaba una nueva relación transatlántica, pero la generación de Obama no se siente tan ligada al Viejo Continente como las anteriores y, aunque en un primer momento el trato fue cordial, EE UU empezó a mirar cada vez más a Asia y a los países emergentes, y a dejar claro su deseo de que los países europeos se fuesen haciendo cargo de su propia defensa», añade.
Esta cierta distancia, no obstante, ha ido evolucionando a lo largo de todo el mandato, especialmente ante la magnitud de problemas globales como el terrorismo o la llegada masiva de refugiados, o debido a situaciones de crisis como la guerra en Ucrania. García Encina señala, en este sentido, que «Obama fue cada vez más consciente de que necesitaba una Europa fuerte, de que no existe una alternativa, y de que estadounidenses y europeos son quienes siguen haciéndose cargo de la mayoría de los problemas del mundo». «Por eso», agrega, «Obama ha venido insistiendo, sobre todo al final de su presidencia, en la necesidad de ‘más Europa’ [cuando apoyó la opción contraria al brexit, por ejemplo], y de una Europa más activa que reactiva».
La relación con el otro lado del Atlántico, sin embargo, ha estado marcada por la creciente tensión, cuando no enemistad directa, con la Rusia de Putin. Como recuerda García Encina, los planes de Obama para mejorar las relaciones con Moscú (ese «volver a empezar» que se propuso al inicio de su segundo mandato) se vieron truncados por la guerra en Ucrania y la anexión rusa de Crimea en 2014, y, especialmente, por el apoyo del Kremlin al régimen sirio de Bashar al Asad. Tras las acusaciones a Moscú de haber intervenido en la campaña electoral estadounidense, y a pesar del ‘idilio’ político entre Vladimir Putin y Donald Trump, restablecer una mínima normalidad entre ambas potencias no va a ser tarea fácil.
Tratados comerciales
Antes de ser elegido presidente, Obama, quien llegó a ser acusado de «proteccionista encubierto» por su primer rival electoral, el republicano John McCain, se había mostrado partidario, en general, del libre comercio mundial, si bien matizando que «no todos los acuerdos son buenos». Al término de su mandato, el balance en este sentido es más bien pobre, con solo tres acuerdos implementados exitosamente (Panamá, Colombia y Corea del Sur), algo no necesariamente negativo para los detractores de este tipo de tratados, tanto desde la derecha más proteccionista («roban trabajo a los locales y favorecen a las empresas extranjeras»), como desde el activismo izquierdista («contribuyen a aumentar el poder de las grandes corporaciones frente a los gobiernos, y minan los derechos sociales y laborales»).
Los dos grandes objetivos de su administración fueron el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) y la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP). El TPP, firmado en febrero de 2016 por 12 países que, juntos, representan el 40% de la economía mundial, todavía no ha sido ratificado y, teniendo en cuenta que Trump ha anunciado la retirada estadounidense del mismo, su futuro es, siendo optimistas, incierto. Mientras, el TTIP, la controvertida propuesta de libre comercio entre EE UU y la UE, sigue negociándose, pero está siendo abandonada por cada vez más políticos a ambos lados del Atlántico. «A diferencia de lo que ocurre en Europa», indica García Encina, «el TTIP no está en el debate público en EE UU; es un asunto de Washington».
EL LEGADO DE OBAMA EN CASA
Economía
Obama llegó al poder en mitad de una crisis económica descomunal, cuyos efectos aún siguen sufriéndose en medio mundo. Con más de 9 millones de parados, el desempleo afectaba al 6,7% de la población activa; la deuda pública superaba los 10.600 millones de dólares; la industria financiera estaba a un paso del colapso, y 700.000 millones de dólares eran dedicados a gasto militar. Grandes empresas habían quebrado, la confianza de los inversores era prácticamente inexistente, había decrecido alarmantemente la capacidad adquisitiva y, por tanto, el consumo; la industria automovilística (uno de los motores del país) estaba en coma, y el déficit presupuestario alcanzaba un registro histórico de 483.000 millones de dólares, sin contar con los 700.000 millones del erario público destinados a rescatar, principalmente, a los bancos y entidades financieras a la vez causantes y víctimas de buena parte de la crisis.
Al inicio de su primer mandato, Obama impulsó un importante paquete de estímulo económico y una serie de reformas legales y financieras que, poco a poco, han ido dando frutos. Su gobierno supervisó la salvación de General Motors, implementó un Programa de Viviendas Asequibles que evitó que millones de propietarios perdieran sus casas al permitirles refinanciar sus hipotecas, y negoció un acuerdo que anuló muchos de los recortes de impuestos aprobados en la era de George W. Bush, a cambio de congelar el gasto general, e incluyendo importantes medidas fiscales como la Ley de Recuperación y Reinversión de 2009.
Ocho años después, el desempleo ha caído al 4,6%, el nivel más bajo desde 2007, y la creación de puestos de trabajo sigue estable, con 178.000 nuevos empleos registrados el pasado mes de noviembre. Además, y pese a que Obama no ha conseguido avances en su empeño por aumentar el salario mínimo federal (el Congreso, dominado por los republicanos, se ha opuesto sistemáticamente), o a que el poder adquisitivo sigue sin alcanzar los niveles esperados (el ingreso de los hogares en 2015 seguía siendo inferior al de 2007), los sueldos, en general, han empezado a recuperarse (aunque sigue existiendo desigualdad entre hombres y mujeres), y el mercado de valores está alcanzando nuevos máximos.
Según un informe del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, el crecimiento de los salarios reales ha sido en estos últimos años el más rápido desde principios de la década de los setenta, y en el tercer trimestre de 2016, la economía estadounidense creció un 11,5% por encima del máximo registrado antes de la crisis, con la renta per capita situada un 4% sobre los niveles anteriores a 2009.
Sanidad
La reforma del sistema sanitario estadounidense fue, desde un principio, la gran apuesta de Barack Obama, y también el principal blanco de los ataques al presidente provenientes de los sectores más conservadores. Su implementación, aunque fuese rebajando en parte sus ambiciosos planes iniciales, ha sido, según él mismo, su gran legado. Su futuro, considerando que Trump ha prometido hincarle el diente («suspenderla» y «aprobar una propuesta mejor») nada más asumir la presidencia, está en el aire.
Básicamente, el llamado Obamacare, el paquete de reformas sanitarias aprobado en 2010, tiene como objetivo permitir un mayor acceso de los ciudadanos al sistema de salud, en un país donde no existe una sanidad pública como tal. Los estadounidenses pueden ahora comprar seguros médicos federalmente regulados y subsidiados por el Estado, lo que ha permitido que el porcentaje de personas sin protección se haya reducido del 15,7% (un total de 30 millones) en 2011 al 9,1% en 2015.
La ley, por ejemplo, prohíbe a las compañías de seguros tener en cuenta condiciones preexistentes, y les exige otorgar cobertura a todos los solicitantes, ofreciéndoles las mismas tarifas sin importar su estado de salud o su sexo. Además, aumenta las subvenciones y la cobertura de Medicaid, el programa de seguros de salud del Gobierno.
La reforma, sin embargo, ha tenido que convivir con serios problemas, incluyendo el hecho de que varios estados gobernados por republicanos se han negado a aplicar su parte, o graves dificultades informáticas que fueron ampliamente divulgadas por la prensa y utilizadas por la oposición, disparando las críticas de sus detractores.
Inmigración
La reforma migratoria fue, junto con la sanitaria, la otra gran promesa de Obama durante la campaña electoral que le llevó a la Casa Blanca en 2008, pero sus esfuerzos por que el Congreso la sacase adelante cayeron una y otra vez en saco roto. Finalmente, nada más ser reelegido, el presidente anunció que no estaba dispuesto a seguir esperando, y que aprobaría una serie de medidas por decreto (acción ejecutiva). Lo hizo, finalmente, y entre las airadas críticas de los republicanos, en 2014.
Esta ‘minireforma’ no afectaba a aspectos como la ciudadanía o la residencia permanente (Obama no podía llegar tan lejos, con la ley en la mano), pero sí permitía regularizar la situación de cerca de la mitad de los inmigrantes indocumentados que residen en el país (unos cinco millones, de un total de 11 millones de ‘sin papeles’). En concreto, la reforma afectaba a aquellos que tienen hijos que son ciudadanos estadounidenses o residentes permanentes, y que pueden demostrar que llevan en el país desde antes del 1 de enero de 2010 y carecen de antecedentes criminales. La ley está ahora suspendida por una larga batalla legal en la que se ha cuestionado su constitucionalidad.
Por otro lado, la dura y xenófoba retórica anti-inmigración del presidente electo, Donald Trump, ha hecho olvidar a menudo que la administración de Obama ostenta el récord de deportaciones de EE UU hasta la fecha, con una media de 400.000 al año. Según datos del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), el gobierno de Obama deportó a cerca de 2,5 millones de inmigrantes entre 2009 y 2015. El mayor número de deportaciones se produjo en 2012, cuando fueron expulsadas 410.000 personas, alrededor del doble que en 2003. Un informe de 2013 del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE UU señalaba que alrededor de 369.000 inmigrantes irregulares fueron deportados durante ese año. La mayoría de los deportados, 241.493, eran mexicanos.
Crimen y armas
Las afirmaciones de Donald Trump según las cuales la criminalidad en EE UU está «peor que nunca» son falsas. Es cierto que en algunas grandes ciudades ha crecido la tasa de homicidios, pero, en general, los índices de delincuencia han bajado de forma constante durante los ocho años de gobierno de Barack Obama, uno de cuyos grandes objetivos (no cumplido del todo) ha sido la reforma del sistema de justicia penal y, en especial, intentar acabar con la discriminación racial que conlleva actualmente.
Como destaca la BBC en un repaso al legado de Obama en este aspecto crucial de la política doméstica, en 2010 el presidente firmó la llamada Acta de Sentencias, con la que se equiparararon las penas por posesión de crack y de cocaína en polvo. Hasta entonces, los castigos para los condenados por lo primero, la mayoría ciudadanos afroamericanoss, eran muy severas. En ese mismo año, Obama firmó otra ley que establece que el tiempo mínimo de prisión obligatoria por posesión de cocaína, que suele implicar desproporcionadamente a delincuentes de raza negra, sea más acorde con las penas de cocaína en polvo.
En enero de 2016, por otra parte, Obama tomó una serie de medidas ejecutivas destinadas a limitar el uso del aislamiento en las cárceles federales y proporcionar un mejor trato a los reclusos con enfermedades mentales. También ha utilizado su poder presidencial para conmutar las penas por drogas a más de 1.000 infractores no violentos, y ha apoyado una política del Departamento de Justicia que dio lugar a la liberación anticipada de unos 6.000 reclusos.
Su gran frustración, no obstante, ha sido no poder lograr un mayor control sobre la posesión de armas de fuego. Tras la matanza de la escuela primaria de Sandy Hook en Connecticut, el 14 de diciembre de 2012, Obama pidió mayores restricciones, algo en lo que ha insistido desde entonces, públicamente, varias veces. Sin embargo, debido al poder de presión de lobbies como la Asociación Nacional del Rifle, y a la oposición del ala más conservadora del Congreso, al final no ha podido promulgar nuevas políticas importantes al respecto.
Guantánamo
Antes de ser elegido por primera vez, Obama prometió que cerraría la base estadounidense de Guantánamo, en Cuba, lo antes posible. De hecho, en la primera semana tras su toma de posesión (el segundo día, para ser exactos), el nuevo presidente firmó un decreto que contemplaba la clausura definitiva, «en menos de un año», de esta prisión militar, un complejo penitenciario fuera de la ley por el que habían pasado entonces casi 800 hombres, considerados por EE UU «combatientes enemigos ilegales»; la mayoría de ellos, acusados de pertenecer a los talibanes o a Al Qaeda, algunos sometidos a torturas, y ninguno con el derecho reconocido a un juicio previo o a la representación de un abogado. Ocho años después, y aunque con menos prisioneros (45 en la actualidad, frente a los 242 reos que había en 2009), el gran símbolo de la ‘guerra contra el terror’ de George W. Bush sigue abierto.
A lo largo de estos ocho años, Obama ha intentado en numerosas ocasiones hacer efectivo el cierre de la prisión, pero se ha encontrado una y otra vez con el rechazo y las restricciones del Congreso, reacio, principalmente, al traslado a suelo estadounidense de prisioneros que supondría la clausura de la base. En respuesta, la administración de Obama ha ido llevando a cabo un plan de transferencia de prisioneros a otros países, pero no ha sido suficiente.
Medio ambiente y cambio climático
Obama llegó a la Casa Blanca con una agenda medioambiental muy clara y es justo reconocer que ha tratado de cumplirla. El presidente ha intentado impulsar las energías renovables, promoviendo la construcción de más plantas solares y tomando medidas para modernizar la industria y hacerla menos dependiente del carbón. También prohibió perforaciones petroleras en el Atlántico y el Ártico, y participó activamente en el debate internacional sobre el calentamiento global, contribuyendo de forma determinante a la negociación del gran acuerdo para combatir el cambio climático que 195 países firmaron durante el COP21 en París, en diciembre de 2015.
Este acuerdo, ratificado por EE UU (y amenazado ahora por la postura en contra de Trump), estableció una serie de nuevas regulaciones que controlan la contaminación de las centrales eléctricas de carbón y limitan la minería del carbón y la perforación de petróleo y gas, tanto en tierras continentales como en aguas costeras.
Además, el presidente estadounidense hizo uso de su autoridad ejecutiva para designar un total de 548 millones de acres (más de 2,2 millones de Km²) de territorio como hábitat protegido, más que cualquier presidente anterior.
Obama, sin embargo, dejó pasar también oportunidades importantes. A principios de su mandato, cuando los demócratas tenían aún mayoría, el Congreso llegó a aprobar un estricto programa para controlar las emisiones de carbono. El Senado, sin embargo, dio prioridad a las reformas financiera y sanitaria, y, para cuando la ley volvió al Congreso, los demócratas estaban ya en minoría.
Al 44º presidente de los Estados Unidos se le podrán reprochar muchas cosas, pero la falta de optimismo no es una de ellas. Cuando el pasado día 11, de vuelta en su querida Chicago, Barack Obama se despidió del pueblo… Leer
Los líderes mundiales participantes en la IV Cumbre sobre Seguridad Nuclear, celebrada en Washington. Foto: Gobierno de Chile
Con los brutales ataques terroristas de Bruselas y Lahore aún en la retina, medio centenar de líderes mundiales se reunieron esta semana en Washington para tratar de avanzar en el control de las armas nucleares, en una cumbre que al final se centró en la necesidad de dar una respuesta a la amenaza de que parte de ese devastador arsenal caiga en manos de grupos como Estado Islámico.
La cuarta Cumbre sobre Seguridad Nuclear (convocada, como las tres anteriores, por el presidente estadounidense, Barack Obama) se celebró, no obstante, con la previsible tara que supusieron las ausencias de algunos de los países que más tienen que decir en este asunto. La silla vacía más notable fue la de Rusia, cuyo presidente, Vladimir Putin, decidió no acudir a la cita alegando una «falta de cooperación» durante los preparativos de la reunión.
Tampoco estuvo, aunque nadie la esperaba, Corea del Norte, cuyos constantes ejercicios militares, ensayos nucleares y comunicados amenazantes llevan teniendo en jaque al mundo en general, y a la región asiática del Pacífico en particular, desde los años noventa, y que aprovechó el encuentro, además, para lanzar un misil antiaéreo al mar (el sexto en un mes). Irán, recién salido del ‘eje del mal’ tras el acuerdo nuclear alcanzado en julio de 2015, y Bielorrusia, una ex república soviética que albergó ojivas nucleares hasta 1996, fueron los otros ausentes.
A pesar de los avances registrados en estos últimos años, el objetivo de conseguir un mundo sin más armas nucleares que se fijó Obama al inicio de su primer mandato (una de las razones por las que recibió el Nobel de la Paz) sigue todavía muy lejos. Y, si bien es cierto que el final de la Guerra Fría tras la caída de la Unión Soviética acabó con el temor a que un enfrentamiento nuclear entre las dos superpotencias terminase, literalmente, con la vida en el planeta tal y como la conocemos, un cuarto de siglo después la amenaza del uso de armas atómicas, con su apocalíptica capacidad de destrucción masiva, sigue ahí. Y, lo que es peor, a día de hoy nadie apuesta ya realmente por el desarme global.
En primer lugar, por la imposibilidad de ‘convencer’ a países como India y Pakistán —en los que el arsenal nuclear juega un papel fundamental en el equilibrio de su rivalidad—, Corea del Norte, o incluso Israel, que, aunque oficialmente ni lo confirma ni lo desmiente, pocos dudan de que tiene armas nucleares. Pero, sobre todo, por el poco interés que tienen en ello tanto Rusia como Estados Unidos.
Obama acaba de anunciar la mayor modernización del arsenal nuclear estadounidense desde la presidencia de Ronald Reagan, con una inversión de cerca de 900.000 millones de euros en las próximas tres décadas, en un proyecto que prevé mejorar las bombas y desarrollar nuevos sistemas para lanzarlas. Y el Kremlin, que está construyendo asimismo nuevas armas para sustituir a las antiguas, incluye en su cada vez más notoria política de distanciamiento de Occidente el rechazo a que las reglas sobre las armas atómicas se dicten en la Casa Blanca. Moscú sigue insistiendo en que sea el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), dependiente de la ONU, quien marque el paso, lo que no es de extrañar si se tiene en cuenta que esta institución se limita a controlar a los países que aún no disponen de tecnología para fabricar bombas atómicas, y no a los que ya las poseen.
De hecho, la cumbre de Washington asumió de algún modo la renuncia al objetivo ideal del desarme, al poner el acento en el control del arsenal actual, más que en su eliminación definitiva, un control que, en cualquier caso, parece más necesario que nunca: toneladas de material nuclear y radiactivo se encuentran aún en instalaciones civiles consideradas poco seguras (centros de investigación, hospitales, centrales energéticas), y la posibilidad de que acaben en manos de «actores no estatales» (grupos terroristas, traficantes, mercado negro), es real.
Ese fue precisamente el gran peligro surgido tras el final de la Guerra Fría, la posibilidad de que todo o parte de ese plutonio y uranio que ya no controlan los estados pudiera llegar a ser utilizado por grupos terroristas con la suficiente capacidad técnica como para fabricar bombas (las llamadas «bombas sucias», por ejemplo) y atentar con ellas, sin los controles y ni la presión a los que, al menos en teoría, puede someter la comunidad internacional a países como Corea del Norte o Irán.
Durante décadas, la acumulación de armamento nuclear por parte de EE UU y la entonces Unión Soviética se produjo en el marco de una guerra disuasoria, en la que la utilización por parte de cualquiera de los dos garantizaba la destrucción total de ambos. Ahora, como recuerda el periodista Marc Bassets, «no es previsible que ni Al Qaeda ni el ISIS dejen de lanzar una bomba porque sus rivales puedan usarla en respuesta».
Las claves de lo acordado en la cumbre y de la amenaza del terrorismo nuclear, en preguntas y respuestas:
¿Qué es la Cumbre sobre Seguridad Nuclear?
La Cumbre de Seguridad Nuclear se celebra cada dos años desde 2010 por iniciativa del presidente de EE UU, Barack Obama, quien prometió al comienzo de su primer mandato convertir en una prioridad la no proliferación nuclear e instó a la comunidad internacional a avanzar hacia «un mundo libre de armas atómicas», durante un discurso en Praga en 2009.
A Obama le queda menos de un año en el poder, por lo que esta cumbre, de dos días de duración (los pasados jueves y viernes), ha sido la última en su formato actual. Se desconoce si el próximo presidente o presidenta estadounidense, que llegará a la Casa Blanca en enero de 2017, querrá continuar con este proceso multilateral.
¿Quiénes han participado y quiénes no?
Los líderes de medio centenar de países, entre ellos, y además del propio Obama, el presidente francés, François Hollande; el de China, Xi Jinping; el de Turquía, Recep Tayyip Erdoğan; el de México, Enrique Peña Nieto; el de Argentina, Mauricio Macri; la de Chile, Michelle Bachelet; el primer ministro británico, David Cameron; el primer ministro de Japón, Shinzo Abe, y la presidenta de Corea del Sur, Park Geun-Hye.
Rusia, el país con el mayor arsenal nuclear del mundo, decidió no asistir por considerar que hubo «falta de cooperación al elaborar la agenda» del encuentro, según explicó el miércoles el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov. Su ausencia ha dificultado el alcance de grandes acuerdos sobre seguridad nuclear, pero la Casa Blanca confía en que la cita haya servido para aumentar la coordinación internacional en la lucha contra Estado Islámico, para tomar mayor conciencia de la posibilidad de que éste u otros grupos terroristas obtengan un arma nuclear, y para empezar a adoptar medidas al respecto.
Al término de la cumbre, no obstante, Obama no ocultó su decepción por la ausencia de Rusia: «Dado que Putin impuso una visión que enfatiza el poder militar por encima del desarrollo dentro de Rusia y la diversificación de la economía, no hemos visto el tipo de avances con Rusia que habría esperado», dijo.
Estados Unidos y Rusia concentran el 90% del arsenal nuclear del mundo.
¿Cómo se ha definido la amenaza terrorista?
El viernes, Obama instó a los líderes mundiales a proteger las instalaciones nucleares vulnerables para impedir que los «locos» de grupos como Estado Islámico accedan a armas atómicas o a bombas radiactivas. En su discurso, el presidente estadounidense aseguró que el mundo se enfrenta a una «persistente amenaza de terrorismo nuclear», que está evolucionando a pesar de los progresos en reducir este tipo de riesgos. «No podemos ser autocomplacientes», advirtió.
Si bien Obama aseguró que, de momento, ningún grupo ha tenido éxito a la hora de obtener materiales nucleares, también dijo que Al Qaeda estuvo «mucho tiempo» detrás de ellos, y mencionó acciones llevadas a cabo por miembros del grupo yihadista Estado Islámico, que plantean «preocupaciones similares». En este sentido, los atentados de Bruselas y, anteriormentre, París, han elevado la preocupación de que Estado Islámico (el grupo que reivindicó los ataques) pueda asaltar centrales nucleares con el fin de robar material y poder desarrollar bombas radiactivas.
«No hay ninguna duda de que si esos locos tienen alguna vez en sus manos una bomba nuclear o material nuclear, lo usarán para matar al mayor número posible de personas inocentes», señaló Obama. «Eso cambiaría nuestro mundo», añadió.
En los últimos años, y según indicó el presidente, se han reducido considerablemente los riesgos de robo y tráfico de material nuclear (EE UU y Japón, por ejemplo, han completado la tarea de eliminar todo el uranio altamente enriquecido y separar los combustibles de plutonio de un reactor japonés), pero Obama admitió asimismo que una parte de las 2.000 toneladas almacenadas en todo el mundo «no está debidamente protegida». De hecho, la seguridad en los silos nucleares de EE UU ha sido objeto de críticas.
En principio, y según detalla el Centro de Estudios para la No Proliferación, los terroristas podrían desde robar directamente un arma nuclear en una instalación militar de alguno de los países que disponen de ellas, hasta atacar o sabotear una central nuclear, colocar un explosivo en una instalación, o robar o comprar ilegalmente material radiactivo de uso civil para fabricar una «bomba sucia» (artefactos explosivos relativamente baratos de fabricar, y capaces de diseminar elementos radiactivos en la atmósfera). Entre 1993 y 2011, la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA) detectó 2.164 casos de pérdida, robo o desaparición de materiales nucleares que podrían ser empleados para fabricar este tipo de bombas.
Construir un arma nuclear no es fácil, pero fabricar una bomba similar a la que destruyó Hiroshima es «muy posible dentro de las capacidades de un grupo terrorista avanzado», según advertía hace ya unos años Matthew Bunn, profesor adjunto en la Escuela John Kennedy de la Universidad de Harvard (EE UU). «Existe una enorme diferencia entre la dificultad de producir armas seguras y confiables para usar en un proyectil o avión de guerra, y fabricar armas inseguras y no confiables para transportar en un camión», indicaba.
Los cables diplomáticos filtrados por WikiLeaks revelaron, por ejemplo, la gran fragilidad de los controles sobre el personal implicado en el programa nuclear paquistaní, lo que en su día llevó a Washington a dar al problema prioridad estratégica, con el fin de evitar que empleados «radicales» accedan a las instalaciones.
El periodo de mayor descontrol sobre el armamento nuclear ocurrió tras la caída de la Unión Soviética, en 1991, cuando sus bases nucleares en Rusia, Armenia, Bielorrusia, Kazajstán y Ucrania quedaron en una situación de gran vulnerabilidad. Además, muchos científicos perdieron su empleo y buscaron una salida laboral en otros países, llevándose consigo algunos de ellos el conocimiento y los archivos necesarios.
En un informe que elaboró para la revista Technology Review, el analista estadounidense de seguridad nacional especializado en armas nucleares Graham Allison indicó que «si los gobiernos no hacen más de lo que están haciendo actualmente, las posibilidades de que ocurra un ataque terrorista con armas nucleares contra una de las grandes ciudades occidentales en el plazo de una década son de más del 50%».
¿Qué es el uranio enriquecido?
El uranio altamente enriquecido es el que presenta una pureza igual o superior al 85%, lo que permite utilizarlo para fabricar bombas atómicas. Actualmente, un total de 31 países se han declarado libres de este mineral, incluyendo todos los de Latinoamérica y el Caribe, según anunciaron al comienzo de la cumbre de Washington.
Desde la última cumbre de Seguridad Nuclear, diez países han destruido todo su uranio altamente enriquecido (en total, 400 kilos).
¿Qué se ha logrado en la cumbre?
La mayoría de los expertos cree que más bien poco, aunque es verdad que el objetivo de la cumbre no era tanto realizar grandes anuncios o alcanzar compromisos novedosos, como hacer balance y fijar las líneas por las que debería guiarse la seguridad nuclear en los próximos años.
En general, la cumbre ha conseguido dar una mayor relevancia a la amenaza del terrorismo nuclear, pero, de momento, no se han estudiado fórmulas concretas para hacerle frente, algo muy complicado de lograr sin que exista una coordinación efectiva entre Rusia y Estados Unidos.
Tampoco se han abordado suficientemente casos que suscitan especial preocupación, como el de Pakistán, uno de los países que reconoce oficialmente poseer armas nucleares, y que sigue inmerso en una situación política muy inestable y de grave violencia, con una creciente presencia y actividad talibán y un protagonismo cada vez mayor del ejército en el Gobierno.
En cuanto a Corea del Norte, al menos China y Estados Unidos llegaron a un acuerdo bilateral durante la cumbre, por el que se comprometen a trabajar conjuntamente para tratar de prevenir que Pyongyang, que dispone ya de la capacidad de instalar pequeñas bombas nucleares en misiles, realice nuevas pruebas pruebas de lanzamientos.
Según el presidente estadounidense, desde la primera cumbre se han hecho «progresos importantes», como la firma de un nuevo tratado START de desarme entre EE UU y Rusia para que las ojivas nucleares que poseen estén en 2018 en su nivel más bajo desde la década de 1950, la eliminación o retirada de más de tres toneladas de uranio enriquecido o plutonio, mejoras en la seguridad de instalaciones que albergan combustible nuclear, o la instalación de equipos para detectar radiaciones en más de 300 pasos fronterizos, aeropuertos y puertos marítimos.
Algunos expertos, no obstante, consideran que Obama solo ha conseguido una parte de lo que se propuso, dada la falta de consenso para alcanzar un tratado global vinculante sobre desarme nuclear.
El armamento nuclear, en cifras
9 países concentran más de 15.000 armas nucleares (EE UU, Rusia, Reino Unido, Francia, China, India, Pakistán, Corea del Norte e Israel). Solo los 5 primeros, que son, también, los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, tienen estatus de «estado nuclearmente armado», reconocido internacionalmente en el Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT, Non-Proliferation Treaty, en inglés).
Algunas organizaciones, como el Instituto de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI, por sus siglas en inglés), elevan la cifra de armas nucleares en el mundo a 20.500. De ellas, alrededor de 5.000 estarían desplegadas y listas para su uso.
El 90% del arsenal total está en manos estadounidenses y rusas.
188 países forman parte del NPT. India y Pakistán no han firmado el Tratado, y Corea del Norte se retiró en 2003. Los tres han realizado pruebas nucleares. Sudáfrica fue uno de los primeros países que fabricó armas nucleares, pero después renunció a ellas y las destruyó, junto con los planos (las instalaciones han sido desmanteladas y están bajo control de la Agencia Internacional de Energía Atómica). Pese a numerosos informes que confirman que Israel posee armas nucleares, el país no lo ha confirmado ni desmentido.
1.550 cabezas nucleares por país es el límite establecido por el nuevo Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START II, por sus siglas en inglés), firmado entre Estados Unidos y Rusia en enero de 2010, como renovación del START I, acordado en 1991.
2 bombas atómicas han sido detonadas en estado de guerra. Las lanzó EE UU sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en 1945, durante la II Guerra Mundial.
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Un inspector examina un proyectil caído en uno de los suburbios de Damasco donde ocurrió el ataque químico del 21 de agosto. Imagen: Human Rights Watch (captura de vídeo)
Este sábado se cumple un mes desde que la oposición siria denunció la muerte de al menos 1.300 personas en un ataque con armas químicas perpetrado en las afueras de Damasco por, según la propia oposición, las fuerzas gubernamentales. Desde entonces, la guerra en el país árabe ha recobrado un protagonismo internacional que parecía agotado, aunque, de momento, sin muchas consecuencias reales para la población, que sigue sufriendo los efectos del conflicto, mientras se suceden las amenazas, los informes, las declaraciones políticas, los movimientos diplomáticos y los análisis de los expertos. Éste es un resumen cronológico de lo ocurrido en relación a las armas químicas en estos 30 días:
21 de agosto. La oposición siria denuncia la muerte por armas químicas de al menos 1.300 personas en el suburbio de Guta, a las afueras de Damasco, y responsabiliza del ataque al régimen de Bashar al Asad, que niega cualquier responsabilidad. Las espantosas imágenes de las víctimas facilitadas por los rebeldes dan la vuelta al mundo.
24 de agosto. Médicos Sin Fronteras afirma que en tres hospitales de Damasco fueron atendidos unos 3.600 pacientes con síntomas neurotóxicos, de los que 355 murieron. Obama se reúne con su equipo de seguridad para analizar las opciones de una intervención militar de castigo en Siria.
25 de agosto. Siria permite a los inspectores de la ONU investigar el ataque con armas químicas. Al día siguiente, los expertos, con menos tiempo del acordado, comienzan a recopilar pruebas sobre el terreno. Recogen muestras de sangre de las víctimas, se reúnen con los familiares y se entrevistan con los médicos que los trataron.
27 de agosto. El presidente de EE UU, Barack Obama, quien había trazado hace meses una «línea roja» en el uso de armamento químico, indica que «debe haber una respuesta adecuada» al régimen sirio. Rusia mantiene que no existen pruebas contra el gobierno de Damasco. El diario The Washington Post y la cadena NBC apuntan a que el ataque puede ser cuestión de días.
29 de agosto. El Parlamento británico rechaza el plan del primer ministro, David Cameron, para intervenir en Siria. Obama estudia una acción militar en solitario.
30 de agosto. En comentarios por separado, Obama y el secretario de Estado de EE UU, John Kerry, condenan duramente al Gobierno sirio, y reiteran que el ataque del 21 de agosto no puede quedar impune. «No podemos aceptar un mundo en que mujeres y niños y civiles inocentes son gaseados a una escala terrible», afirma el presidente. Ambos insisten, no obstante, en que cualquier respuesta militar será puntual, y limitada a una operación de castigo.
31 de agosto. Obama anuncia que ha autorizado el uso de la fuerza militar para castigar a Siria, con activos militares ya posicionados para realizar un ataque, pero aclara que primero buscará la autorización del Congreso. «Hoy estoy pidiendo al Congreso enviar al mundo el mensaje de que estamos listos para movernos como una nación», declara.
5 de septiembre. Cameron asegura que pruebas realizadas en un laboratorio en el Reino Unido demuestran que se utilizó gas sarín en el ataque con armas químicas del 21 de agosto.
6 de septiembre. Once países, entre ellos España, urgen a una respuesta internacional contra Siria durante la cumbre del G20 en San Petersburgo.
9 de septiembre. En una entrevista en la cadena CBS, Asad niega que su gobierno haya usado armas químicas y mantiene que EE UU no tiene ninguna prueba de ello.
10 de septiembre. Siria acepta la propuesta de Rusia de que Damasco coopere con la comunidad internacional en el control de sus armas químicas y en su total destrucción. El Congreso de EE UU retrasa la votación para autorizar un ataque militar.
12 de septiembre. El presidente sirio, Bashar al Asad, anuncia que Siria entregará sus armas químicas, si bien niega haberlas usado. Al día siguiente Siria solicita adherirse a la Convención Internacional para la Prohibición de las Armas Químicas. EE UU y Rusia inician negociaciones sobre el modo de poner bajo supervisión internacional las armas químicas de Siria, sin ocultar sus desacuerdos, pero coincidiendo en que es una «oportunidad única para encontrar una salida» negociada al conflicto que desangra el país.
14 de septiembre. Kerry y el ministro de Exteriores de Rusia, Sergéi Lavrov, acuerdan un plan para «la retirada y eliminación» del arsenal químico del régimen sirio, a condición de que Damasco entregue, en el plazo de una semana, una lista precisa de todo este material. La destrucción del arsenal tendría lugar en el plazo de un año, a mediados de 2014. EE UU, no obstante, no insistirá en incorporar la amenaza de una acción militar, aunque el régimen sirio incumpla su compromiso de entregar las armas químicas. La opción militar quedaría así excluida del proyecto de resolución que se presentará al Consejo de Seguridad de la ONU.
16 de septiembre.El informe elaborado por los inspectores de la ONU confirma la presencia de gas sarín en pacientes, cohetes y sobre el terreno, si bien no establece responsabilidades (no era ese su objetivo). La ONU habla de crímenes de guerra. EE UU, Francia y el Reino Unido creen que los «detalles» del informe apuntan a que fue el régimen de Al Asad quien cometió el ataque. El Gobierno español señala que «ha quedado suficientemente acreditado el uso de gas sarín, realizado a gran escala y por medio de misiles tierra-tierra que procedían de zonas ocupadas y controladas por el ejército sirio».
Mapa elaborado por Human Rights Watch (publicado el 17 de septiembre) a partir de los datos aportados por el informe de los inspectores de la ONU sobre el ataque con armas químicas en Siria del 21 de agosto. Muestra las posibles trayectorias y zonas de origen de dos de los ataques con artillería ocurridos ese día.
18 de septiembre. Rusia tacha el informe de los inspectores de la ONU de parcial y de haber sido elaborado con prejuicios. Afirma, además, que Siria le ha proporcionado pruebas del uso de armas químicas por parte de los rebeldes, y que presentará estas pruebas a la ONU.
19 de septiembre. Al Asad indica en una entrevista en la cadena Fox que «llevará un año» y mil millones de dólares destruir el arsenal químico de su país, pero asegura estar «comprometido» a cumplir el acuerdo negociado por EE UU y Rusia. Kerry pide al Consejo de Seguridad que tome una decisión sobre Siria« “la próxima semana».
21 de septiembre. La Organización para la Prohibición de las Armas Químicas confirma que el Gobierno sirio ha facilitado «la información esperada» sobre su programa de armamento químico, y que ya se ha empezado a analizar. Al Asad dice que no está «enganchado al poder», pero añade que no lo abandonará hasta las elecciones de 2014.
Este sábado se cumple un mes desde que la oposición siria denunció la muerte de al menos 1.300 personas en un ataque con armas químicas perpetrado en las afueras de Damasco por, según la propia oposición, las fuerzas gubernamentales. Desde… Leer
Uno de los barcos de guerra estadounidenses que permanecen posicionado cerca de Siria. Foto: Lolita Lewis / US Navy
Los horrores y las masacres llevan sucediéndose en Siria desde hace más de dos años. Cientos de miles de muertos, millones de refugiados y desplazados, un país descompuesto y dividido por un odio que durará generaciones… Si, al margen de que sea o no la mejor opción, las razones para una intervención internacional se fundamentan en intentar detener semejante tragedia, hace mucho tiempo ya que esas razones están sobre la mesa. Y, por otra parte, ninguno de los dilemas y los caminos sin salida que han desaconsejado esa intervención en el pasado han cambiado ahora en lo más mínimo. Las posibilidades de una victoria militar clara y rápida siguen siendo escasas, y el riesgo de que el conflicto se vuelva más duro (represalias, ataques indiscriminados), o incluso de que se extienda a otros países de la región, sigue siendo muy alto. De tener éxito, además, las perspectivas de futuro, teniendo en cuenta la cantidad de grupos extremistas que hay operando sobre el terreno y la fragmentación de la oposición, no son muy halagüeñas.
La diferencia, lo que ha cambiado en estos últimos días hasta el punto de que estemos hablando ya de intervención «inminente» y de planes de ataque, es la posibilidad de que se hayan utilizado armas químicas contra la población. No es la primera vez que se aduce el uso de este armamento prohibido por las leyes internacionales, pero hasta la semana pasada no se había reportado un ataque verosímil a una escala tan brutal. Y Estados Unidos, país en el que están ahora fijadas todas las miradas, pese a mantener una posición de prudencia, ya dijo en su día que esa era la «línea roja» cuyo traspaso no estaba dispuesto a permitir. (El secretario de Estado estadounidense, John Kerry, tiene prevista una rueda de prensa sobre la crisis siria para este mismo lunes).
Es, por tanto, una cuestión de umbrales, pero también de legitimidad. Hasta el absurdo de la guerra tiene sus códigos, y unas formas de matar son aceptables y otras no, aunque los muertos estén igual de muertos. En teoría, las leyes internacionales consideran el armamento nuclear, biológico y químico como algo que tiene que ser especialmente regulado y controlado, lo use quien lo use. Cualquiera que lo emplee debe enfrentarse a una respuesta. En caso contrario, su utilización podría acabar por normalizarse.
Eso no significa que sea automáticamente legítimo intervenir sin el respaldo de Naciones Unidas. Las lecciones de la invasión de Irak liderada por EE UU, con su sarta de mentiras sobre las armas de destrucción masiva, están aún muy recientes como para haberlas olvidado ya. Pero sí es cierto que abre muchas puertas para justificar un ataque.
James Blitz repasa en el Financial Times precedentes y opciones:
Existen precedentes de acciones legales sin el respaldo de la ONU. Estados Unidos y sus aliados bombardearon Serbia durante 78 días en 1998 para detener la limpieza étnica en Kosovo, y esta acción no tenía autorización de la ONU. No obstante, el presidente Bill Clinton invocó entonces el argumento de que era correcto proteger a una población que estaba en peligro. Por otra parte, Estados Unidos podría argumentar que Siria está violando el Protocolo de Ginebra de 1925, que prohíbe el uso de gases tóxicos en la guerra. Desde el final de la Primera Guerra Mundial, las potencias mundiales han prohibido la utilización de armas químicas y, especialmente, de agentes nerviosos. Estados Unidos podría defender ahora el argumento de que una respuesta militar está justificada, ya que se trata de prevenir que el uso indiscriminado de armas químicas se convierta en una nueva forma de hacer la guerra.
Las diferencias con la guerra de los Balcanes, sin embargo, son notables. En un escenario como el sirio, con los tanques y la artillería del régimen situados en ciudades, como Damasco, el riesgo de causar daño a civiles es mucho mayor.
En cualquier caso, mientras Rusia siga oponiéndose, no hay ninguna posibilidad de que el Consejo de Seguridad autorice una intervención militar en Siria. Otra cosa es que esto sea relevante o no. La experiencia demuestra que, a la hora de verdad, el respaldo de la ONU importa poco cuando las potencias occidentales están resueltas a seguir adelante. De hecho, Obama ni siquiera necesitaría la aprobación del Congreso de su país.
De momento, la división es total. EE UU, el Reino Unido y Francia han amenazado (los europeos, con bastante más vehemencia que Washington) con una «respuesta contundente» si la investigación demuestra el uso de componentes neurotóxicos. Alemania, que sigue siendo la voz discordante en el bando aliado, descarta cualquier tipo de intervención militar. Rusia y China se oponen expresamente a un ataque («no hay pruebas»), e Irán habla incluso de represalias si éste llega a producirse. La Unión Europea ha evitado pronunciarse, a la espera de «los resultados de la investigación», e Israel ha dicho que «no vamos a intervenir en el tumulto regional, pero si nos atacan, responderemos».
Según las siempre macabras quinielas de la guerra, en un eventual ataque a Siria podrían tomar parte Estados Unidos, Francia, el Reino Unido, Arabia Saudí, Catar, Jordania y, probablemente, Turquía, con la ayuda de otros 27 países.
Entre tanto, los inspectores de Naciones Unidas han llegado finalmente este lunes a la zona del supuesto ataque químico, cerca de Damasco. Despues de seis días negándose, el Gobierno sirio cedió a la presión internacional y permitió que una comisión de la ONU accediese al lugar de los hechos. Los expertos están ahora recogiendo muestras y entrevistando a heridos. Para los países partidarios de la intervención, no obstante, la inspección llega demasiado tarde. Y los inspectores, a todo esto, han sido recibidos a tiros. Uno de sus vehículos fue atacado múltiples veces por francotiradores no identificados.
A estas alturas parece claro que el ataque químico se produjo. Uno de los informes más concluyentes en ese sentido es el hecho público hace unos días por Médicos sin Fronteras. Según esta ONG, tres hospitales de la provincia de Damasco a los que presta su apoyo la organización informaron de la llegada de aproximadamente 3.600 pacientes con síntomas neurotóxicos en un periodo de menos de tres horas durante la mañana del pasado día 21. De ellos, 355 fallecieron.
No está tan claro aún, sin embargo, quién fue el responsable. Los rebeldes, obviamente, acusan al régimen; el régimen, a los rebeldes. Resulta difícil creer que alguien pueda perpetrar semejante monstruosidad contra su propia gente, aunque sea con motivos propagandísticos, o para forzar una intervención internacional, pero tampoco encaja en el sentido común que el Gobierno sirio lance un ataque de esas características justo cuando acaban de llegar los inspectores de la ONU. Sea como fuere, eso es, precisamente, lo que hay que investigar. No tanto el «qué», sino el «quién».
Las especulaciones, mientras tanto, continúan. Brian Whitaker se hace eco en su blog de un reportaje publicado por Phil Sands en The National, un diario de los Emiratos, según el cual el bombardeo fue ordenado por oficiales que ignoraban el contenido químico de los misiles. Una de las fuentes de Sands (procedente de «una familia con buenos contactos, tanto entre la oposición como entre los fieles al régimen») indica:
Personas cercanas al régimen nos han contado que que los misiles químicos fueron suministrados tan solo unas horas antes de los ataques. No procedían del Ministerio de Defensa, sino del servicio de inteligencia de la fuerza aérea, bajo las órdenes de Hafez Maklouf [primo de Bashar al Asad]. Los oficiales del ejercito aseguran que no sabían que se trataba de armas químicas. E incluso algunas de las personas que las transportaron afirman que no tenían ni idea de que lo que había en esos cohetes. Pensaban que eran explosivos convencionales.
La comunidad internacional parece haber salido de su letargo con respecto a Siria, pero lo ha hecho sin una sola voz, demasiado tarde y con la opción de más guerra aún como única alternativa. En su editorial de este lunes, El País señala:
Las potencias occidentales tardaron en implicarse en Siria porque pensaron que Al Asad tenía los días contados. Y esa misma tardanza es la que ahora dificulta extraordinariamente la intervención. Al contrario de lo que ocurrió en Libia, el régimen no implosionó, y la situación ha derivado, al cabo de dos años y medio, en una brutal guerra sectaria que enfrenta a suníes, chiíes, alauíes, cristianos y kurdos. Nadie quiere poner las botas en Siria y se estudia una ofensiva con misiles tierra-aire contra objetivos militares y, tal vez, una zona de exclusión aérea. Las opciones son escasas y el riesgo de inflamar toda la región es alto. […]. Con las espadas en alto, la conferencia sobre Siria prevista en Ginebra en octubre parece un sarcasmo, pero es la única alternativa pacífica que queda.
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El secretario de Estado de EE UU, John Kerry, y el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abás, en Ammán, Jordania, el pasado 16 de julio. Foto: US Department of State
Por primera vez desde 2010, israelíes y palestinos volverán a sentarse a negociar, según anunció este viernes en Ammán el secretario de Estado de EE UU, John Kerry, después de cuatro días de intensas conversaciones con ambas partes. El acuerdo debe ser aún formalizado, y no sabemos todavía qué se va a negociar exactamente ni en qué condiciones o con qué plazos, pero sí existe un compromiso. Los negociadores designados por los gobiernos de Israel y Palestina, Tzipi Livni y Saeb Erekat, respectivamente, viajarán a Washington la semana que viene para mantener contactos preliminares, con el objetivo de sentar las bases de la reanudación del proceso de paz.
El preacuerdo supone, aunque por ahora solo sea de palabra, acabar con una situación de estancamiento en la que Israel parecía sentirse cómodo, y contra la que las divididas autoridades palestinas no podían hacer gran cosa. Como ha reiterado estos días el propio Kerry, el tiempo para poder alcanzar un acuerdo basado en la solución de dos estados se estaba agotando. Ahora veremos si no se ha agotado ya.
De momento el anuncio es, más que nada, una victoria de la diplomacia estadounidense y un respiro para el gobierno de Obama, que, al menos durante unos días, podrá apuntarse un tanto en política exterior, después del vapuleo sufrido en medio mundo por las revelaciones de Edward Snowden sobre el espionaje masivo de la NSA.
Es, además, el primer logro destacable de John Kerry desde que asumió el cargo de secretario de Estado. La reanudación del proceso de paz era su principal objetivo (seis viajes a Oriente Próximo en apenas cinco meses así lo atestiguan), y este viernes confesó sentirse, si no optimista, sí «esperanzado».
Por último, la noticia supone asimismo para EE UU algo más o menos concreto a lo que agarrarse en una región donde, tras el golpe de estado en Egipto y los dilemas de la guerra en Siria, todo parece cada vez más complejo y ya nadie sabe a quién apoyar y a quién oponerse.
Kerry ha evitado ofrecer detalles sobre lo acordado («la mejor forma de darle a estas negociaciones una oportunidad es mantenerlas privadas», ha dicho), y tampoco han ido más allá este viernes ninguna de las dos partes implicadas. Pero resulta evidente que la negociación tendrá que enfrentarse a los grandes escollos de siempre: en primer lugar, las fronteras de los futuros dos estados y el problema de los asentamientos ilegales de colonos israelíes en territorio palestino; después, qué hacer con Jerusalén y cómo afrontar el retorno de los refugiados.
Funcionarios palestinos indicaron este viernes a la BBC que habían exigido «compromisos claros y por escrito» de que las negociación se basará en las fronteras de 1967 (las existentes antes de que Israel ocupase Jerusalén este y Cisjordania). También han pedido compensaciones en el caso de que reduzcan sus exigencias sobre una moratoria en la construcción de asentamientos israelíes en Cisjordania y Jerusalén oriental.
Por otro lado, fuentes palestinas próximas a la presidencia indicaron a Efe que Kerry presentó al presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abás, «garantías» respecto al compromiso israelí de aceptar el principio de la solución de dos estados basada en las fronteras de 1967.
Por su parte, la prensa israelí ha señalado que el Gobierno de Netanyahu habría exigido que la negociación se reanudase sin condiciones previas, si bien podría estar contemplando la liberación de hasta 250 palestinos presos, según informó el Canal 2 de la televisión israelí.
Para Israel es también fundamental que Palestina suspenda por ahora sus intentos de ser reconocida plenamente como Estado por la comnunidad internacional, después de que, el pasado mes de noviembre, fuera admitida en la Asamblea General de Naciones Unidas como Estado observador no miembro, y dado que existe desde entonces la amenaza de que Israel pueda ser denunciado ante la Corte Penal Internacional de La Haya por supuestos crímenes de guerra.
«Los representantes de dos pueblos orgullosos han decidido hoy que merece la pena emprender este difícil camino», ha dicho Kerry este viernes. La parte más incuestionable de esta frase es que el camino será, efectivamente, difícil. Dos ejemplos poco esperanzadores: este mismo miércoles Israel aprobó definitivamente la construcción de 700 nuevas casas para colonos en Modiin Ilit, un asentamiento situado entre Jerusalén y Tel Aviv, en la Cisjordania ocupada; y en Gaza, según informa AFP, el partido islamista Hamás, que gobierna en la Franja, ya ha rechazado el anuncio de la reanudación del proceso de paz, señalando que Mahmud Abás no tiene ningún derecho a negociar en nombre del pueblo palestino.
Los negociadores
Saeb Erekat. Miembro del Parlamento palestino por la jurisdicción de Jericó, Saeb Erekat fue uno de los principales negociadores palestinos en los Acuerdos de Oslo, y se mantuvo al frente de las conversaciones con Israel entre 1995 y mayo de 2003, año en que dimitió por discrepancias con el Gobierno de la ANP. Volvió al puesto unos meses después, y en 2007 participó en la fallida Conferencia de Annapolis. En febrero de 2011 dimitió de nuevo como jefe negociador, en protesta por las concesiones reveladas en los llamados Papeles de Palestina. Erekat es uno de los políticos palestinos con más experiencia en negociar con Israel, y también de los que más presencia tiene en la prensa occidental.
Tzipi Livni. Ministra de Justicia desde el pasado mes de marzo, Tzipi Livni es también la principal responsable del gobierno de Netanyahu en lo que respecta a las negociaciones de paz con los palestinos. Durante el gobierno de Ehud Ólmert (2006-2009) Livni destacó como ministra de Asuntos Exteriores y ocupó asimismo el cargo de viceprimera ministra. Tras fracasar en su intento de formar gobierno despues de las elecciones de 2009, se convirtió en la líder de la oposición y del partido Kadima, hasta 2012. Después de los comicios de 2013 regresó al actual gobierno de coalición, como líder del partido Hatnuah (liberal). Considerada nacionalista, es una firme defensora de la solución de los dos estados. Este viernes, en su página de Facebook, Livni indicó que «cuatro años de estancamiento diplomático están a punto de terminar, después de meses de escepticismo y cinismo».
Por primera vez desde 2010, israelíes y palestinos volverán a sentarse a negociar, según anunció este viernes en Ammán el secretario de Estado de EE UU, John Kerry, después de cuatro días de intensas conversaciones con ambas partes. El acuerdo… Leer