Donald Trump no ha ocultado nunca su intención de revertir hasta donde le fuese posible las iniciativas impulsadas y puestas en marcha por su predecesor en la Casa Blanca. Desde que asumió la presidencia el 20 de enero de 2017,… Leer
Donald Trump no ha ocultado nunca su intención de revertir hasta donde le fuese posible las iniciativas impulsadas y puestas en marcha por su predecesor en la Casa Blanca. Desde que asumió la presidencia el 20 de enero de 2017, el magnate ha intentado modificar, o directamente eliminar, los principales logros de Barack Obama, incluyendo algunos de los más emblemáticos, como los referidos a la sanidad o el medio ambiente. Trump no es, desde luego, el primer mandatario que trata de corregir el legado recibido, tanto en Estados Unidos como en cualquier otro país, pero pocos lo han hecho de un modo tan sistemático y tan poco sutil.
En este sentido, el anuncio hecho esta semana por el presidente de que EE UU abandona el pacto nuclear alcanzado con Irán puede interpretarse como un nuevo paso en lo que algunos expertos han definido como política negativa de Trump, más orientada a destruir lo anterior que a proponer novedades o mejorar lo alcanzado.
El acuerdo con Irán, firmado por Rusia, China, el Reino Unido, Francia y Alemania, además de por Washington y Teherán, fue conseguido tras largas y duras negociaciones durante la anterior Administración estadounidense, con un fuerte coste político para Obama, quien tuvo que enfrentarse a una enorme presión, no solo parte del Partido Republicano, sino también de tradicionales aliados de EE UU en la región, como Arabia Saudí y, especialmente, Israel (junto con el poderoso lobby pro israelí en Washington).
Nada más asumir el cargo, en su primera jornada de trabajo, Trump firmó una orden ejecutiva (vendrían muchas más después, todas ellas rubricadas de forma teatral ante las cámaras) para sacar a EE UU del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), un tratado impulsado por Obama y que EE UU había alcanzado junto con otros 11 países.
La decisión se enmarcaba en la nueva política proteccionista de la Casa Blanca (America First, Estados Unidos primero), que llevaría posteriormente a Washington a forzar la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con Canadá y México, y a imponer aranceles a las importaciones de acero y aluminio, así como altas tasas a productos chinos.
Algunas de estas decisiones comerciales están aún en suspenso (en abril el Gobierno estadounidense afirmó que se estaba planteando volver al TPP porque «cree en el libre comercio», las espadas de la negociación del TLCAN siguen en alto, y los aranceles del metal a la UE y otros países no se han materializado todavía), pero el efecto publicitario, especialmente de cara a su base electoral, ya se ha conseguido.
Más definitiva fue la que quizá haya sido, junto con la ruptura unilateral del pacto iraní, su decisión internacional más trascendental hasta ahora: la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático, en junio de 2017.
Al abandonar el tratado, Trump anunció que EE UU «cesará todas las implementaciones» de sus compromisos climáticos en el marco de París «a partir de hoy», lo que incluye la meta propuesta por Obama de reducir para 2025 las emisiones de gases de efecto invernadero entre un 26% y un 28% respecto a los niveles de 2005.
El acuerdo, dijo el mandatario, fue «negociado mal y con desesperación» por el Gobierno de Obama, «en detrimento» de la economía y el crecimiento de EE UU. Después, la famosa frase: «He sido elegido para representar a los ciudadanos de Pittsburgh, no de París».
Las ‘correciones’ de las políticas de Obama con respecto al medio ambiente también han tenido lugar de puertas adentro. En diciembre del año pasado, por ejemplo, Trump ordenó la mayor reducción de tierras públicas protegidas en la historia de EE UU, al recortar más de 9.200 kilómetros cuadrados en dos parques en Utah, una medida que fue alabada por los conservadores del estado y duramente criticada por ecologistas y tribus nativas. En concreto, Trump ordenó reducir sustancialmente la superficie de dos monumentos nacionales que habían resguardado tanto Obama, como Bill Clinton.
Además, Trump ha anunciado permisos para perforar el Ártico en busca de combustibles fósiles, y ha reactivado la construcción de polémicos oleoductos congelados por su antecesor en el cargo.
Otro de los grandes caballos de batalla de Trump ha sido, y sigue siendo, la inmigración, y también aquí su medida más controvertida hasta ahora (aparte de la construcción del muro en la frontera con México) es un disparo directo contra el legado de Obama: la eliminación del plan DACA, una iniciativa aprobada por el anterior inquilino de la Casa Blanca, que protege de la deportación a miles de jóvenes indocumentados que llegaron al país siendo menores de edad (los conocidos como dreamers, soñadores).
De momento, diversos reveses judiciales contra el Gobierno de Trump mantienen vivo el plan, y el propio presidente ha sido ambiguo sobre quién se vería afectado exactamente, al tiempo que es consciente del valor del DACA como moneda de cambio en la negociación que mantiene con el Congreso sobre su política migratoria (y el dinero que necesita para su muro).
Sin abandonar la política interior, la otra gran obsesión ‘anti-Obama’ de Trump es el sistema de protección sanitaria puesto en marcha por su predecesor, la norma conocida como Obamacare. Tumbarla fue una de sus promesas electorales estrella, y el magnate neoyorquino no se ha rendido aún, pero hasta ahora no ha contado con el apoyo suficiente en el Congreso para derogar y reemplazar la reforma.
El pasado mes de septiembre, la oposición de tres senadores hizo imposible aprobar el proyecto de ley impulsado por el presidente, en el que era ya su segundo intento. Días antes, no obstante, Trump anunció su intencion de asfixiar el programa, reduciendo en un 90% los fondos destinados a publicidad y ayuda para las inscripciones ciudadanas en el mercado de seguros médicos de la ley.
Por último, y volviendo al exterior, Trump ha dado marcha atrás, o al menos ha frenado en seco, con respecto a una de las decisiones de la anterior Administración calificadas como «históricas»: la apertura con Cuba y la progresiva normalización de las relaciones bilaterales, tras medio siglo de hostilidades.
En un discurso pronunciado el pasado mes de junio en Miami (donde se concentra la mayor cantidad de exiliados y disidentes cubanos en EE UU), el presidente anunció un cambio, «con efecto inmediato», de la política estadounidense hacia la isla, que incluye el mantenimiento del embargo comercial y financiero que había empezado a aliviar Obama, y su oposición a las peticiones internacionales de que el Congreso lo levante.
Una vez más, sin embargo, también en el caso de Cuba es importante distinguir entre las palabras y los hechos. Pese al lenguaje habitual de cambios radicales empleado por Trump, lo cierto es que sus medidas no anulan las relaciones diplomáticas con La Habana restablecidas por Obama, ni prohíben las conexiones aéreas y marítimas con la isla. De momento, tan solo se revisan algunos aspectos de la relación bilateral encaminados a reducir los pagos de estadounidenses a empresas controladas por militares cubanos, o a aumentar las restricciones de viajes individuales a Cuba.
Publicado originalmente en 20minutos
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Al 44º presidente de los Estados Unidos se le podrán reprochar muchas cosas, pero la falta de optimismo no es una de ellas. Cuando el pasado día 11, de vuelta en su querida Chicago, Barack Obama se despidió del pueblo estadounidense en su último discurso público (una nueva demostración de su brillante oratoria y de su capacidad para conectar con la gente), el todavía inquilino de la Casa Blanca recuperó, sin dudarlo, el histórico lema que le llevó hasta la presidencia por primera vez, hace ocho años. Ante una audiencia entregada que clamaba por el imposible («Four more years!», ¡cuatro años más!), y pese al ‘coitus interruptus’ de saber que en tan solo unos días ocupará su puesto un personaje como Donald Trump, Obama cerró sus palabras con el mismo mensaje de esperanza que convenció a millones de personas en 2008, haciendo posible la hazaña de situar por vez primera a un hombre negro en el cargo más importante del país, y, en muchos sentidos, del mundo: Yes, we can (Sí, podemos). Y luego añadió: Yes, we did (Sí, lo hicimos; sí, pudimos). Pero, ¿ha podido realmente?
En términos generales, Obama deja un país mejor que el que encontró, al menos en lo que respecta a la economía, pero también un buen número de expectativas frustradas o directamente incumplidas. El que fuera el candidato del «cambio» y la «esperanza»ha sido asimismo, para muchos, el presidente de las oportunidades perdidas, unas oportunidades que, a la vista de quien va a sentarse en el Despacho Oval a partir del próximo viernes, no van a volver a repetirse fácilmente. Y algunos de sus logros más importantes, como la reforma sanitaria o la migratoria, podrían tener los días contados.
En el exterior, Obama, premiado en 2009 con un Nobel de la Paz que resultó ser, probablemente, algo prematuro, tampoco puede presumir demasiado. El entusiasmo inicial que despertó en todo el mundo el cambio que el joven presidente suponía con respecto a su antecesor (George W. Bush), con sus acercamientos al mundo musulmán (qué lejos queda ya aquel famoso discurso en El Cairo), o sus decisiones de poner fin a dos guerras (Afganistán e Irak), se fue transformando poco a poco en decepción y, en muchas ocasiones, en más de lo mismo.
Quedarán, en el apartado del debe, sus fracasos en el trágico atolladero de Siria y en el moribundo proceso de paz palestino-israelí, o los miles de muertes causadas por sus drones (durante el mandato de Obama, EE UU ha bombardeado un total de siete países —Afganistán, Irak, Pakistán, Somalia, Yemen, Libia y Siria—, frente a los cuatro bombardeados por Bush —los cuatro primeros— ). En el apartado del haber, pasos históricos como la reapertura de relaciones con Cuba y el acuerdo nuclear con Irán, sus iniciativas en contra de la tortura, o momentos ‘cumbre’ como, dejando a un lado las normas del derecho internacional, el asesinato del líder de Al Qaeda y cerebro de los atentados del 11-S, Osama Bin Laden.
No obstante, y como siempre en estos casos, tan injusto sería culpar al presidente de todos los aspectos negativos ocurridos durante su mandato, como atribuirle en exclusiva todos los logros. La sociedad estadounidense, como la global, ha experimentado durante estos ocho años cambios muy profundos, unos cambios que han acabado traduciéndose, de algún modo, en una gran polarización ideológica y una evidente desconexión entre ciudadanos y politicos, de izquierda a derecha, reflejadas en manifestaciones tan distintas como el movimiento Occupy que se extendió por EE UU en 2011 tras el 15-M español, o la inesperada elección como presidente del millonario Donald Trump en 2016. Unos cambios que, al mismo tiempo, han permitido también hitos como el reconocimiento, en todo el país, de la legalidad del matrimonio entre homosexuales, o el hecho de que, por primera vez, una mujer (Hillary Clinton) haya estado a punto de ocupar la Casa Blanca.
Paradójicamente, ha sido durante el mandato del primer presidente negro cuando los hondos conflictos raciales tan presentes aún en EE UU han vuelto a exacerbarse (debido, sobre todo, a la violencia discriminatoria ejercida por la Policía contra ciudadanos negros), y ha sido también durante el mandato del que iba a ser «el presidente de la gente» cuando hemos conocido, por ejemplo, el masivo espionaje cibernético al que el Gobierno estadounidense somete a sus ciudadanos. A menudo, también es cierto, Obama se ha dado de frente contra el muro de la falta de apoyo político, especialmente en el Congreso, una cámara que ha estado férreamente dominada por los republicanos en estos últimos años: para cuando el presidente quiso apretar el acelerador de sus reformas, en el tramo final de su mandato, ya era demasiado tarde. A su pesar, Guantánamo sigue abierto, y el cambio en las leyes que regulan la posesión de armas, pendiente.
Tal vez el error, visto sobre todo desde Europa, o desde la Europa más de izquierdas, haya sido creer que Obama era un auténtico revolucionario, y no tanto lo que finalmente resultó ser: un presidente con honestas intenciones transformadoras, pero dependiente, al fin y al cabo, y no siempre en contra de su voluntad, de los mecanismos de poder (políticos, económicos, militares) y los valores tradicionales (capitalismo incuestionable, cierto chauvinismo) que siguen marcando buena parte de la realidad de su país.
Lo que parece claro es que Obama se va con la popularidad prácticamente intacta, un factor al que probablemente haya contribuido el clima viciado que ha caracterizado las últimas elecciones presidenciales. Según un último sondeo de Associated Press-Norc Center for Public Affairs, el 57% de los estadounidenses encuestados aprueban su gestión, lo que le sitúa muy por delante de su predecesor (Bush se fue con un 32%) y ligeramente por encima de Ronald Reagan (51%), aunque aún lejos de Bill Clinton (63%). Para el 27%, Obama ha sido incapaz de mantener su promesa de unificar el país, y uno de cada tres opina que ha incumplido sus compromisos, si bien el 44% cree que, al menos, lo ha intentado.
Obama asumió la presidencia de EE UU con una herencia, la de George W. Bush, que incluía, entre otras cosas, dos guerras, una crisis económica interna sin precedentes desde la Gran Depresión y una imagen de Estados Unidos en el mundo por los suelos. El nuevo presidente ofrecía, para empezar, un talante completamente distinto: más inteligente y tolerante, con un mejor carácter y un fino y agudo sentido del humor, educado en Harvard pero no elitista, soñador pero realista, progresista pero en modo alguno radical, e inmune (algo que ha logrado mantener) a cualquier escándalo de corrupción o de carácter personal. Repasamos ahora su legado, recordando también sus promesas y retos de hace ocho años, tanto en política exterior como en política interior.
Cuando Obama llegó al poder en enero de 2009, tres años antes del estallido de la ‘primavera árabe’, y ocho antes de la sangrienta irrupción de Estado Islámico, el nuevo presidente tenía ante sí tres desafíos fundamentales en lo que respecta a la región más convulsa del planeta: retirar las tropas estadounidenses de Irak y y lograr la estabilización del país, poner fin a la guerra en Afganistán, y contribuir a un proceso de paz real entre palestinos e israelíes. Ocho años después, la retirada de los soldados es una realidad en Irak, pero el país, asolado por el terrorismo yihadista, la división sectaria y la debilidad de su gobierno tras la nefasta gestión estadounidense que siguió a la invasión de 2003, está muy lejos de ser estable; la guerra de Afganistán se cerró más bien en falso (EE UU aún mantiene tropas allí); y el proceso de paz palestino-israelí está completamente muerto.
En el camino, las nuevas realidades de la zona han supuesto un desafío constante, al que la administración estadounidense no ha sabido responder adecuadamente. La tragedia de la guerra en Siria es, tal vez, el principal ejemplo: la política contradictoria y pasiva de Washington ha contribuido a perpetuar el conflicto y ha dado alas a la Rusia de Putin, cuyo apoyo incondicional al régimen de Asad sigue haciendo imposible una salida. Por otro lado, EE UU ha intentado distanciar su discurso de la política israelí, pero no ha presionado lo suficiente como para forzar avances en el proceso de paz, e incluso ha alcanzado niveles récord en la venta de armas a este país. Y en Yemen, donde otra guerra prácticamente olvidada sigue masacrando a la población, Washington mantiene su respaldo a la coalición, liderada por Arabia Saudí, que está lanzando las bombas.
Según explica a 20minutos.es Ignacio Álvarez-Osorio, profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad de Alicante y coordinador de Oriente Medio y el Magreb en la Fundación Alternativas, «la inacción, el distanciamiento y la parálisis» que han caracterizado la política «fallida, errática e improvisada» de Obama en Oriente Medio han dejado una región «bastante peor de lo que estaba hace ocho años», incluyendo la expansión de Estado Islámico, frente al que EE UU no ha sido capaz de oponer una estrategia verdaderamente eficaz. Aún reconociendo el condicionante de la herencia de Bush, Álvarez-Ossorio no duda en hablar de «gran decepción», tras un principio que parecía esperanzador, «gracias al discurso en El Cairo, o al hecho de que se dejase caer a Mubarak en Egipto».
Sin embargo, teniendo en cuenta las duras críticas recibidas por Bush a causa de su intervencionismo en la región, ¿qué opciones reales tenía Obama? «Podía haber explorado más otras alternativas, basadas en una diplomacia más coherente y en el multilateralismo, en buscar otros actores», explica Álvarez-Osorio. «El intervencionismo militar no es la única opción, pero es difícil ganar credibilidad cuando tus principales aliados siguen siendo países autocráticos, o cuando el distanciamiento de gobiernos como el saudí o el israelí es tan tibio».
El mayor logro conseguido por la administración de Obama en Oriente Medio es, sin duda, la consecución del acuerdo con Irán, un acuerdo que permitió controlar la escalada nuclear en este país y levantar las sanciones impuestas a Teherán; que, en cualquier caso, no es atribuible en exclusiva a la diplomacia estadounidense, y que está pendiente ahora de lo que pueda hacer con él el nuevo presidente Trump.
Junto con el acuerdo nuclear con Irán, el otro gran momento del mandato de Obama en política exterior ha sido la normalización de las relaciones con Cuba, un proceso cuya primera fase culminó en el histórico apretón de manos en La Habana entre el presidente estadounidense y el cubano, Raúl Castro, en marzo de 2016. Era la primera vez en 88 años que un mandatario de EE UU visitaba la isla, un gesto comparable, en significación histórica, a la visita que Obama hizo también a Hiroshima, la primera de un presidente estadounidense a la ciudad japonesa arrasada por la primera bomba atómica hace 50 años.
No obstante, tampoco aquí el éxito es atribuible tan solo a Obama. La situación de cierto aperturismo en la isla tras la retirada de Fidel Castro del poder, y el final de los años duros de George W. Bush fueron factores fundamentales. Y no hay que olvidar que, al igual que en lo referente a Irán, el nuevo presidente, Trump, tendrá la autoridad ejecutiva de revertir las propuestas diplomáticas de Obama para con la isla, incluyendo la relajación de las sanciones y las restricciones de viaje. Trump, de momento, mantiene abiertas «todas las opciones».
Con otro de los tradicionales antagonistas de EE UU, Corea del Norte, las cosas no han ido tan bien, aunque, en este caso, ha sido la postura aislacionista y beligerante del régimen dictatorial de Pionyang la que no ha contribuido, precisamente, a allanar el camino. La tensión nuclear, las provocaciones a los vecinos y los ensayos armamentísticos han seguido incrementándose, y los conatos de diálogo parecen haber pasado a mejor vida.
«Cuando Obama fue elegido en 2008 se generó una gran expectación en Europa», comenta a 20minutos.es Carlota García Encina, investigadora del Real Instituto Elcano y profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid: «Parecía, sobre todo en comparación con los años de Bush, que se iniciaba una nueva relación transatlántica, pero la generación de Obama no se siente tan ligada al Viejo Continente como las anteriores y, aunque en un primer momento el trato fue cordial, EE UU empezó a mirar cada vez más a Asia y a los países emergentes, y a dejar claro su deseo de que los países europeos se fuesen haciendo cargo de su propia defensa», añade.
Esta cierta distancia, no obstante, ha ido evolucionando a lo largo de todo el mandato, especialmente ante la magnitud de problemas globales como el terrorismo o la llegada masiva de refugiados, o debido a situaciones de crisis como la guerra en Ucrania. García Encina señala, en este sentido, que «Obama fue cada vez más consciente de que necesitaba una Europa fuerte, de que no existe una alternativa, y de que estadounidenses y europeos son quienes siguen haciéndose cargo de la mayoría de los problemas del mundo». «Por eso», agrega, «Obama ha venido insistiendo, sobre todo al final de su presidencia, en la necesidad de ‘más Europa’ [cuando apoyó la opción contraria al brexit, por ejemplo], y de una Europa más activa que reactiva».
La relación con el otro lado del Atlántico, sin embargo, ha estado marcada por la creciente tensión, cuando no enemistad directa, con la Rusia de Putin. Como recuerda García Encina, los planes de Obama para mejorar las relaciones con Moscú (ese «volver a empezar» que se propuso al inicio de su segundo mandato) se vieron truncados por la guerra en Ucrania y la anexión rusa de Crimea en 2014, y, especialmente, por el apoyo del Kremlin al régimen sirio de Bashar al Asad. Tras las acusaciones a Moscú de haber intervenido en la campaña electoral estadounidense, y a pesar del ‘idilio’ político entre Vladimir Putin y Donald Trump, restablecer una mínima normalidad entre ambas potencias no va a ser tarea fácil.
Antes de ser elegido presidente, Obama, quien llegó a ser acusado de «proteccionista encubierto» por su primer rival electoral, el republicano John McCain, se había mostrado partidario, en general, del libre comercio mundial, si bien matizando que «no todos los acuerdos son buenos». Al término de su mandato, el balance en este sentido es más bien pobre, con solo tres acuerdos implementados exitosamente (Panamá, Colombia y Corea del Sur), algo no necesariamente negativo para los detractores de este tipo de tratados, tanto desde la derecha más proteccionista («roban trabajo a los locales y favorecen a las empresas extranjeras»), como desde el activismo izquierdista («contribuyen a aumentar el poder de las grandes corporaciones frente a los gobiernos, y minan los derechos sociales y laborales»).
Los dos grandes objetivos de su administración fueron el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) y la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP). El TPP, firmado en febrero de 2016 por 12 países que, juntos, representan el 40% de la economía mundial, todavía no ha sido ratificado y, teniendo en cuenta que Trump ha anunciado la retirada estadounidense del mismo, su futuro es, siendo optimistas, incierto. Mientras, el TTIP, la controvertida propuesta de libre comercio entre EE UU y la UE, sigue negociándose, pero está siendo abandonada por cada vez más políticos a ambos lados del Atlántico. «A diferencia de lo que ocurre en Europa», indica García Encina, «el TTIP no está en el debate público en EE UU; es un asunto de Washington».
Obama llegó al poder en mitad de una crisis económica descomunal, cuyos efectos aún siguen sufriéndose en medio mundo. Con más de 9 millones de parados, el desempleo afectaba al 6,7% de la población activa; la deuda pública superaba los 10.600 millones de dólares; la industria financiera estaba a un paso del colapso, y 700.000 millones de dólares eran dedicados a gasto militar. Grandes empresas habían quebrado, la confianza de los inversores era prácticamente inexistente, había decrecido alarmantemente la capacidad adquisitiva y, por tanto, el consumo; la industria automovilística (uno de los motores del país) estaba en coma, y el déficit presupuestario alcanzaba un registro histórico de 483.000 millones de dólares, sin contar con los 700.000 millones del erario público destinados a rescatar, principalmente, a los bancos y entidades financieras a la vez causantes y víctimas de buena parte de la crisis.
Al inicio de su primer mandato, Obama impulsó un importante paquete de estímulo económico y una serie de reformas legales y financieras que, poco a poco, han ido dando frutos. Su gobierno supervisó la salvación de General Motors, implementó un Programa de Viviendas Asequibles que evitó que millones de propietarios perdieran sus casas al permitirles refinanciar sus hipotecas, y negoció un acuerdo que anuló muchos de los recortes de impuestos aprobados en la era de George W. Bush, a cambio de congelar el gasto general, e incluyendo importantes medidas fiscales como la Ley de Recuperación y Reinversión de 2009.
Ocho años después, el desempleo ha caído al 4,6%, el nivel más bajo desde 2007, y la creación de puestos de trabajo sigue estable, con 178.000 nuevos empleos registrados el pasado mes de noviembre. Además, y pese a que Obama no ha conseguido avances en su empeño por aumentar el salario mínimo federal (el Congreso, dominado por los republicanos, se ha opuesto sistemáticamente), o a que el poder adquisitivo sigue sin alcanzar los niveles esperados (el ingreso de los hogares en 2015 seguía siendo inferior al de 2007), los sueldos, en general, han empezado a recuperarse (aunque sigue existiendo desigualdad entre hombres y mujeres), y el mercado de valores está alcanzando nuevos máximos.
Según un informe del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, el crecimiento de los salarios reales ha sido en estos últimos años el más rápido desde principios de la década de los setenta, y en el tercer trimestre de 2016, la economía estadounidense creció un 11,5% por encima del máximo registrado antes de la crisis, con la renta per capita situada un 4% sobre los niveles anteriores a 2009.
La reforma del sistema sanitario estadounidense fue, desde un principio, la gran apuesta de Barack Obama, y también el principal blanco de los ataques al presidente provenientes de los sectores más conservadores. Su implementación, aunque fuese rebajando en parte sus ambiciosos planes iniciales, ha sido, según él mismo, su gran legado. Su futuro, considerando que Trump ha prometido hincarle el diente («suspenderla» y «aprobar una propuesta mejor») nada más asumir la presidencia, está en el aire.
Básicamente, el llamado Obamacare, el paquete de reformas sanitarias aprobado en 2010, tiene como objetivo permitir un mayor acceso de los ciudadanos al sistema de salud, en un país donde no existe una sanidad pública como tal. Los estadounidenses pueden ahora comprar seguros médicos federalmente regulados y subsidiados por el Estado, lo que ha permitido que el porcentaje de personas sin protección se haya reducido del 15,7% (un total de 30 millones) en 2011 al 9,1% en 2015.
La ley, por ejemplo, prohíbe a las compañías de seguros tener en cuenta condiciones preexistentes, y les exige otorgar cobertura a todos los solicitantes, ofreciéndoles las mismas tarifas sin importar su estado de salud o su sexo. Además, aumenta las subvenciones y la cobertura de Medicaid, el programa de seguros de salud del Gobierno.
La reforma, sin embargo, ha tenido que convivir con serios problemas, incluyendo el hecho de que varios estados gobernados por republicanos se han negado a aplicar su parte, o graves dificultades informáticas que fueron ampliamente divulgadas por la prensa y utilizadas por la oposición, disparando las críticas de sus detractores.
La reforma migratoria fue, junto con la sanitaria, la otra gran promesa de Obama durante la campaña electoral que le llevó a la Casa Blanca en 2008, pero sus esfuerzos por que el Congreso la sacase adelante cayeron una y otra vez en saco roto. Finalmente, nada más ser reelegido, el presidente anunció que no estaba dispuesto a seguir esperando, y que aprobaría una serie de medidas por decreto (acción ejecutiva). Lo hizo, finalmente, y entre las airadas críticas de los republicanos, en 2014.
Esta ‘minireforma’ no afectaba a aspectos como la ciudadanía o la residencia permanente (Obama no podía llegar tan lejos, con la ley en la mano), pero sí permitía regularizar la situación de cerca de la mitad de los inmigrantes indocumentados que residen en el país (unos cinco millones, de un total de 11 millones de ‘sin papeles’). En concreto, la reforma afectaba a aquellos que tienen hijos que son ciudadanos estadounidenses o residentes permanentes, y que pueden demostrar que llevan en el país desde antes del 1 de enero de 2010 y carecen de antecedentes criminales. La ley está ahora suspendida por una larga batalla legal en la que se ha cuestionado su constitucionalidad.
Por otro lado, la dura y xenófoba retórica anti-inmigración del presidente electo, Donald Trump, ha hecho olvidar a menudo que la administración de Obama ostenta el récord de deportaciones de EE UU hasta la fecha, con una media de 400.000 al año. Según datos del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), el gobierno de Obama deportó a cerca de 2,5 millones de inmigrantes entre 2009 y 2015. El mayor número de deportaciones se produjo en 2012, cuando fueron expulsadas 410.000 personas, alrededor del doble que en 2003. Un informe de 2013 del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE UU señalaba que alrededor de 369.000 inmigrantes irregulares fueron deportados durante ese año. La mayoría de los deportados, 241.493, eran mexicanos.
Las afirmaciones de Donald Trump según las cuales la criminalidad en EE UU está «peor que nunca» son falsas. Es cierto que en algunas grandes ciudades ha crecido la tasa de homicidios, pero, en general, los índices de delincuencia han bajado de forma constante durante los ocho años de gobierno de Barack Obama, uno de cuyos grandes objetivos (no cumplido del todo) ha sido la reforma del sistema de justicia penal y, en especial, intentar acabar con la discriminación racial que conlleva actualmente.
Como destaca la BBC en un repaso al legado de Obama en este aspecto crucial de la política doméstica, en 2010 el presidente firmó la llamada Acta de Sentencias, con la que se equiparararon las penas por posesión de crack y de cocaína en polvo. Hasta entonces, los castigos para los condenados por lo primero, la mayoría ciudadanos afroamericanoss, eran muy severas. En ese mismo año, Obama firmó otra ley que establece que el tiempo mínimo de prisión obligatoria por posesión de cocaína, que suele implicar desproporcionadamente a delincuentes de raza negra, sea más acorde con las penas de cocaína en polvo.
En enero de 2016, por otra parte, Obama tomó una serie de medidas ejecutivas destinadas a limitar el uso del aislamiento en las cárceles federales y proporcionar un mejor trato a los reclusos con enfermedades mentales. También ha utilizado su poder presidencial para conmutar las penas por drogas a más de 1.000 infractores no violentos, y ha apoyado una política del Departamento de Justicia que dio lugar a la liberación anticipada de unos 6.000 reclusos.
Su gran frustración, no obstante, ha sido no poder lograr un mayor control sobre la posesión de armas de fuego. Tras la matanza de la escuela primaria de Sandy Hook en Connecticut, el 14 de diciembre de 2012, Obama pidió mayores restricciones, algo en lo que ha insistido desde entonces, públicamente, varias veces. Sin embargo, debido al poder de presión de lobbies como la Asociación Nacional del Rifle, y a la oposición del ala más conservadora del Congreso, al final no ha podido promulgar nuevas políticas importantes al respecto.
Antes de ser elegido por primera vez, Obama prometió que cerraría la base estadounidense de Guantánamo, en Cuba, lo antes posible. De hecho, en la primera semana tras su toma de posesión (el segundo día, para ser exactos), el nuevo presidente firmó un decreto que contemplaba la clausura definitiva, «en menos de un año», de esta prisión militar, un complejo penitenciario fuera de la ley por el que habían pasado entonces casi 800 hombres, considerados por EE UU «combatientes enemigos ilegales»; la mayoría de ellos, acusados de pertenecer a los talibanes o a Al Qaeda, algunos sometidos a torturas, y ninguno con el derecho reconocido a un juicio previo o a la representación de un abogado. Ocho años después, y aunque con menos prisioneros (45 en la actualidad, frente a los 242 reos que había en 2009), el gran símbolo de la ‘guerra contra el terror’ de George W. Bush sigue abierto.
A lo largo de estos ocho años, Obama ha intentado en numerosas ocasiones hacer efectivo el cierre de la prisión, pero se ha encontrado una y otra vez con el rechazo y las restricciones del Congreso, reacio, principalmente, al traslado a suelo estadounidense de prisioneros que supondría la clausura de la base. En respuesta, la administración de Obama ha ido llevando a cabo un plan de transferencia de prisioneros a otros países, pero no ha sido suficiente.
Obama llegó a la Casa Blanca con una agenda medioambiental muy clara y es justo reconocer que ha tratado de cumplirla. El presidente ha intentado impulsar las energías renovables, promoviendo la construcción de más plantas solares y tomando medidas para modernizar la industria y hacerla menos dependiente del carbón. También prohibió perforaciones petroleras en el Atlántico y el Ártico, y participó activamente en el debate internacional sobre el calentamiento global, contribuyendo de forma determinante a la negociación del gran acuerdo para combatir el cambio climático que 195 países firmaron durante el COP21 en París, en diciembre de 2015.
Este acuerdo, ratificado por EE UU (y amenazado ahora por la postura en contra de Trump), estableció una serie de nuevas regulaciones que controlan la contaminación de las centrales eléctricas de carbón y limitan la minería del carbón y la perforación de petróleo y gas, tanto en tierras continentales como en aguas costeras.
Además, el presidente estadounidense hizo uso de su autoridad ejecutiva para designar un total de 548 millones de acres (más de 2,2 millones de Km²) de territorio como hábitat protegido, más que cualquier presidente anterior.
Obama, sin embargo, dejó pasar también oportunidades importantes. A principios de su mandato, cuando los demócratas tenían aún mayoría, el Congreso llegó a aprobar un estricto programa para controlar las emisiones de carbono. El Senado, sin embargo, dio prioridad a las reformas financiera y sanitaria, y, para cuando la ley volvió al Congreso, los demócratas estaban ya en minoría.
Publicado originalmente en 20minutos
Al 44º presidente de los Estados Unidos se le podrán reprochar muchas cosas, pero la falta de optimismo no es una de ellas. Cuando el pasado día 11, de vuelta en su querida Chicago, Barack Obama se despidió del pueblo… Leer