El mural ‘Investidura de Zimri-Lim’, hallado en el Palacio Real de Mari (actual Siria) y conservado en el Museo del Louvre. Foto: Marie-Lan Nguyen / Wikimedia Commons
Los habitantes de las antiguas ciudades-estado de Oriente Medio disfrutaban de una vibrante vida social y económica centrada en las instituciones de los palacios y los templos, con el apoyo de las comunidades agrícolas y pastoriles de los alrededores. Las personas, los bienes y las ideas fluían entre estas ciudades generando una esfera cultural en la que se conservaban fuertes identidades y costumbres locales.
Una de esas costumbres, surgida en el área de Siria, fue la figura del acróbata profesional, o huppû, adscrito a la corte real.
La primera mención conocida del huppû se encuentra en documentos administrativos de la antigua ciudad de Ebla (Tell Mardikh), en Siria, que datan de en torno al año 2320 a. C. Los detalles de la profesión se pueden reconstruir a partir de fragmentos de información en un archivo real (1771-1764 a. C.) de unas 20.000 tablillas conservadas en la vecina ciudad de Mari (Tell Hariri), en el río Éufrates.
Los registros contables y las cartas personales revelan grupos de huppû que actuaban varias veces al mes en eventos especiales para celebrar el regreso del rey a la ciudad, la llegada de visitantes importantes y festivales religiosos. El programa del festival de la diosa Ishtar incluía huppû, luchadores y sacerdotes de lamentaciones que cantaban en el antiguo idioma sumerio acompañados de tambores.
Estos espectáculos eran tan admirados que el elenco y el equipo acompañaban al rey para entretenerlo y actuar en reinos extranjeros.
El oficio del ‘huppû’
Solo han perdurado dos términos de los que se utilizaban para describir las actuaciones del huppû, y ambos evocan un festín visual de movimiento y gran energía.
El primero, mēlulu, significaba «jugar», «actuar» o «luchar».
El segundo, nabalkutu, se aplicaba a toda una gama de acciones audaces y dinámicas: «quitar un obstáculo», «rebelarse contra la autoridad», «ponerse patas arriba», «cambiar de bando», «caer» (como un pájaro en vuelo) y «rodar» (aplicado también a una ola o un terremoto).
Podemos imaginar grupos de huppû exhibiendo una combinación coreografiada de proezas acrobáticas y danzas, armonizando la fuerza física y el control con la expresión corporal para ganarse a la audiencia.
El oficio era, al parecer, una actividad exclusivamente masculina. No hay registros de formas femeninas del sustantivo huppû, ni ningún huppû documentado con un nombre femenino.
Detalle de una pintura mural del Palacio Real de Zimri-Lim, en Mari (c. 1780 a. C.), conservada en el Louvre. Foto: Rama / Wikimedia Commons
El acceso a una educación formal en la escritura y las artes en la antigua Siria, como en otras partes de Oriente Próximo, estaba determinado principalmente por el estatus familiar: la mayoría de los niños seguían los pasos de sus padres.
Existían conservatorios especializados para músicos y cantantes prometedores, masculinos y femeninos, y, al igual que sucede con los atletas modernos, los jóvenes aprendices masculinos de huppû eran enviados a academias dedicadas al aprendizaje y el dominio del oficio, a través de años de ejercicios repetitivos y extenuantes.
La correspondencia entre la élite alfabetizada que se conserva parece indicar que la separación entre conservatorios artísticos y academias deportivas reflejaba a su vez una división entre mente y cuerpo en los valores culturales.
La tensión existente entre las escuelas aparece en una carta escrita por el agobiado líder de la compañía real de huppû, Piradi, al rey Zimri-Lim, fechada alrededor del año 1763 a. C.
Apelando primero al buen juicio del rey («mi señor sabe cuándo miento y cuándo no»), Piradi continúa lamentando la subestimada dificultad de su arte (un agravio confirmado hasta cierto punto por la disparidad salarial entre músicos y acróbatas en las cuentas reales) y el desprecio que sufre por parte de los músicos.
Como escribe, de hecho, un músico: «Si rompo mi juramento, ¡pueden perseguirme y convertirme en un huppû!».
La vida del ‘huppû’
Los miembros de la compañía vivían fuera del palacio y probablemente tenían familias, aunque no siempre felices: a juzgar por la declaración de Piradi, una mujer acababa de salir de su casa y robarle sus posesiones.
El empleo era ocasional. Los pagos se cobraban después de las representaciones, probablemente varias veces al mes, en forma de siclos de plata.
Una lista que se ha conservado de los desembolsos del palacio para un viaje a una ciudad vecina apunta a una vida razonable: un huppû ordinario cobró un siclo; el segundo al mando, dos; el principal, cinco.
(Para ponerlo en perspectiva, con un siclo de plata podían comprarse 300 kilos de cebada).
El huppû principal tenía un papel especialmente privilegiado. Piradi disfrutaba de acceso directo al oído del rey, y conseguía lujosos obsequios, como prendas de «primera calidad», armas de plata y vino.
En una profesión tan competitiva, no obstante, el puesto de jefe de compañía era muy estresante.
Los huppû de la ciudad de Mari vivían con la amenaza siempre presente de la competencia externa, especialmente de sus rivales de la famosa escuela huppû de la cercana Halep (la actual Alepo), y de la posible falta de trabajo o los despidos que pudiera suponer la llegada de un nuevo gobernante dispuesto a recortar los fondos para las artes.
Un legado duradero
La profesión de huppû se mantuvo bajo el mismo nombre, y probablemente de la misma forma, durante más de mil años.
Así lo refleja por un contrato legal firmado en el año 628 a. C. por un entrenador huppû privado llamado Nanā-uzelli, a unos 450 kilómetros de Mari, en Borsippa, cerca de Babilonia, en el actual Irak. Por el precio de dos siclos de plata, entrenaría al hijo de un hombre por un periodo de dos años y cinco meses.
Otra prueba de la gran expansión que tuvo el oficio de huppû a través de Oriente Medio, desde su tierra natal en Siria, es una escena de un banquete real grabada dentro de un cuenco de bronce elamita del suroeste de Irán, de alrededor del año 600 a. C.
El cuenco, una de las representaciones más antiguas de su tipo, muestra un conjunto de músicos que actúan junto a una compañía de acróbatas que se inclinan hacia atrás, se balancean sobre unos zancos y caminan con las manos.
La próxima vez que veas gimnasia, o acróbatas en el circo, piensa en cómo los seres humanos han estado llevando sus cuerpos al límite desde hace miles de años.
Javier Alvarez-Mon es profesor de Arqueología y Arte de Próximo Oriente en la Universidad de Macquarie (Sídney, Australia).
Yasmina Wicks es investigadora de postdoctorado en la Universidad de Macquarie.
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Restos del arco de entrada al Templo de Bel, en Palmira (Siria), en marzo de 2016. Las ruinas del templo fueron destruidas por Estado Islámico en agosto de 2015. Foto: Jawad Shaar / Tasnim News Agency / Wikimedia Commons
El hundimiento de los regímenes políticos en el Próximo y Medio Oriente, tras la Guerra de Irak (2001–2003) y la Guerra de Siria después del fracaso de la primavera árabe en 2011, propició el surgimiento de movimientos políticos fuertemente ideologizados con una concepción religiosa radical como Estado Islámico (EI) o Daesh.
En los territorios que permanecieron bajo su control se llevaron a cabo una serie de acciones presentadas como la aplicación estricta de los principios islámicos, pero que, de hecho, suponían ataques contra la concepción occidental de la sociedad, como la destrucción de la biblioteca de Mosul y el saqueo de museos y yacimientos arqueológicos como Nimrud, Hatra, Dur Sharrukin (Khorsabad), incluyendo el palacio de Senaquerib, y especialmente el conjunto arqueológico de la ciudad de Palmira, considerada Patrimonio de la Humanidad (World Heritage Site) por la UNESCO desde 1980, donde fueron destruidos los templos de Bel y Baalshamin, el León de A–lat, el Arco monumental, la Torre de Elahbel y diversas secciones del castillo.
No se trata únicamente de una reafirmación ideológica, sino de la transmisión de un mensaje al mundo occidental que entiende los monumentos histórico-arqueológicos como elementos esenciales de un pasado cultural e ideológico común de la Humanidad. Esta moderna iconoclastia constituye un acto político y propagandístico, que llegó incluso a la decapitación pública del conservador del centro arqueológico, Khaled al–Asaad, acusado de apostasía e idolatría.
Las destrucciones realizadas por Estado islámico desde 2004 no constituyen una excepción, al sumarse, entre otros, al saqueo de los museos egipcios durante las revueltas políticas entre 2011 y 2013, o la voladura por los talibanes de los budas de Bamiyan, también patrimonio de la UNESCO, en 2001.
Borrar el pasado, herramienta de control
El trasfondo ideológico para dichas destrucciones no es únicamente la defensa del monoteísmo, sino una versión moderna de la Damnatio memoriae (condena y eliminación de la memoria) romana, un intento de borrar la existencia de una determinada estructura social y cultural en un territorio como sistema para negar el derecho a la existencia representado por los elementos icónicos de su pasado.
Destruir el pasado significa negar el presente y, especialmente, el futuro. Infamar los vestigios del pasado es también una herramienta político–social destinada a reafirmar la posesión de un territorio mediante la desaparición de los elementos tangibles de su historia. Es una forma de desarraigo.
La iconoclastia incluye, no obstante, problemáticas diferentes. En otros casos, la destrucción de los símbolos del pasado puede simbolizar una revisión de la propia historia, entendiendo que los cambios sociales contemporáneos deben aplicarse también a la construcción del discurso narrativo del pasado. Es el caso de las estatuas confederadas en Estados Unidos.
Beneficio económico y mercado clandestino
Las destrucciones de yacimientos arqueológicos por parte de Estado Islámico tienen también un claro componente de beneficio económico. El saqueo de los museos de Irak durante la invasión de 2003 propició la entrada en el circuito semiclandestino de antigüedades de un gran número de materiales arqueológicos, en parte perdidos definitivamente dentro de las redes ilegales del mercado negro de obras de arte.
Ese saqueo fue seguido por el intento de forzar una modificación de la legislación iraquí para permitir la exportación legal del patrimonio histórico–arqueológico. Con la justificación de preservar una herencia cultural común, se actualizaron las prácticas coloniales que supusieron la exportación del patrimonio arqueológico de Mesopotamia, el Próximo Oriente y Egipto entre finales del siglo XVIII y el siglo XX. Estas son las principales colecciones de los museos europeos y estadounidenses.
Estos materiales, junto a los procedentes de los territorios subsaharianos, asiáticos y oceánicos, se encuentran en muchos casos en litigio de devolución tras las reclamaciones de los países de procedencia. Los pleitos sólo en una pequeña parte culminan con el retorno de los mismos. Esto hace perdurar la fractura y el despojo del patrimonio en aplicación de principios neocoloniales derivados de una errónea, pero arraigada, idea de superioridad cultural.
Financiación de Daesh
El tráfico de antigüedades ha constituido durante años una de las principales fuentes de financiación de Daesh.Exporta el producto de sus expolios a través de las permeables fronteras de Turquía, Jordania y el Líbano con la complicidad activa y pasiva de las redes de tráfico de obras de arte y las autoridades políticas, responsables de la comercialización y del cierre de las fronteras.
Se trata de un tráfico que ha comportado un volumen tan elevado de exportaciones ilegales, realizado casi sin enmascaramiento, que forzó la resolución 2199 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas de 15 de marzo de 2015 por la que se declaraba ilegal el comercio de obras de arte histórico–arqueológicas procedentes de Irak y Siria.
Relieve funerario de Palmira, antes y después de la guerra en Siria. Fotos: Gianfranco Gazzetti / Wikimedia Commons – Hamed Jafarnejad / Tasnim News Agency / Wikimedia Commons
Este intento por combatir el tráfico ilícito no tiene muchas posibilidades de servir, al depender fundamentalmente de la voluntad de dos grupos de gobiernos: aquellos que deben impedir el tránsito de los materiales procedentes del saqueo de museos y yacimientos por su territorio, y los que albergan puertos francos de depósito y «enfriamiento» de los materiales antes de que, una vez «blanqueados», pueden incorporarse al mercado clandestino del arte y, lo que es peor, en muchas ocasiones al comercio legal.
En concreto, la resolución de Naciones Unidas incluía: la condena a la destrucción de enclaves del patrimonio cultural de Irak y Siria, con especial mención a los edificios de carácter religioso; la prohibición de llevar a cabo cualquier tipo de tráfico de antigüedades con organizaciones como ISIL, ANF y Al Qaeda; la reafirmación de la ilegalidad del tráfico de obras de arte procedentes de Irak; y la declaración como ilegal del tráfico de obras de arte procedentes de Siria.
¿Hasta dónde llega el patrimonio?
En todo caso, las iniciativas de la ONU y la UNESCO se han demostrado ineficaces debido a la propia extensión de la idea de lo que es y significa el patrimonio histórico–arqueológico en muchos países, cuyos dirigentes llegan a considerar dicha destrucción como un problema menor dentro de las tensiones políticas, sociales y económicas que les afectan, mucho más profundas y acuciantes que la conservación de las obras de arte.
Posiblemente, entra en juego también una decisión calculada de minimizar la expansión de Estado Islámico dentro de una política de contención de daños que pasa por la colaboración encubierta. Como en cualquier transacción económica, existe la venta como resultado de una creciente demanda, pero no se actúa con la suficiente firmeza frente a las redes de tráfico ni tampoco ante los intermediarios en las transacciones ni los receptores de los materiales, dado que, con excepción de las piezas mejor conocidas y catalogadas, el mercado de materiales arqueológicos y de obras de arte se nutre del desconocimiento de la procedencia y del blanqueo a que son sometidos los objetos expoliados.
Dos décadas de destrucción y expolio
La problemática indicada no dispone de una solución a corto plazo pese a que haga ya más de dos décadas de su inicio. Cabe recordar que todavía en la actualidad, y después de tres cuartos de siglo del final de la Segunda Guerra Mundial, las consecuencias del saqueo de los tesoros artísticos europeos por la Alemania nazi continúan sin resolverse. Eso pese a la ingente labor realizada, incluyendo, en el caso de Francia, la creación y difusión de fondos documentales destinados a la identificación de los propietarios legítimos de obras que forman parte de las colecciones nacionales francesas y, en su caso, proceder a su devolución.
Si el citado es un caso difícil pero asumible dado que muchas de las piezas estaban catalogadas antes de 1939, en el caso de los bienes procedentes del saqueo contemporáneo de yacimientos arqueológicos realizados sin ningún tipo de registro técnico, el problema puede llegar a ser irresoluble.
Glòria Munilla Cabrillana es profesora agregada de Estudios de Artes y Humanidades y directora del Máster Interuniversitario del Mediterráneo Antiguo en la Universitat Oberta de Catalunya.
Publicado originalmente en The Conversation bajo licencia Creative Commons el 14/7/2021
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El grupo libanés Mashrou’ Leila, en 2018. Foto: Schorle / Wikimedia Commons
Ocurre de vez en cuando: una estrella anglosajona —por ejemplo, Damon Albarn— se junta con músicos del Sur Global —por ejemplo, The Orchestra of Syrian Musicians— y el resultado nos deslumbra. O un grupo europeo —por ejemplo, The Blaze— graba un videoclip bellísimo que muestra a un migrante que regresa al lugar donde nació —por ejemplo Argelia— y nos emocionamos. O, con menos frecuencia, plataformas como Boiler Room nos traen la música de una estrella siria —por ejemplo, Omar Souleyman—, tunecina o maliense. Entonces, recordamos —nosotros, que presumimos de saber todo lo que ocurre en los sótanos de Madrid y Glasgow— que la música no se acaba donde termina el alfabeto latino y aparece una curiosidad difícil de saciar.
Intentar abarcar una escena completa (imaginemos: «el rock radical vasco», «los años de la ruta destroyer») en un texto breve siempre implica, por cada acierto, muchas arbitrariedades y omisiones. Intentar abarcar la producción musical reciente de unos 280 millones de personas (el número de hablantes del árabe) tiene, en el mejor de los casos, algo de empeño quijotesco, y en el peor, algo de fantasía taxonómica. Sin embargo, en la práctica es el mercado el que aplasta con su rodillo incluso estas fantasías discutibles y el que impide —mediante sus algoritmos de recomendación o mediante la imagen que los medios generalistas dibujan de los países árabes— que lleguen a nuestros oídos las canciones que se producen y comparten en lugares como Soukra, El Cairo o Manama.
Son muy pocos los grupos y solistas que, desde el mundo árabe, alcanzan el circuito de festivales occidental (algo importante para la difusión de su mensaje, puesto que en lugares como Bahréin o Tánger los músicos están entre los primeros que padecen la falta de libertad de expresión y son reprimidos), y son muy pocos los medios que prestan atención a sus lanzamientos. En este sentido, lo que sigue es solo una iniciación deficiente: un intento de recoger tres o cuatro ideas o movimientos principales y una lista de nombres valiosos escogidos, sobre todo, mediante el azar que dirige las derivas virtuales de link en link. Pero si te interesa lo que sigue, vas a necesitar mucha más información, así que en cuanto puedas visita el blog del periodista Andy Morgan, siempre al tanto de lo que suena en el Sáhara; descárgate la aplicación Mideast Tunes, una potente alternativa a Spotify creada por la activista Esra’a Al Shafei; únete al grupo de Facebook 𐌀CID 𐌀RAB, activo y lleno de novedades; y, claro, escucha Mediterráneo (Radio 3), conducido por Pilar Sampietro.
Amplificadores en la arena
A finales de los años 80 el raï era la sensación. Algunos vieron en este género, que surge en Orán y añade sintetizadores y batería a las flautas, panderos y darbukas de la música tradicional magrebí, una respuesta a las décadas de partido único y rigorismo islámico en Argelia. El raï llegó a Europa a través de París y se integró entre los géneros urbanos de aquella ciudad gracias a dos emisoras de radio que hoy siguen emitiendo.
Las estrellas del raï, como Cheb Khaled, disponen de millones de suscriptores en sus canales de YouTube y defienden un estilo de vida hedonista que incluye un abundante consumo de alcohol («no queremos beber, queremos emborracharnos; no queremos cantar, queremos gritar»). Estos estribillos impíos han costado la vida a más de un intérprete, como Cheb Aziz o Cheb Hasni, asesinados a mediados de los años 90, pero forman parte de la esencia transgresora y rebelde del género, frente al que el gobierno argelino ha mantenido posiciones cambiantes (desde la prohibición hasta el reconocimiento). Ahora el raï es una parte importante de la industria discográfica francesa y, si algunos lo compararon durante su despegue con el blues (por sus temas, por su vocación marginal), finalmente sus hibridaciones más interesantes se han dado con el reggae y con el jazz.
La tesis fundamental de La música: una historia subversiva, de Ted Gioia (Turner, 2020), es que la innovación musical siempre procede de los entornos más desfavorecidos. La pintura y la escultura necesitarían del poder y los mecenas para desarrollarse, la novela solo se explicaría a partir del tiempo libre del que goza la burguesía en el siglo XIX, mientras que, por el contrario, los nuevos modos de expresión musical casi siempre surgen, desafiantes, de los «esclavos, bohemios, rebeldes y otros individuos excluidos de las posiciones de poder que sienten poca lealtad hacia las formas de actuar y las actitudes dominantes de las sociedades en las que viven».
En Malí y Níger, el pueblo tuareg ha estado marginado durante décadas. Protagonistas de cuatro rebeliones, la última en 2012 (terminó con la fundación del Estado de Azawad, no reconocido internacionalmente), los tuaregs son, además de los habitantes más pobres del Sáhara según el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, los herederos de una riquísima tradición musical y los verdaderos bluesmen del desierto, por usar una etiqueta espectacular pero también precisa.
Ali Farka Touré fue uno de los pioneros. Ingeniero de sonido, en los años 80 alcanza el éxito internacional con su disco homónimo. Sus canciones, que recuerdan a las de John Lee Hooker por la superposición de ritmos, suelen estar escritas en lengua songhay, lingua franca a lo largo del río Níger. Pero si las referencias de Touré son occidentales, Tinariwen son los primeros en incorporar la guitarra eléctrica a los sonidos del desierto. Mientras en España algunos acoplaban sus amplificadores al flamenco, ellos inauguraban el rock tuareg, en el que la percusión la protagoniza el tende y no la batería y aparece un sonido parecido al de la slide guitar gracias al imzad.
Tinariwen funciona como un colectivo —su formación varía de gira en gira, muchos de sus integrantes son nómadas— liderado por Ibrahim Ag Alhabib. Ibrahim a menudo cita a un misterioso personaje llamado Aziz como principal influencia del grupo, aunque su mentor fue Boubacar Traoré y también se interesó por estrellas del pop como Boney M o Kenny Rogers.
Durante los años 80, Tinariwen se convirtió en la voz de los ishumaren (literalmente: desempleado), una generación de tuaregs que vagaban por el Sáhara soñando con fundar un Estado propio. Tras la paz de 1996 (los tuareg se integraron en Malí durante algunos años), Ibrahim decide ser músico a tiempo completo y, gracias a la amistad con el grupo francés Lo’Jo (que mezcla el folklore gitano con el norteafricano), su grupo comienza a tener éxito en Europa.
Tinariwen —que parecen haber influido en bandas como los sevillanos Pony Bravo— abrieron las puertas del mercado europeo a muchos grupos que han seguido explorando su estilo lisérgico basado en guitarras hipnóticas, como Oumara Bombino o Kel Assouf. Por cierto, en 2020 la revelación en el género —y bastante más allá— fueron Bab L’Bluz, una formación francomarroquí liderada por Yousra Mansour que, como las anteriores, mezcla su herencia bereber con la psicodelia de, por ejemplo, Brian Jones (o al revés: el miembro de los Rolling Stones prestó mucha atención a la música marroquí y grabó un álbum en 1968 acompañado por los Músicos Maestros de Jajouka).
El hip hop es para la primavera
Más al norte, en las ciudades mediterráneas de Túnez y Egipto (especialmente, aunque las protestas se extendieron por muchos más países), entre 2010 y 2012, se produjeron las manifestaciones que terminarían por agruparse bajo el nombre de «primavera árabe». Entonces las movilizaciones se sucedieron a una velocidad tan sorprendente (solo se puede explicar mediante el uso masivo de las redes sociales) que muchos analistas declararon que fue imposible preverlas, pero otros vieron en las comunidades formadas por músicos y melómanos el germen de aquel movimiento: las continuas resistencias a pequeña escala ejercidas por músicos cada vez más politizados contra la tiranía gubernamental habrían anticipado los sucesos de la plaza Tahrir.
La música es uno de los aglutinantes más efectivos para generar redes afectivas o políticas y esto lo saben bien los ultras de los equipos de fútbol, que elaboran mediante sus cánticos una parte importantísima de su identidad. Curiosamente, los ultras, acostumbrados a enfrentarse a la policía, jugaron un papel importante en la lucha contra el régimen de Mubarak. Sus cánticos se convirtieron en himnos improvisados de la revolución junto a los temas de varios raperos.
La buena salud del rap egipcio, que nace en Alejandría (donde se funda hace 14 años el colectivo Revolution), puede comprobarse en la plataforma Mideast Tunes. Allí existen más de 70 artistas agrupados bajo esta etiqueta. Arabian Knigthz son el trío más conocido desde que lanzaron Rebel el día que el gobierno desbloqueó internet (tras su bloqueo unos días atrás, en febrero de 2011); pero hay cientos de solistas y bandas que escriben sobre la situación política de su país aprovechando los esquemas del rap noventero americano (admiran a Tupac Shakur o a Notorious B.I.G.).
Simultáneamente, en los suburbios de Túnez, Balti grababa sus canciones durante la revolución contra Ben Ali. Y directamente a este presidente derrocado se dirigía Hamada Ben Amor, conocido como El General, autor del tema Mr. President Your People Are Dying. Son los dos mitos contemporáneos del rap tunecino, una escena cada vez más rica en la que destacan también Lak3y (que ya suena a trap) o Medusa, la más visible de varias rap queens que luchan por ganar reconocimiento para las mujeres dentro del hip-hop (Nour Ben Soltan, además de rapear practica break-dance y organiza competiciones de esta disciplina).
EDM e indie en la orilla sur del Mediterráneo
También en Túnez la música electrónica o EDM se ha desarrollado particularmente. Por sus características rítmicas, la tradición musical árabe se presta a ser reinterpretada en clave tecno y esto es lo que hizo durante años el británico Bryn Jones, simpatizante de la causa palestina, que vivió durante toda su vida en Mánchester. Con el nombre de Muslimgauze, Jones abrió un espacio durante los años 90 en el que hoy desarrollan sus carreras muchos djs de origen árabe como DJ Said Mrad (famoso por sus remixes de la legendaria cantante libanesa Fairuz) o el propio Souleyman, dos buenos ejemplos del género electro-oriental.
En Túnez las raves son frecuentes y, puesto que la música electrónica no suele tener letra, son toleradas por las autoridades que las consideran una amenaza menor. Sin embargo, estos encuentros generan comunidades con lazos muy fuertes y han servido de lanzadera a proyectos como el de Deena Abdelwahed, presente en la última edición del Sonar Barcelona con una propuesta entre la nostalgia ochentera y el arte sonoro o el de SKNDR, a la vanguardia del techno global.
Pero en el mundo árabe también hay sitio para los temas acústicos más convencionales o para la música producida con hechuras indie (una palabra que actualmente tiene más que ver con el uso de determinados recursos y clichés que con los modos de producción o distribución). Cairokee es un grupo de indie egipcio, especializado en baladas melancólicas que en sus letras homenajea a los opositores a Mubarak. Por su parte, Aziza Brahim es una cantante saharaui nacida en Tinduf que añade a la música tradicional de su pueblo la producción más elaborada y pop de este repaso.
En una escala distinta, con millones de reproducciones en todas las plataformas, se mueven los libaneses Mashrou’ Leila, quizá el grupo independiente más escuchado del mundo árabe. Cada vez más escorados hacia el pop de base electrónica, Mashrou’ Leila defienden abiertamente la homosexualidad en un país en el que está penada con la cárcel. Su líder, Hammed Sinno, es un icono de la comunidad LGTBI libanesa.
Esra’a Al Shafei y las narrativas digitales
Esra’a Al Shafei, activista bahreiní nacida en 1986, ha creado y dirige varias plataformas digitales agrupadas en Majal, una organización para la que trabajan diez mujeres que surge a partir del proyecto Mideast Youth (2006). Majal integra Crowdvoice, una herramienta dedicada al estudio de protestas y conflictos humanitarios en todo el mundo que pretende recoger voces y acumular (pero también organizar) datos; o Ahwaa, un foro en el que jóvenes LGBT pueden discutir con seguridad.
Al Shafei es también la fundadora de Mideast Tunes, el servicio de streaming ya citado que agrupa a músicos que no quieren someterse a las condiciones de servicios occidentales como Spotify y tampoco quieren adaptarse a Rotana, la plataforma de música y series de pago más popular en el mundo árabe que banaliza cualquier discurso y censura a los artistas disidentes. Ella sostiene que es muy importante para la juventud árabe tener el control de sus identidades y narrativas digitales. Defiende que, ahora que es muy barato crear comunidades online gracias al creciente número de programadores dispuestos a colaborar con sus creaciones de código abierto, se deben construir recursos y plataformas que impidan que pongamos nuestros datos y nuestra información en manos de compañías que no sabemos si los respetarán o los protegerán.
En su crónica Una dacha en el golfo (Anagrama, 2019), sobre su experiencia en Bahréin, Emilio Sánchez Mediavilla, indica: «Toda la música árabe que escuché en Bahréin la descubrí a través de búsquedas de Spotify o por recomendaciones de amigos europeos». Poco después continúa, refiriéndose a un miembro de la élite suní con el que coincide en una fiesta: «H. cantaba y componía siempre en inglés. Por ejemplo, Don’t Burn the Tires, no queméis las ruedas, una irónica balada contra los jóvenes chiíes que cortaban el tráfico en la carretera». Al Shafei prefiere no ser tajante y, ante la pregunta de si las élites suelen usar el inglés y las propuestas disidentes el árabe, o de si existen géneros más politizados que otros, nos contesta: «Intentamos no juzgar tan solo por el género o el idioma elegido por cada artista. Cada uno tiene sus propias razones para crear música y estas pueden ser políticas o no. Lo que es seguro es que en Mideast Tunes nos aseguramos de que el artista tenga el control de su narrativa, por ejemplo, ellos pueden escribir sus propias biografías. Algo que tienen en común es que todos desean ser significativos a nivel cultural y social y no conozco a ningún artista en Mideast Tunes que no quiera marcar la diferencia, independientemente de si produce tecno, trance, hip-hop…».
Lo que está claro es que la música es una de las principales fuerzas transformadoras en el mundo árabe, un agente de cambio e incluso una tecnología, capaz de contener y transmitir ideas políticas o de acercar a los pueblos. En este sentido, Al Shafei concluye: «A través de festivales, colaboraciones e incluso de la manera en que nos relacionamos con el contenido multimedia y digital, descubrimos las perspectivas de los demás. Algunos incluso se interesarán por los derechos humanos gracias a estas conexiones, por ejemplo, es posible entender los problemas del pueblo kurdo a través de su rap. Comunidades que de otro modo no interactuarían se unen gracias a la música, que nos afecta de una manera muy distinta a como lo hacen el cine, la escuela o el periodismo, y que forja relaciones a un nivel muy profundo. Es muy poderosa y ayuda a los pueblos a rebasar barreras y a los individuos a sentirse menos solos».
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Gráficos actualizados de la evolución de la pandemia de COVID-19 en Arabia Saudí, Bahréin, Catar, Chipre, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Irak, Irán, Israel, Jordania, Kuwait, Líbano, Omán, Palestina, Siria, Turquía y Yemen, con los últimos datos acumulados de fallecidos, casos confirmados y población vacunada.
Gráficos actualizados de la evolución de la pandemia de COVID-19 en Arabia Saudí, Bahréin, Catar, Chipre, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Irak, Irán, Israel, Jordania, Kuwait, Líbano, Omán, Palestina, Siria, Turquía y Yemen, con los últimos datos acumulados de fallecidos y casos confirmados.
Tablilla V de la ‘Epopeya de Gilgamesh’, Museo Sulaymaniyah, Irak. Foto: Osama Shukir Muhammed Amin / Wikimedia Commons
La Epopeya de Gilgamesh es un poema babilonio compuesto en el antiguo Irak, milenios antes de Homero. Narra la historia de Gilgamesh, rey de la ciudad de Uruk, cuya incesante y destructiva energía tratan de domar los dioses creándole un amigo, Enkidu, que crece en la estepa, entre los animales. Cuando Gilgamesh oye hablar de este hombre salvaje, ordena traer a una mujer llamada Shambat para que le encuentre. Shambat seduce a Enkidu, y los dos hacen el amor durante seis días y siete noches, lo que acaba transformando a Enkidu de bestia a hombre. Su fuerza disminuye, pero su intelecto se expande, y ahora ya es capaz de pensar y hablar como un ser humano. Shambat y Enkidu viajan juntos hasta un campamento de pastores, donde Enkidu aprende las maneras de la humanidad. Finalmente, Enkidu va a Uruk para enfrentarse al abuso de poder de Gilgamesh. Los dos héroes luchan, y el resultado es que nace entre ellos una apasionada amistad.
Esta es, al menos una de las versiones del inicio de Gilgamesh, ya que la epopeya pasó, de hecho, por varias ediciones diferentes. Empezó siendo un ciclo de historias escritas en el lenguaje sumerio, que fueron después recogidas y traducidas al idioma acadio en una sola epopeya. La primera versión, escrita en el dialecto conocido como babilonio antiguo, fue revisada y actualizada más tarde para crear una nueva, ya en el dialecto babilonio estándar, que es la que encontrarán actualmente la mayoría de los lectores.
Gilgamesh no solo existe en varias versiones diferentes, sino que, además, cada versión está compuesta de muchos fragmentos distintos. No existe un solo manuscrito que cuente la historia completa de principio a fin: Gilgamesh ha de ser recreada a partir de cientos de tablillas de arcilla que se han ido fragmentado durante milenios. La historia nos llega como un tapiz de pedazos que han sido unidos por los filólogos para dar lugar a una narrativa coherente (se han recuperado aproximadamente cuatro quintas partes del texto). El estado fragmentado de la epopeya significa también que la historia se sigue actualizando constantemente, a medida que las excavaciones arqueológicas –o, con demasiada frecuencia, los saqueos– sacan nuevas tablillas a la luz, haciéndonos reconsiderar la interpretación del texto. A pesar de tener una antigüedad de más de 4.000 años, el texto sigue fluyendo, cambiando y expandiéndose con cada nuevo descubrimiento.
El hallazgo más reciente es un pequeño fragmento que había sido pasado por alto en los archivos del museo de la Universidad de Cornell, en Nueva York, identificado por Alexandra Kleinerman y Alhena Gadotti, y publicado en 2018 por Andrew George. En un primer vistazo, el fragmento no parece gran cosa: 16 líneas entrecortadas, la mayoría de ellas ya conocidas por otros manuscritos. Pero, al trabajar en el texto, George se dio cuenta de que había algo extraño. La tableta parecía preservar partes tanto de la versión en babilonio antiguo como de la versión en babilonio estándar, pero en una secuencia que no concordaba con la estructura de la historia tal y como había sido entendida hasta entonces.
El fragmento pertenece a la escena en la que Shamhat seduce a Enkidu y tiene sexo con él durante una semana. Antes de 2018, los académicos creían que esta escena existía en las dos versiones (babilonio antiguo y babilonio estándar), como un mismo episodio con tan solo pequeñas diferencias: Shamhat seduce a Enkidu, mantienen relaciones sexuales durante una semana, y Shamhat invita a Enkidu a que vaya a Uruk. El episodio no es idéntico en las dos versiones, pero las diferencias podían explicarse como resultado de los cambios en la edición al pasar del babilonio antiguo al babilonio estándar. Sin embargo, este nuevo fragmento desafía esta interpretación. Una parte de la tablilla se superpone con la versión en babilonio estándar, mientras que la otra lo hace con la versión en babilonio antiguo. En resumen, las dos escenas no pueden ser diferentes versiones del mismo episodio sino que la historia incluía dos episodios muy similares, uno después del otro.
Según George, tanto la versión en babilonio antiguo como la versión en babilonio estándar contaban lo siguiente: Shamhat seduce a Enkidu, tienen sexo durante una semana, y Shamhat invita a Enkidu a que vaya a Uruk. Los dos hablan de Gilgamesh y de los sueños proféticos de este. Después, sin embargo, resulta que tienen sexo durante una semana más, y Shamhat vuelve a invitar a Enkidu a Uruk.
De repente, el maratón de amor de Shamhat y Enkidu se ha doblado, un descubrimiento al que The Times otorgó el picante titular de «La saga sexual de la antigüedad es ahora el doble de épica». Pero lo cierto es que el hallazgo tiene un significado más profundo. La diferencia entre los episodios puede entenderse ahora, no como meras modificaciones en la edición, sino en relación con los cambios psicológicos por los que atraviesa Enkidu al transformarse en un ser humano. Los episodios representan dos etapas del mismo arco narrativo, ofreciéndonos una sorprendente aproximación a lo que significaba convertirse en un ser humano (adquirir humanidad) en el mundo antiguo.
La primera vez que Shamhat invita a Enkidu a Uruk, describe a Gilgamesh como un héroe de enorme fuerza, y lo compara con un toro salvaje. Enkidu responde que irá, ciertamente, a Uruk, pero no para hacerse amigo de Gilgamesh, sino para desafiarle y usurpar su poder. Shamhat, consternada, insta a Enkidu a que olvide su plan y le describe, a cambio, los placeres de la vida en la ciudad: música, fiestas y mujeres hermosas.
Después de su segunda semana de sexo con Enkidu, Shamhat vuelve a invitarle a Uruk, pero esta vez haciendo hincapié en algo diferente: Shamhat no destaca ahora la fuerza brava del rey, sino la vida cívica de Uruk: «Allí donde los hombres se dediquen a trabajos que requieran habilidad, también tú, como un hombre de verdad, podrás hacerte un sitio». Shamhat le dice a Enkidu que va a integrarse en la sociedad y a encontrar su lugar en el seno de un tejido social más amplio. Enkidu accede: «El consejo de la mujer le llegó al corazón».
Está claro que Enkidu ha sufrido un cambio entre las dos escenas. La primera semana de sexo pudo haberle proporcionado el intelecto necesario para conversar con Shamhat, pero seguía pensando en términos animales, y viendo a Gilgamesh como un macho alfa al que desafiar. Después de la segunda semana, sin embargo, ya está preparado para aceptar una visión distinta de la sociedad. La vida social no se basa solo en la fuerza bruta y la afirmación de poder, sino también en los deberes y la responsabilidad para con la comunidad.
Situada en este desarrollo gradual, la primera reacción de Enkidu resulta más interesante aún, al ser una especie de paso intermedio en el camino hacia la humanidad. En pocas palabras, lo que vemos aquí es un poeta babilonio que mira a la sociedad a través de los ojos aún salvajes de Enkidu. Se trata de una perspectiva no totalmente humana de la vida en la ciudad, vista más como un lugar de orgullo y poder que como un entorno de habilidades y cooperación.
De todo esto podemos aprender, principalmente, dos cosas. La primera es que la humanidad, para los babilonios, se definía a través de la sociedad. Ser humano era una cuestión claramente social. Y no cualquier tipo de sociedad: era la vida social de las ciudades lo que te convertía en un ‘auténtico ser humano’. La cultura babilonia era, en el fondo, una cultura urbana. Ciudades como Uruk, Babilonia o Ur eran los pilares de la civilización, y el mundo más allá de sus murallas era visto como una tierra baldía, peligrosa e inculta.
En segundo lugar, aprendemos que la humanidad es una escala con grados. Después de una semana de sexo, Enkidu todavía no se ha convertido por completo en un ser humano. Hay una etapa intermedia, en la que habla como un humano, pero piensa como un animal. E incluso después de la segunda semana, todavía tiene que aprender a comer pan, beber cerveza y vestirse. En resumen, convertirse en un ser humano es un proceso paso a paso, y no algo binario que se es o no se es.
En su segunda invitación a Enkidu para que vaya a Uruk, Shamhat le dice: «Te miro, Enkidu, y eres como un dios, ¿por qué vagas por la naturaleza salvaje con los animales?». Los dioses son representados aquí como lo opuesto a los animales: son omnipotentes e inmortales, mientras que los animales son inconscientes y están destinados a morir. Ser humano es situarse en algún lugar en el medio: sin omnipotencia, pero con la capacidad de realizar trabajos que requieren habilidades; mortales, pero conscientes de esa mortalidad.
En definitiva, este nuevo fragmento revela una visión de la humanidad entendida como un proceso de maduración que se despliega entre lo animal y lo divino. No se nace simplemente siendo humano: alcanzar la humanidad, para los antiguos babilonios, suponía encontrar un lugar propio dentro de un campo más amplio, definido por la sociedad, los dioses y el mundo animal.
Sophus Helle es un estudiante de doctorado especializado en literatura babilónica en la Universidad de Aarhus, Dinamarca. Su trabajo ha sido publicado en Postcolonial Studies y en Journal of Near Eastern Studies, entre otros medios.
La Epopeya de Gilgamesh es un poema babilonio compuesto en el antiguo Irak, milenios antes de Homero. Narra la historia de Gilgamesh, rey de la ciudad de Uruk, cuya incesante y destructiva energía tratan de domar los dioses creándole un… Leer
«Cuando hablamos del problema de los refugiados usamos un lenguaje deshumanizado que reduce la tragedia a números y estadísticas. Pero este sufrimiento afecta a personas reales, personas que, como nosotros, tienen familias, seres queridos, amigos, historias, sueños, objetivos… Solo cuando nos sentamos en frente de alguien concreto y le miramos a los ojos dejamos de ver un refugiado anónimo, un inmigrante más, y empezamos a ver al ser humano que tenemos delante, un ser humano que, como nosotros, ama, sufre sueña…».
Asi describe Amnistía Internacional su recién publicado, y emotivo, vídeo Look Beyond Borders, 4 Minutes Experiment (Mira más allá de las fronteras, un experimento de cuatro minutos), elaborado por la sección polaca de esta organización, algo que resulta especialmente significativo teniendo en cuenta el rechazo a los refugiados del actual gobierno de Polonia.
«Hace 20 años —explican los autores— el psicólogo Arthur Aron descubrió que cuatro minutos de contacto visual directo puede acercar a dos personas más que ninguna otra cosa. Basándonos en esta experiencia, decidimos llevar a cabo un sencillo experimento, en el que refugiados y ciudadanos europeos se sientan unos en frente de otros y se miran a los ojos. Resulta obvio que el tiempo que dedicamos a los demás es fundamental para comprender y conocer al otro».
El experimento se realizó en Berlín, una ciudad, que, por un lado, y según destacan los autores del vídeo, «simboliza la superación de las divisiones», y, por otro, «parece haberse convertido en el centro de la Europa contemporánea».
Los participantes en el experimento, continúan sus responsables, fueron personas corrientes que no se habían visto nunca antes: «las situaciones no fueron preparadas; queríamos que todo fuese natural, con reacciones espontáneas».
La mayoría de los refugiados que aparecen en el vídeo proceden de Siria y llegaron a Europa hace menos de un año.
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Mapa firmado por Mark Sykes y François Georges-Picot en 1916, con el reparto de Oriente Próximo entre Francia (zona A) y Gran Bretaña (zona B), con Palestina bajo administración internacional. Wikimedia Commons
Entre el 16 y el 19 de mayo de 1916, en plena Guerra Mundial, fue ratificado en las cancillerías europeas uno de los documentos más controvertidos de la historia: el pacto por el que británicos y franceses, con el consentimiento de Rusia y a espaldas de los pueblos afectados, planearon repartirse las posesiones del Imperio Otomano en Oriente Próximo una vez acabada la contienda. En palabras del historiador árabe George Antonius (1891-1942), «una estupidez producto de la desconfianza y la codicia».
Firmado en secreto hace ahora cien años, el conocido como Acuerdo Sykes-Picot (por los nombres de sus negociadores) estipulaba que, pese a las promesas hechas a los árabes a cambio de su ayuda contra los turcos, la región se dividiría en dos grandes áreas administradas por ambas potencias. Finalmente, en la Conferencia de Paz de París de 1919 se optó por un nuevo reparto bajo la forma de mandatos, y las fronteras que conocemos hoy fueron dibujándose en las décadas siguientes a través de otros acontecimientos, como la creación del Estado de Israel o la nueva república turca, que acabaron siendo más significativos.
El tratado de Sykes-Picot y sus consecuencias no son los únicos orígenes de la inestabilidad que ha sufrido la zona en el último siglo, y a la artificialidad de sus fronteras y de las que surgieron después no es fácil oponer otras más ‘racionales’ (basadas en grupos étnicos o religiosos) que hubiesen garantizado la paz. El legado del imperialismo es una pesada losa, pero también lo son las dictaduras que han castigado Oriente Medio durante generaciones, el extremismo religioso, los dobles raseros de la comunidad internacional, el intervencionismo, o los intereses derivados del petróleo.
Y, sin embargo, Sykes-Picot sigue siendo invocado como el gran pecado original, tal vez por su innegable carácter simbólico: cuando, en junio de 2014, el grupo Estado Islámico llevó a cabo su espectacular expansión, lo primero que hizo tras conectar las zonas que controlaba en Siria e Irak fue «dar por muerto» el histórico pacto.
Cien años después, el futuro de la región, incluyendo el de los Estados más periféricos a los que el tratado no afectó directamente, parece tan turbio como su pasado, y su presente, con tres países en guerra abierta, cientos de miles de muertos por la violencia, millones de refugiados, economías destrozadas, derechos humanos sistemáticamente violados y una ‘primavera árabe’ que es ya como un sueño lejano, no deja mucho espacio para la esperanza.
Siria
En guerra civil desde 2011.
Más de 270.000 muertos y 4 millones de refugiados.
La mitad de la población, desplazada.
El 50% de las infraestructuras, destruidas.
La guerra civil en Siria, ya en su sexto año, tiene su origen en las protestas contra el gobierno dictatorial de Bashar al Asad, iniciadas en 2011 en el contexto de la ‘primavera árabe’, y que el régimen reprimió duramente. La compleja realidad étnica, social y religiosa del país, los apoyos internacionales (Rusia, Irán y Hizbulá, con el Gobierno; Turquía, Arabia Saudí y las monarquías del Golfo, con los rebeldes), la descomposición de la oposición moderada, la determinante irrupción del yihadismo fundamentalista (Estado Islámico, Al Qaeda), y el rechazo a una intervención directa por parte de EE UU han estancado el conflicto. Pese a la frágil y poco respetada tregua de los últimos meses, los intentos de conversaciones de paz han sido, hasta ahora, un fracaso.
Irak
En guerra con Estado Islámico.
Terrorismo y violencia sectaria.
Crisis política y Estado en riesgo de descomposición.
7.515 muertos por la violencia en 2015.
En lo que va de siglo, y después de los 25 años de la dictadura de Sadam Husein (incluyendo la devastadora guerra contra Irán y las acciones genocidas contra los kurdos), Irak ha sufrido una invasión (la liderada por EE UU en 2003), una guerra civil (2006-2007), el terrorismo de Al Qaeda y, ahora, la sangrienta expansión de Estado Islámico y continuos atentados masivos. Tras el fracaso del Gobierno sectarista de Al Maliki, el nuevo ejecutivo reformista de Al Abadi se enfrenta a grandes protestas, en un sistema político con hondas raíces en el clientelismo y en los intereses de los diferentes grupos que conforman la sociedad iraquí. En primera línea contra Estado Islámico, los kurdos, repartidos entre Irak, Siria, Irán y Turquía, y a los que tanto Sykes-Picot como los tratados posteriores negaron un Estado independiente, han visto incrementadas sus aspiraciones.
Yemen
En guerra desde marzo de 2015.
9.000 víctimas civiles (3.200 muertos y 5.700 heridos).
2,4 millones de desplazados.
14 millones necesitados de asistencia humanitaria.
Hasta el año pasado, en Yemen se superponían cuatro conflictos: el del Gobierno contra la guerrilla hutí; la revuelta separatista en el sur; las protestas de la ‘primavera árabe’ (que acabaron sacando del poder al presidente Saleh tras 33 años en el cargo); y la actividad de los yihadistas asociados a Al Qaeda. En enero de 2015, los hutíes (chiíes) forzaron la salida del nuevo presidente, Mansur Hadi. El teórico respaldo del régimen chií de Irán a la guerrilla, y el consiguiente temor de Arabia Saudí (suní) por perder influencia, motivó una intervención militar de una coalición árabe liderada por los saudíes, cuyos bombardeos han causado más de la mitad de las víctimas civiles en más de un año de conflicto.
Israel y Palestina
En conflicto permanente desde la creación del Estado de Israel en 1948.
Gaza y Cisjordania, ocupadas desde 1967.
Negociaciones de paz paralizadas.
Con el proceso de paz enterrado, y después de la Segunda Intifada, los últimos años han estado marcados por la mano dura del Gobierno israelí del conservador Benjamin Netanyahu, la expansión de las colonias ilegales israelíes en los territorios ocupados, las operaciones militares contra una franja de Gaza en la que 1,5 millones de personas siguen viviendo en estado de sitio, y las acciones violentas de una nueva generación de jóvenes palestinos que ya no esperan prácticamente nada de sus divididas, ineficaces y maniatadas autoridades. La guerra en Siria y en Irak y la tensión con Irán han alejado el foco informativo de Palestina, e Israel confía en sacar provecho del caos en que están inmersos sus vecinos.
Turquía
Reactivación de la violencia entre el Estado y la minoría kurda.
Oleada terrorista.
Deriva autoritaria del Gobierno y crisis política.
2 millones de refugiados sirios en su territorio.
La crisis de los refugiados sirios (Turquía es, con mucho, el país que más acoge, y la principal puerta de entrada de éstos a Europa) y el polémico acuerdo (ahora en entredicho) sobre deportaciones alcanzado con la UE han protagonizado la agenda de la convulsa política turca en los últimos meses, en medio del creciente autoritarismo del presidente Erdoğan, con acoso a sus enemigos políticos y a la prensa, e intentos por acaparar más poder. Implicada militarmente en la guerra siria, Turquía sufre, además, una grave oleada terrorista y la ruptura del alto el fuego con la guerrilla kurda del PKK tras dos años de tensa paz.
Líbano
Gravemente afectado por la guerra en Siria, con 1,2 millones de refugiados en su territorio y Hizbulá combatiendo junto al régimen de Bashar Al Asad.
Crisis política (sin presidente desde 2014).
Tras décadas de continua violencia (15 años de guerra civil, control militar sirio, guerrillas palestinas, invasiones israelíes), la precaria estabilidad del Líbano, un complicado experimento de reparto de poder entre sus diferentes minorías étnicas y religiosas, y sus poderes económicos y políticos, ha vuelto a ser sacudida, esta vez por la guerra en la vecina siria. Los refugiados han desbordado el país, huyendo de un conflicto en el que participa militarmente la milicia libanesa chií Hizbulá, auténtico «Estado dentro del Estado» y uno de los principales agentes en el Gobierno actual, mientras el Parlamento lleva dos años sin ponerse de acuerdo para elegir un nuevo presidente.
Arabia Saudí
Intervención directa en la guerra de Yemen, e indirecta en Siria.
150 ejecutados en 2015, el 72% por protestas políticas y crímenes no violentos.
Inmersa en una lucha con el Irán chií por la hegemonía en la región, y origen ideológico (y a menudo financiero) del extremismo religioso yihadista, Arabia Saudí continúa bajo la acusación constante de las organizaciones de derechos humanos (discriminación de la mujer, de los homosexuales, represión de la oposición política). Bajo el nuevo rey, Salman, el país ha abandonado su tradicional política de discreción para entrar en nueva era más agresiva en la que se enmarcarían los bombardeos sobre Yemen, el incremento de las ejecuciones, la ayuda a los insurgentes sirios, el reforzamiento del eje con las otras monarquías absolutistas del Golfo (especialmente Bahréin y los Emiratos Árabes Unidos), o los movimientos para alterar el precio del petróleo, cuya caída le está afectando seriamente.
Irán
Participación militar en Siria e Irak, y conflicto regional con Arabia Saudí.
Represión política y de derechos humanos.
Apertura tras el acuerdo nuclear de 2014.
Los años de enfrentamiento frontal con Occidente que caracterizaron las presidencias de Ahmadineyad han dado paso a un mayor entendimiento, de la mano del más moderado Rohaní, con el pacto nuclear alcanzado en 2014 y el levantamiento de sanciones económicas como principal consecuencia. El poder real, no obstante, sigue en manos de una reaccionaria élite religiosa, las violaciones de los derechos humanos y la represión política continúan, y el país, en una creciente rivalidad con Arabia Saudí, y considerado aún la gran amenaza por Israel, está implicado militarmente en Siria (respaldando a Asad) e Irak (milicias chiíes contra los suníes de Estado Islámico), mientras mantiene su apoyo a Hizbulá y a la guerrilla hutí en Yemen.
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En el móvil de Hala está, como dice ella misma ante la cámara, toda su familia, todo su mundo. Su historia forma parte del premiado documental Children on the Frontline, dirigido por Marcel Mettelsiefen, quien filmó a una familia siria durante tres años, recogiendo desde su lucha por la supervivencia en la sitiada Alepo hasta su huida a Alemania como refugiados. Centrado en el dramático efecto que ha tenido la guerra de Siria en las vidas de cinco niños, el documental fue emitido por primera vez en enero de 2014 por el canal británico de televisión Channel 4. Puede verse, en dos partes, aquí y aquí.
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El pasado martes tuvimos ocasión de charlar un rato sobre Estado Islámico y la situación en Siria tras los ataques de París, en el programa Buenos Días Canadá, que dirige y presenta Keiter Feliz en la emisora de radio de Toronto 360FM. Muchas gracias a Keiter por la invitación y por mencionar el blog.
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Este recomendable documental de la BBC, emitido originalmente en marzo de 2014 bajo el título de Freedom to Broadcast Hate (Libertad para retransmitir odio), y conducido por el periodista Nour-Eddine Zorgui, explora la relativamente reciente proliferación por todo Oriente Medio de canales de televisión desde los que telepredicadores radicales se dedican de forma incansable a propagar mensajes sectarios y de odio, sunníes contra chiíes, chiíes contra sunníes.
Muchos de estos canales, prohibidos hasta hace no mucho, han alcanzado una gran popularidad en los últimos años, especialmente en Egipto e Irak. La mayoría no hacen público el origen de sus fondos ni la localización de las sedes desde las que operan.
En la versión radiofónica del documental (BBC World Service), Madawi Al-Rasheed, profesora en el Middle East Centre de la London School of Economics, recuerda una clave importante para entender el conflicto actual entre las dos principales ramas del islam, más allá del enfrentamiento político y religioso que dio lugar al cisma, tras la muerte del profeta Mahoma en el año 632:
El conflicto actual obedece a factores modernos, marcados, principalmente, por la represión que, en general, ha sufrido Oriente Medio bajo los gobiernos autoritarios. El poder autoritario polariza a la población: prohíbe la existencia de actores civiles y agentes sociales, no permite los partidos políticos y, al final, se produce un repliegue hacia la comodidad del territorio sectario. Ante la eliminación del concepto de ciudadanía, la gente se refugia en el círculo más cercano, y más cerrado, de su secta, ya sean sunníes o chiíes.
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