Las autoridades de Turquía elevaron este sábado a más de 40.600 los muertos a causa de los terremotos registrados el 6 de febrero en el sur del país, cerca de la frontera con Siria, donde han fallecido asimismo por el… Leer
Las autoridades de Turquía elevaron este sábado a más de 40.600 los muertos a causa de los terremotos registrados el 6 de febrero en el sur del país, cerca de la frontera con Siria, donde han fallecido asimismo por el seísmo entre 4.000 y 6.000 personas, dependiendo de las fuentes.
Las operaciones de búsqueda y rescate continúan en 118 edificios derrumbados en Turquía, incluidos 98 edificios en la provincia de Hatay, 19 en Kahramanmaras y uno en Adıyaman, según informó la Dirección de Comunicaciones del país.
Trece días después de los seísmos, tres personas, entre ellas un niño que murió después, fueron rescatadas este sábado con vida tras casi 200 horas horas atrapadas bajo los escombros de un edificio derrumbado en la arrasada ciudad turca de Antioquía.
Según informó la agencia oficial turca Anadolu, un equipo de rescate de Kirguizistán logró salvar a Samir Muhammed Accar, su esposa Ragda y su hijo de 12 años, que habían quedado bajo las ruinas del edificio de apartamentos donde tenían su vivienda. Poco después, la misma fuente indicó que el niño había fallecido tras su rescate, mientras que los dos adultos fueron hospitalizados con heridas de diverso grado.
Mientras, en Siria, el Programa Mundial de Alimentos volvió a pedir este sábado a las autoridades que controlan el noroeste del país que dejen de bloquear el acceso a la zona, para poder prestar ayudar a los cientos de miles de personas víctimas de los terremotos.
Las autoridades de Turquía elevaron este sábado a más de 40.600 los muertos a causa de los terremotos registrados el 6 de febrero en el sur del país, cerca de la frontera con Siria, donde han fallecido asimismo por el… Leer
A punto de cumplirse una semana de los devastadores terremotos que el pasado lunes asolaron el centro-sur de Turquía y el noroeste de Siria, la cifra de muertos en ambos países superó este domingo los 33.000, la mayoría de ellos –29.605, según el último balance oficial de Ankara–, en Turquía. En Siria, los últimos balances publicados por el Gobierno y los grupos rebeldes contabilizan 3.580 fallecidos, si bien la OMS calcula que al menos 9.300 personas han muerto en el país a causa del terremoto. Hay, además, más de 85.000 heridos en ambos países, unos 80.000 de ellos en Turquía, y, aunque los equipos de rescate siguen trabajando, las esperanzas de encontrar supervivientes se agotan.
Se trata ya del movimiento sísmico más mortífero ocurrido en la región en más de un siglo, con una letalidad que supera la registrada durante el terremoto de Erzincan en 1939, en el que murieron entre 32.700 y 33.000 personas.
En cuanto a la actualidad de las últimas horas, el Gobierno turco ha dictado ya un total de 113 órdenes de detención relacionadas con el desastre, incluyendo en ellas a constructores acusados de haber eliminado pilares para ganar espacio en las viviendas, lo que habría hecho estas más vulnerables.
Según fuentes oficiales, en torno a 6.000 edificios colapsaron en Turquía como consecuencia de los terremotos. Numerosos medios locales e internacionales han destacado estos días que, a diferencia de construcciones más modernas en ciudades como Estambul, las estructuras de los edificios de la zona más afectada por los terremotos son muy débiles y no están preparadas para aguantar temblores de esta magnitud.
Con respecto a Siria, el secretario general adjunto de Naciones Unidas para Asuntos Humanitarios, Martin Griffiths, reconoció este domingo que su organización «ha fallado a la gente en el noroeste de Siria», donde apenas ha llegado ayuda humanitaria. «Hemos fallado a la gente del noroeste de Siria. Se sienten abandonados, y con razón, en busca de una ayuda internacional que no ha llegado», señaló Griffiths en su cuenta de Twitter. El primer convoy de Naciones Unidas comenzó a entregar este sábado los primeros suministros específicos para los afectados.
El primer seísmo, de magnitud 7,8, ocurrió a las 4:17 hora local del 6 de febrero, cerca de Gaziantep, en el sur de Turquía, junto a la frontera con Siria, mientras la gente dormía. El segundo, de magnitud 7,5, tuvo lugar a principios de la tarde, alrededor de las 13:30 hora local. En total hubo en torno a un millar de réplicas. Una gran tormenta invernal obstaculizó los primeros esfuerzos de rescate, con una fuerte nevada sobre las ruinas y una caída en picado de las temperaturas. Los supervivientes, especialmente aquellos atrapados bajo los escombros, quedaron expuestos además a un gran riesgo de hipotermia.
Los terremotos ocurrieron en una de las zonas con más actividad sísmica del planeta, en la convergencia de la placas tectónica de Anatolia y Arabia. Decenas de ciudades de Turquía y Siria vieron desmoronarse sus edificios e infraestructuras. Las zonas más afectadas fueron las cercanas a los epicentros, en áreas como Gaziantep o Kahramanmaras, y otras localidades donde se experimentaron fuertes réplicas. En Siria, los terremotos han sido especialmente devastadores en la región de Alepo, donde barrios enteros de algunas ciudades estaban ya destruidos como consecuencia de la guerra.
A punto de cumplirse una semana de los devastadores terremotos que el pasado lunes asolaron el centro-sur de Turquía y el noroeste de Siria, la cifra de muertos en ambos países superó este domingo los 33.000, la mayoría de ellos… Leer
La cifra de muertos por los terremotos que sacudieron Turquía y Siria el 6 de febrero ha superado los 21.000 en cuatro días, dejando atrás la estimación de 20.000 de la Organización Mundial de la Salud, y sigue aumentando cada hora que pasa, a medida que se hacen más sombríos descubrimientos bajo los escombros.
Las labores de búsqueda y rescate están bien encaminadas en Turquía tras una respuesta inicialmente lenta, pero aún no han despegado realmente en el norte de Siria. Los sirios de las zonas controladas por los rebeldes se quedaron esperando ayuda debido a las tensiones políticas y a las infraestructuras destrozadas tras el terremoto y más de diez años de conflicto.
Hasta ahora, nadie sabe cuántas personas siguen atrapadas bajo los escombros. Ovgun Ahmet Ercan, experto turco en terremotos, declaró a The Economist que había calculado que 180.000 personas o más podrían estar atrapadas bajo los escombros, casi todas muertas.
Un convoy de la ONU logró finalmente acceder al norte de Siria el jueves por la mañana, un día después de lo que se considera el plazo crítico de 72 horas para encontrar supervivientes. Pero las esperanzas de una misión de rescate realmente eficaz se desvanecieron, ya que no se proporcionó equipo pesado de búsqueda y rescate. Ahora la tasa de supervivencia de las personas atrapadas bajo los escombros es inferior al 6%.
Para evitar la pérdida de más vidas y reducir el sufrimiento, la respuesta de la ayuda internacional será ahora más crítica que nunca. Basándome en mi investigación doctoral, centrada en la ayuda humanitaria en situaciones de conflicto y crisis política, he aquí las prioridades clave.
Será una operación de ayuda extremadamente difícil. Para empezar, el tiempo no está del lado de los equipos de respuesta: ambos países están sufriendo un duro y húmedo invierno. También hay tensiones políticas regionales y millones de refugiados en ambos países debido al conflicto en Siria.
Siria se enfrenta a una convergencia de catástrofes. El conflicto, un brote de cólera y unas instalaciones médicas ya peligrosamente sobrecargadas son solo algunos de los problemas a los que hay que hacer frente.
Un centro crucial de ayuda de la ONU para el norte de Siria, cercano al epicentro del terremoto inicial en Turquía, se vio afectado. Esto podría haber agravado la escasez de suministros clave necesarios inmediatamente después del seísmo.
Una de las decisiones más importantes que toma un gobierno en caso de catástrofe es declarar o no el estado de emergencia. Para las organizaciones humanitarias, esto significa que pueden trabajar libremente en las zonas afectadas. El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdoğan, ya ha declarado el estado de emergencia durante tres meses. Como consecuencia, la respuesta en Turquía ha recibido muchos más recursos y atención de los medios de comunicación.
El gobierno sirio, sin embargo, no ha declarado el estado de emergencia. Esto significa que no reconoce ni apoya oficialmente a ninguna organización que trabaje en zonas controladas por los rebeldes, lo que supone un riesgo para los trabajadores humanitarios. Aún no hay garantías oficiales de seguridad y la proliferación de grupos armados aumenta los riesgos de seguridad para las misiones de rescate y ayuda.
La ayuda disponible para Siria sólo será eficaz si el régimen de Asad está dispuesto a permitir el acceso a las zonas controladas por los rebeldes. Las organizaciones internacionales de ayuda no pueden hacer mucho ante un gobierno intransigente. Otros gobiernos deberían intentar seriamente entablar un diálogo con el presidente sirio, Bashar al Asad. La prioridad para Siria es negociar con el gobierno y otros grupos armados un acceso seguro y sin trabas que garantice el suministro de más ayuda durante el tiempo necesario.
Las donaciones en metálico del público y de los gobiernos son importantes. Lo ideal es que no se destinen a fines específicos, es decir, que los donantes no dicten cómo debe gastarse el dinero. Esto permite a las organizaciones de ayuda adaptar rápidamente sus respuestas cuando sea necesario.
Obviamente, en estos momentos, las principales prioridades son los alimentos y el agua, el acceso a la asistencia médica y ropa y cobijo adecuados a las condiciones meteorológicas actuales.
Es comprensible que la población desee que los suministros se envíen lo antes posible, pero el estado de las infraestructuras en la región del terremoto no lo permite y el almacenamiento de suministros en la zona aumenta el riesgo de robo. Además, el tipo de ayuda que se necesita está cambiando rápidamente, ya que la atención pasa de poner el foco en la búsqueda y el rescate a centrarse en mantener a la gente con vida.
El objetivo debe ser garantizar un suministro lento pero constante de artículos esenciales. Esto significa encontrar rutas de acceso alternativas y seguras, por ejemplo, utilizando el transporte marítimo para construir una vía continua de suministros internacionales, entregándolos constantemente a las zonas más afectadas mediante vehículos pequeños. Los animales de carga, como los burros, también pueden desempeñar un papel importante en la entrega de suministros básicos y proporcionar un servicio de ambulancia para las personas que se encuentran en lugares de difícil acceso.
Deben abrirse corredores de ayuda hacia el norte de Siria. En el pasado reciente, Rusia y China han bloqueado los esfuerzos de la ONU para reabrir varias rutas desde Turquía a Siria cerradas por el régimen de Assad. Mientras tanto, Damasco se niega a destinar recursos al territorio controlado por los rebeldes y acusa a las organizaciones internacionales que responden de «financiar a terroristas». Esto va a requerir un gran esfuerzo diplomático para que la ayuda fluya desde ambos lados.
Las organizaciones de ayuda deben coordinar sus esfuerzos y colaborar con las comunidades locales y los actores políticos, algo especialmente importante en el norte de Siria, de donde los trabajadores humanitarios internacionales se vieron obligados a salir hace varios años debido a los elevados riesgos de seguridad.
Como ya se ha mencionado, también hay un brote de cólera en la región afectada. La Organización Mundial de la Salud identifica el cólera como una de las pocas enfermedades que pueden transmitirse a través de los cadáveres, por lo que esto puede suponer un enorme riesgo para la salud pública tras una catástrofe natural.
Para evitar repetir los mismos errores que se cometieron en Haití, donde un gran número de personas acabaron infectadas, el control de la enfermedad debe ser una prioridad. Esto requerirá ayuda especializada para garantizar unas condiciones sanitarias y unos enterramientos adecuados.
La lentitud de la respuesta no tiene por qué ser una característica definitoria de esta crisis. Todavía hay tiempo para la coordinación, la colaboración y la diplomacia para poner las cosas en marcha y salvar tantas vidas como sea posible.
Nonhlanhla Dube es profesora de Gestión de Operaciones en la Universidad de Lancaster (Reino Unido)
Publicado originalmente en The Conversation bajo licencia Creative Commons el 10/2/2023
Traducción del original en inglés: Turkey-Syria earthquake: why it is so difficult to get rescue and relief to where it is most needed
La cifra de muertos por los terremotos que sacudieron Turquía y Siria el 6 de febrero ha superado los 21.000 en cuatro días, dejando atrás la estimación de 20.000 de la Organización Mundial de la Salud, y sigue aumentando cada… Leer
Los habitantes de las antiguas ciudades-estado de Oriente Medio disfrutaban de una vibrante vida social y económica centrada en las instituciones de los palacios y los templos, con el apoyo de las comunidades agrícolas y pastoriles de los alrededores. Las personas, los bienes y las ideas fluían entre estas ciudades generando una esfera cultural en la que se conservaban fuertes identidades y costumbres locales.
Una de esas costumbres, surgida en el área de Siria, fue la figura del acróbata profesional, o huppû, adscrito a la corte real.
La primera mención conocida del huppû se encuentra en documentos administrativos de la antigua ciudad de Ebla (Tell Mardikh), en Siria, que datan de en torno al año 2320 a. C. Los detalles de la profesión se pueden reconstruir a partir de fragmentos de información en un archivo real (1771-1764 a. C.) de unas 20.000 tablillas conservadas en la vecina ciudad de Mari (Tell Hariri), en el río Éufrates.
Los registros contables y las cartas personales revelan grupos de huppû que actuaban varias veces al mes en eventos especiales para celebrar el regreso del rey a la ciudad, la llegada de visitantes importantes y festivales religiosos. El programa del festival de la diosa Ishtar incluía huppû, luchadores y sacerdotes de lamentaciones que cantaban en el antiguo idioma sumerio acompañados de tambores.
Estos espectáculos eran tan admirados que el elenco y el equipo acompañaban al rey para entretenerlo y actuar en reinos extranjeros.
Solo han perdurado dos términos de los que se utilizaban para describir las actuaciones del huppû, y ambos evocan un festín visual de movimiento y gran energía.
El primero, mēlulu, significaba «jugar», «actuar» o «luchar».
El segundo, nabalkutu, se aplicaba a toda una gama de acciones audaces y dinámicas: «quitar un obstáculo», «rebelarse contra la autoridad», «ponerse patas arriba», «cambiar de bando», «caer» (como un pájaro en vuelo) y «rodar» (aplicado también a una ola o un terremoto).
Podemos imaginar grupos de huppû exhibiendo una combinación coreografiada de proezas acrobáticas y danzas, armonizando la fuerza física y el control con la expresión corporal para ganarse a la audiencia.
El oficio era, al parecer, una actividad exclusivamente masculina. No hay registros de formas femeninas del sustantivo huppû, ni ningún huppû documentado con un nombre femenino.
El acceso a una educación formal en la escritura y las artes en la antigua Siria, como en otras partes de Oriente Próximo, estaba determinado principalmente por el estatus familiar: la mayoría de los niños seguían los pasos de sus padres.
Existían conservatorios especializados para músicos y cantantes prometedores, masculinos y femeninos, y, al igual que sucede con los atletas modernos, los jóvenes aprendices masculinos de huppû eran enviados a academias dedicadas al aprendizaje y el dominio del oficio, a través de años de ejercicios repetitivos y extenuantes.
La correspondencia entre la élite alfabetizada que se conserva parece indicar que la separación entre conservatorios artísticos y academias deportivas reflejaba a su vez una división entre mente y cuerpo en los valores culturales.
La tensión existente entre las escuelas aparece en una carta escrita por el agobiado líder de la compañía real de huppû, Piradi, al rey Zimri-Lim, fechada alrededor del año 1763 a. C.
Apelando primero al buen juicio del rey («mi señor sabe cuándo miento y cuándo no»), Piradi continúa lamentando la subestimada dificultad de su arte (un agravio confirmado hasta cierto punto por la disparidad salarial entre músicos y acróbatas en las cuentas reales) y el desprecio que sufre por parte de los músicos.
Como escribe, de hecho, un músico: «Si rompo mi juramento, ¡pueden perseguirme y convertirme en un huppû!».
Los miembros de la compañía vivían fuera del palacio y probablemente tenían familias, aunque no siempre felices: a juzgar por la declaración de Piradi, una mujer acababa de salir de su casa y robarle sus posesiones.
El empleo era ocasional. Los pagos se cobraban después de las representaciones, probablemente varias veces al mes, en forma de siclos de plata.
Una lista que se ha conservado de los desembolsos del palacio para un viaje a una ciudad vecina apunta a una vida razonable: un huppû ordinario cobró un siclo; el segundo al mando, dos; el principal, cinco.
(Para ponerlo en perspectiva, con un siclo de plata podían comprarse 300 kilos de cebada).
El huppû principal tenía un papel especialmente privilegiado. Piradi disfrutaba de acceso directo al oído del rey, y conseguía lujosos obsequios, como prendas de «primera calidad», armas de plata y vino.
En una profesión tan competitiva, no obstante, el puesto de jefe de compañía era muy estresante.
Los huppû de la ciudad de Mari vivían con la amenaza siempre presente de la competencia externa, especialmente de sus rivales de la famosa escuela huppû de la cercana Halep (la actual Alepo), y de la posible falta de trabajo o los despidos que pudiera suponer la llegada de un nuevo gobernante dispuesto a recortar los fondos para las artes.
La profesión de huppû se mantuvo bajo el mismo nombre, y probablemente de la misma forma, durante más de mil años.
Así lo refleja por un contrato legal firmado en el año 628 a. C. por un entrenador huppû privado llamado Nanā-uzelli, a unos 450 kilómetros de Mari, en Borsippa, cerca de Babilonia, en el actual Irak. Por el precio de dos siclos de plata, entrenaría al hijo de un hombre por un periodo de dos años y cinco meses.
Otra prueba de la gran expansión que tuvo el oficio de huppû a través de Oriente Medio, desde su tierra natal en Siria, es una escena de un banquete real grabada dentro de un cuenco de bronce elamita del suroeste de Irán, de alrededor del año 600 a. C.
El cuenco, una de las representaciones más antiguas de su tipo, muestra un conjunto de músicos que actúan junto a una compañía de acróbatas que se inclinan hacia atrás, se balancean sobre unos zancos y caminan con las manos.
La próxima vez que veas gimnasia, o acróbatas en el circo, piensa en cómo los seres humanos han estado llevando sus cuerpos al límite desde hace miles de años.
Javier Alvarez-Mon es profesor de Arqueología y Arte de Próximo Oriente en la Universidad de Macquarie (Sídney, Australia).
Yasmina Wicks es investigadora de postdoctorado en la Universidad de Macquarie.
Publicado originalmente en The Conversation bajo licencia Creative Commons el 10/10/2021
Traducción del original en inglés: The world’s first professional acrobats were flipping through the Middle East 4,000 years ago
Los habitantes de las antiguas ciudades-estado de Oriente Medio disfrutaban de una vibrante vida social y económica centrada en las instituciones de los palacios y los templos, con el apoyo de las comunidades agrícolas y pastoriles de los alrededores. Las… Leer
El hundimiento de los regímenes políticos en el Próximo y Medio Oriente, tras la Guerra de Irak (2001–2003) y la Guerra de Siria después del fracaso de la primavera árabe en 2011, propició el surgimiento de movimientos políticos fuertemente ideologizados con una concepción religiosa radical como Estado Islámico (EI) o Daesh.
En los territorios que permanecieron bajo su control se llevaron a cabo una serie de acciones presentadas como la aplicación estricta de los principios islámicos, pero que, de hecho, suponían ataques contra la concepción occidental de la sociedad, como la destrucción de la biblioteca de Mosul y el saqueo de museos y yacimientos arqueológicos como Nimrud, Hatra, Dur Sharrukin (Khorsabad), incluyendo el palacio de Senaquerib, y especialmente el conjunto arqueológico de la ciudad de Palmira, considerada Patrimonio de la Humanidad (World Heritage Site) por la UNESCO desde 1980, donde fueron destruidos los templos de Bel y Baalshamin, el León de A–lat, el Arco monumental, la Torre de Elahbel y diversas secciones del castillo.
No se trata únicamente de una reafirmación ideológica, sino de la transmisión de un mensaje al mundo occidental que entiende los monumentos histórico-arqueológicos como elementos esenciales de un pasado cultural e ideológico común de la Humanidad. Esta moderna iconoclastia constituye un acto político y propagandístico, que llegó incluso a la decapitación pública del conservador del centro arqueológico, Khaled al–Asaad, acusado de apostasía e idolatría.
Las destrucciones realizadas por Estado islámico desde 2004 no constituyen una excepción, al sumarse, entre otros, al saqueo de los museos egipcios durante las revueltas políticas entre 2011 y 2013, o la voladura por los talibanes de los budas de Bamiyan, también patrimonio de la UNESCO, en 2001.
El trasfondo ideológico para dichas destrucciones no es únicamente la defensa del monoteísmo, sino una versión moderna de la Damnatio memoriae (condena y eliminación de la memoria) romana, un intento de borrar la existencia de una determinada estructura social y cultural en un territorio como sistema para negar el derecho a la existencia representado por los elementos icónicos de su pasado.
Destruir el pasado significa negar el presente y, especialmente, el futuro. Infamar los vestigios del pasado es también una herramienta político–social destinada a reafirmar la posesión de un territorio mediante la desaparición de los elementos tangibles de su historia. Es una forma de desarraigo.
La iconoclastia incluye, no obstante, problemáticas diferentes. En otros casos, la destrucción de los símbolos del pasado puede simbolizar una revisión de la propia historia, entendiendo que los cambios sociales contemporáneos deben aplicarse también a la construcción del discurso narrativo del pasado. Es el caso de las estatuas confederadas en Estados Unidos.
Las destrucciones de yacimientos arqueológicos por parte de Estado Islámico tienen también un claro componente de beneficio económico. El saqueo de los museos de Irak durante la invasión de 2003 propició la entrada en el circuito semiclandestino de antigüedades de un gran número de materiales arqueológicos, en parte perdidos definitivamente dentro de las redes ilegales del mercado negro de obras de arte.
Ese saqueo fue seguido por el intento de forzar una modificación de la legislación iraquí para permitir la exportación legal del patrimonio histórico–arqueológico. Con la justificación de preservar una herencia cultural común, se actualizaron las prácticas coloniales que supusieron la exportación del patrimonio arqueológico de Mesopotamia, el Próximo Oriente y Egipto entre finales del siglo XVIII y el siglo XX. Estas son las principales colecciones de los museos europeos y estadounidenses.
Estos materiales, junto a los procedentes de los territorios subsaharianos, asiáticos y oceánicos, se encuentran en muchos casos en litigio de devolución tras las reclamaciones de los países de procedencia. Los pleitos sólo en una pequeña parte culminan con el retorno de los mismos. Esto hace perdurar la fractura y el despojo del patrimonio en aplicación de principios neocoloniales derivados de una errónea, pero arraigada, idea de superioridad cultural.
El tráfico de antigüedades ha constituido durante años una de las principales fuentes de financiación de Daesh. Exporta el producto de sus expolios a través de las permeables fronteras de Turquía, Jordania y el Líbano con la complicidad activa y pasiva de las redes de tráfico de obras de arte y las autoridades políticas, responsables de la comercialización y del cierre de las fronteras.
Se trata de un tráfico que ha comportado un volumen tan elevado de exportaciones ilegales, realizado casi sin enmascaramiento, que forzó la resolución 2199 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas de 15 de marzo de 2015 por la que se declaraba ilegal el comercio de obras de arte histórico–arqueológicas procedentes de Irak y Siria.
Este intento por combatir el tráfico ilícito no tiene muchas posibilidades de servir, al depender fundamentalmente de la voluntad de dos grupos de gobiernos: aquellos que deben impedir el tránsito de los materiales procedentes del saqueo de museos y yacimientos por su territorio, y los que albergan puertos francos de depósito y «enfriamiento» de los materiales antes de que, una vez «blanqueados», pueden incorporarse al mercado clandestino del arte y, lo que es peor, en muchas ocasiones al comercio legal.
En concreto, la resolución de Naciones Unidas incluía: la condena a la destrucción de enclaves del patrimonio cultural de Irak y Siria, con especial mención a los edificios de carácter religioso; la prohibición de llevar a cabo cualquier tipo de tráfico de antigüedades con organizaciones como ISIL, ANF y Al Qaeda; la reafirmación de la ilegalidad del tráfico de obras de arte procedentes de Irak; y la declaración como ilegal del tráfico de obras de arte procedentes de Siria.
En todo caso, las iniciativas de la ONU y la UNESCO se han demostrado ineficaces debido a la propia extensión de la idea de lo que es y significa el patrimonio histórico–arqueológico en muchos países, cuyos dirigentes llegan a considerar dicha destrucción como un problema menor dentro de las tensiones políticas, sociales y económicas que les afectan, mucho más profundas y acuciantes que la conservación de las obras de arte.
Posiblemente, entra en juego también una decisión calculada de minimizar la expansión de Estado Islámico dentro de una política de contención de daños que pasa por la colaboración encubierta. Como en cualquier transacción económica, existe la venta como resultado de una creciente demanda, pero no se actúa con la suficiente firmeza frente a las redes de tráfico ni tampoco ante los intermediarios en las transacciones ni los receptores de los materiales, dado que, con excepción de las piezas mejor conocidas y catalogadas, el mercado de materiales arqueológicos y de obras de arte se nutre del desconocimiento de la procedencia y del blanqueo a que son sometidos los objetos expoliados.
La problemática indicada no dispone de una solución a corto plazo pese a que haga ya más de dos décadas de su inicio. Cabe recordar que todavía en la actualidad, y después de tres cuartos de siglo del final de la Segunda Guerra Mundial, las consecuencias del saqueo de los tesoros artísticos europeos por la Alemania nazi continúan sin resolverse. Eso pese a la ingente labor realizada, incluyendo, en el caso de Francia, la creación y difusión de fondos documentales destinados a la identificación de los propietarios legítimos de obras que forman parte de las colecciones nacionales francesas y, en su caso, proceder a su devolución.
Si el citado es un caso difícil pero asumible dado que muchas de las piezas estaban catalogadas antes de 1939, en el caso de los bienes procedentes del saqueo contemporáneo de yacimientos arqueológicos realizados sin ningún tipo de registro técnico, el problema puede llegar a ser irresoluble.
Glòria Munilla Cabrillana es profesora agregada de Estudios de Artes y Humanidades y directora del Máster Interuniversitario del Mediterráneo Antiguo en la Universitat Oberta de Catalunya.
Publicado originalmente en The Conversation bajo licencia Creative Commons el 14/7/2021
El hundimiento de los regímenes políticos en el Próximo y Medio Oriente, tras la Guerra de Irak (2001–2003) y la Guerra de Siria después del fracaso de la primavera árabe en 2011, propició el surgimiento de movimientos políticos fuertemente ideologizados… Leer
«Me amenazó con matar a mi hija, violarme, hacer fotos y distribuirlas a todo el mundo. Me obligó a mirar mientras torturaban cruelmente a mujeres. Era tan horrible que me puse enferma solo de verlo», relata una mujer anónima en un vídeo en el que detalla su captura en Afrin, en el norte de Siria.
Afrin era una región de mayoría kurda donde las mujeres tenían más derechos que en ningún otro lugar de Siria, un país patriarcal sumido en una guerra sangrienta. El matrimonio infantil y la poligamia estaban prohibidos, y la violencia doméstica, penalizada.
Durante buena parte de la guerra en Siria, la ciudad de Afrin se mantuvo segura, convertida en un santuario que acogía a todo el mundo. Shiler Sildo, una antigua residente en Afrin de 31 años de edad, voluntaria en la Media Luna Roja kurda, explica a openDemocracy que «disfrutábamos de un ambiente de libertad donde todo el mundo, especialmente las mujeres, podía mostrarse como quisiera. Podías vestir pantalones cortos, faldas, vestidos cortos, lo que fuera».
«Había un nivel de criminalidad muy bajo. Tener esa clase de seguridad en Siria era especial. Había una atmósfera utópica, era un lugar muy pacífico», recuerda Shiler.
Pero esto pronto cambió.
Desde 2018, Afrin ha estado bajo el control de milicias respaldadas por Turquía, que tomaron el control de la región tras una operación de dos meses que sacó de allí a las fuerzas kurdas. Para muchos civiles residentes en la ciudad, es como vivir en estado de sitio.
En marzo de 2018, Shiler y su familia huyeron de su casa de cinco dormitorios. «La ciudad ya no podía seguir aguantando la tensión entre las distintas facciones», dice.
Una comisión reciente de Naciones Unidas ha encontrado grandes evidencias de que «la situación de las mujeres kurdas es precaria». La Comisión de Investigación sobre Siria de la ONU halló pruebas abrumadoras de violaciones diarias, violencia sexual, acoso y tortura, en la primera mitad de 2020. Solo en febrero, el informe documenta la violación de al menos 30 mujeres en la ciudad kurda de Tal Abyad . «Las facciones están cometiendo cientos e incluso miles de violaciones a diario», señala Shyler, con preocupación.
A principios de este año, un vídeo mostró a mujeres siendo sacadas de la celda secreta, ilegal y abarrotada de una prisión. El Observatorio Sirio para los Derechos Humanos informó de que estaban desnudas cuando las encontraron.
Estas atrocidades se asemejan a lo que padeció la población kurda a manos de Estado Islámico en varias partes de Irak y Siria, tan solo unos años antes. La diferencia es que estas mujeres no están siendo torturadas por un grupo militante islamista, sino que se encuentran bajo el control de milicias respaldadas por Turquía, un país miembro de la OTAN y aliado de Estados Unidos.
Hay ahora «un clima generalizado de miedo a la tortura, hasta el punto de que muchas mujeres no salen de sus casas porque no quieren convertirse en el objetivo de los grupo armados», indica Meghan Bodette, fundadora del proyecto Mujeres Desaparecidas de Afrin, una página web lanzada en 2018 para rastrear las desapariciones de mujeres en la zona, la otra gran preocupación, junto a la tortura.
Desde enero de 2018, un total de 173 mujeres y niñas han sido presuntamente secuestradas. Solo se ha informado de la liberación de 64 de ellas, mientras que el destino de las 109 restantes sigue sin conocerse. Meghan lo califica como una «total campaña de terror contra la población kurda». Otros investigadores locales de derechos humanos aseguran que ha habido más de 1.500 secuestros. Es importante reseñar que Meghan solo documenta los casos de aquellas mujeres de las que se conoce la identidad completa.
Muchos kurdos huyeron de Afrin en 2018, entre ellos, Hassan Hassan, de 50 años, que cuenta a openDemocracy cómo su familia escapó «con solo algo de comida y la ropa puesta, dejando atrás nuestra casa, los álbumes de fotos, libros de toda una vida, juguetes de niños, muebles y aparatos eléctricos».
La familia de Hassan se refugió en un pueblo y vivió en una cueva durante 45 días: «Había bombardeos a diario, F-16 y drones en el cielo. Pudimos escapar del asedio gracias a la misericordia de Dios». Ahora viven en el lúgubre campamento de Shahba, cerca de Alepo, con otros desplazados internos, incluyendo Shiler y sus tres hijos.
Hassan y Shiler dejaron atrás a unos 200.000 habitantes en Afrin. Los que se quedaron se arriesgaron a ser torturados y secuestrados. Primos, amigos y vecinos de Hassan han desaparecido.
Su nueva vida tampoco ha supuesto un respiro en su sufrimiento. «Ayer no pudimos dormir por el estruendo de las bombas», dice Shiler.
La zona donde se encuentra el campo estuvo anteriormente bajo el control de Estado Islámico, que colocó cientos de minas. Shiler ha sido testigo de la pérdida de vidas, y pasa junto a cuerpos todos los días. «Soportamos este tipo de vida porque, geográficamente, nos sentimos cerca de casa», explica.
Hace ahora un año, el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdoğan, ordenó invadir este enclave kurdo en Siria para «eliminar a todos los elementos del PKK [Partido de los Trabajadores del Kurdistán] y de las YPG [Unidades de Protección Popular]», grupos que considera terroristas. Describió el área como una «zona segura» de unos 480 kilómetros de ancho a lo largo de la frontera. La violencia fue consecuencia de la orden de Donald Trump de retirar todas las tropas estadounidenses del norte de Siria.
Según Human Rights Watch, la realidad en esta «zona segura» es un horror de saqueos diarios, ejecuciones, tiroteos y desplazamientos forzados. Sarah Leah Whitson, directora para Oriente Medio de la ONG, afirma que existen «pruebas irrefutables de por qué las ‘zonas seguras’ propuestas por Turquía no son seguras en absoluto».
Meghan cita la retirada de Trump como un desencadenante de muchas «ramificaciones políticas internas en los Estados Unidos», lo que hizo que los medios occidentales se tomaran mucho más en serio los asesinatos, gracias a un nuevo ángulo político estadounidense.
Un ejemplo fue el asesinato de Hevrin Khalaf, una política e ingeniera civil kurdo-siria, que fue torturada y ejecutada durante la Operación Primavera de Paz, la ofensiva turca de 2019 en el noreste de Siria. Un vídeo de Bellingcat relaciona su muerte con rebeldes respaldados por Turquía. Otras fuente han informado de que estuvo involucrado Ahrar al-Sharqiya, un grupo rebelde sirio que lucha como parte del Ejército Nacional Sirio apoyado por Turquía, a pesar de que este lo ha negado.
El asesinato de Khalaf fue descrito en el diario conservador turco Yeni Safak como una exitosa operación antiterrorista, lo que no podría estar más lejos de la verdad. Khalaf dedicó su vida a la democracia y al feminismo. La autopsia indicó que la sacaron de su automóvil con tanta violencia que le arrancaron el pelo. Luego le dispararon en la cabeza a quemarropa y murió a consecuencia de una hemorragia cerebral grave.
Meghan está preocupada por la «política expansionista y muy nacionalista de Turquía», que, según indica, se extiende a Siria y constituye un gran peligro para las minorías étnicas y religiosas. «Mientras mantengan territorio en Siria, existe el riesgo de que intenten invadir y ocupar más», añade.
Un informe del Centro de Información de Rojava revela que más de 40 exmiembros de Estado Islámico están «siendo refugiados, financiados y protegidos por Turquía en las regiones ocupadas», y que están trabajando en Afrin. Shiler, una antigua maestra, asegura que su escuela, que una vez albergó a más de 200 alumnos, es ahora un centro de la inteligencia turca, y que hay una foto de Erdoğan en pleno centro de Afrin. Hassan afirma que su granja «se la han apropiado excombatientes de Estado Islámico».
La sola mención de Estado Islámico es preocupante, particularmente para las mujeres yazidíes, la minoría religiosa que sufrió un genocidio a manos de los militantes de ese grupo. Amy Austin Holmes, investigadora en la Iniciativa para Oriente Medio de la Universidad de Harvard y miembro del Wilson Center, dice que «se calcula que el 90% de la población yazidí de Afrin ha sido expulsada de sus hogares». ¿Cómo puede sobrevivir esta comunidad tras tanta persecución a lo largo de los años?
El doctor Jan Ilhan Kizilhan, un destacado psicólogo kurdo-alemán que trabaja con los yazidíes, habla del trauma colectivo al que se enfrenta este grupo. «Toda la comunidad se ve afectada directa e indirectamente por los asesinatos. Te conviertes en parte de ese trauma colectivo. Si estás sufriendo, es posible que tengas pesadillas, trastornos del sueño y una sensación de impotencia».
Según Jan, eso es también lo que está sucediendo en Afrin: «[Militantes] están cometiendo violaciones, pero también están destruyendo la dignidad de la sociedad. Es un ataque a tu comprensión del mundo, porque la pregunta es: ¿cómo puede un humano hacer esto?».
Hassan y Shiler comparten esa opinión: «Cuando nos enteramos de lo que les pasa a las mujeres, sentimos que nos pasa a todas. Es difícil para los demás entender el impacto psicológico que nos causa», dice Shiler. Hassan, por su parte, cree que su padre, fallecido recientemente, murió «de dolor».
La comisión de la ONU también detalla el saqueo y la destrucción de sitios religiosos, santuarios y cementerios de una profunda importancia en la región de Afrin.
El informe de la ONU ha confirmado los hallazgos de Meghan, quien, no obstante, y aunque se muetsra agradecida por ello, explica que «tan pronto como estos grupos controlaron el territorio, comenzaron a cometer atrocidades contra la población civil, así que creo que es demasiado tarde». Es muy difícil para los periodistas acceder a esta zona, y quienes hablan arriesgan sus vidas.
«Los medios de comunicación no tienen permitido el acceso, por lo que la gente de Afrin desconoce el número de violaciones que se cometen cada día. La gente está tan asustada que prefiere morir en sus hogares en lugar de salir», dice Shiler.
Estos informes deberían ser usados por Naciones Unidas como una herramienta pata justificar la imposición de sanciones a los Estados responsables de los crímenes. Actualmente, Estados Unidos no ha sancionado a ninguno de los grupos armados respaldados por Turquía, y están permitiendo, de hecho, una operación de ingeniería demográfica con los kurdos, muchos de los cuales perdieron a sus familias luchando al lado de las fuerzas estadounidenses contra Estado Islámico.
Estados Unidos y el Reino Unido son responsables. El Reino Unido congeló las nuevas licencias de exportación para la venta de armas a Turquía, pero las licencias existentes aún pueden utilizarse.
«A Turquía no le importa si ocurren estas violaciones, está satisfecha con cualquier cosa que haga la vida miserable a los kurdos. Pero creo que no les gusta que se hable de ello internacionalmente, y que se le preste atención», señala Meghan.
Shiler, por su parte, piensa que la ocupación es «como el infierno».
Rachel Hagan es una periodista independiente, editora y escritora, especializada en derechos de la mujer y actualidad internacional. Su trabajo ha sido publicado en The Independent, VICE, The Financial Times, Glamour Magazine, ELLE, Huck Magazine y otros.
Publicado originalmente en openDemocracy bajo licencia Creative Commons el 11/11/2020
Traducción del original en inglés: How Syria’s Afrin became hell for Kurds
«Me amenazó con matar a mi hija, violarme, hacer fotos y distribuirlas a todo el mundo. Me obligó a mirar mientras torturaban cruelmente a mujeres. Era tan horrible que me puse enferma solo de verlo», relata una mujer anónima en… Leer
Un vendedor de pan en Damasco, hacia 1910. Fotógrafo desconocido. Fuente: mideastimage.com.
Caja con forma de pato del siglo XIII a. C. Procedente del yacimiento de Minet el Beida, en el puerto de Ugarit, actual Ras Shamra (Siria). Conservada en el Museo del Louvre.
Alepo, Siria, 9/3/2017: Mohammad Mohiedine, de 70 años de edad, fuma en pipa mientras escucha un disco de vinilo en su dormitorio destruido por las bombas, en el barrio de Al Shaar de Alepo, una zona dominada antes por los rebeldes. Foto: Joseph Eid (AFP).
Al 44º presidente de los Estados Unidos se le podrán reprochar muchas cosas, pero la falta de optimismo no es una de ellas. Cuando el pasado día 11, de vuelta en su querida Chicago, Barack Obama se despidió del pueblo estadounidense en su último discurso público (una nueva demostración de su brillante oratoria y de su capacidad para conectar con la gente), el todavía inquilino de la Casa Blanca recuperó, sin dudarlo, el histórico lema que le llevó hasta la presidencia por primera vez, hace ocho años. Ante una audiencia entregada que clamaba por el imposible («Four more years!», ¡cuatro años más!), y pese al ‘coitus interruptus’ de saber que en tan solo unos días ocupará su puesto un personaje como Donald Trump, Obama cerró sus palabras con el mismo mensaje de esperanza que convenció a millones de personas en 2008, haciendo posible la hazaña de situar por vez primera a un hombre negro en el cargo más importante del país, y, en muchos sentidos, del mundo: Yes, we can (Sí, podemos). Y luego añadió: Yes, we did (Sí, lo hicimos; sí, pudimos). Pero, ¿ha podido realmente?
En términos generales, Obama deja un país mejor que el que encontró, al menos en lo que respecta a la economía, pero también un buen número de expectativas frustradas o directamente incumplidas. El que fuera el candidato del «cambio» y la «esperanza»ha sido asimismo, para muchos, el presidente de las oportunidades perdidas, unas oportunidades que, a la vista de quien va a sentarse en el Despacho Oval a partir del próximo viernes, no van a volver a repetirse fácilmente. Y algunos de sus logros más importantes, como la reforma sanitaria o la migratoria, podrían tener los días contados.
En el exterior, Obama, premiado en 2009 con un Nobel de la Paz que resultó ser, probablemente, algo prematuro, tampoco puede presumir demasiado. El entusiasmo inicial que despertó en todo el mundo el cambio que el joven presidente suponía con respecto a su antecesor (George W. Bush), con sus acercamientos al mundo musulmán (qué lejos queda ya aquel famoso discurso en El Cairo), o sus decisiones de poner fin a dos guerras (Afganistán e Irak), se fue transformando poco a poco en decepción y, en muchas ocasiones, en más de lo mismo.
Quedarán, en el apartado del debe, sus fracasos en el trágico atolladero de Siria y en el moribundo proceso de paz palestino-israelí, o los miles de muertes causadas por sus drones (durante el mandato de Obama, EE UU ha bombardeado un total de siete países —Afganistán, Irak, Pakistán, Somalia, Yemen, Libia y Siria—, frente a los cuatro bombardeados por Bush —los cuatro primeros— ). En el apartado del haber, pasos históricos como la reapertura de relaciones con Cuba y el acuerdo nuclear con Irán, sus iniciativas en contra de la tortura, o momentos ‘cumbre’ como, dejando a un lado las normas del derecho internacional, el asesinato del líder de Al Qaeda y cerebro de los atentados del 11-S, Osama Bin Laden.
No obstante, y como siempre en estos casos, tan injusto sería culpar al presidente de todos los aspectos negativos ocurridos durante su mandato, como atribuirle en exclusiva todos los logros. La sociedad estadounidense, como la global, ha experimentado durante estos ocho años cambios muy profundos, unos cambios que han acabado traduciéndose, de algún modo, en una gran polarización ideológica y una evidente desconexión entre ciudadanos y politicos, de izquierda a derecha, reflejadas en manifestaciones tan distintas como el movimiento Occupy que se extendió por EE UU en 2011 tras el 15-M español, o la inesperada elección como presidente del millonario Donald Trump en 2016. Unos cambios que, al mismo tiempo, han permitido también hitos como el reconocimiento, en todo el país, de la legalidad del matrimonio entre homosexuales, o el hecho de que, por primera vez, una mujer (Hillary Clinton) haya estado a punto de ocupar la Casa Blanca.
Paradójicamente, ha sido durante el mandato del primer presidente negro cuando los hondos conflictos raciales tan presentes aún en EE UU han vuelto a exacerbarse (debido, sobre todo, a la violencia discriminatoria ejercida por la Policía contra ciudadanos negros), y ha sido también durante el mandato del que iba a ser «el presidente de la gente» cuando hemos conocido, por ejemplo, el masivo espionaje cibernético al que el Gobierno estadounidense somete a sus ciudadanos. A menudo, también es cierto, Obama se ha dado de frente contra el muro de la falta de apoyo político, especialmente en el Congreso, una cámara que ha estado férreamente dominada por los republicanos en estos últimos años: para cuando el presidente quiso apretar el acelerador de sus reformas, en el tramo final de su mandato, ya era demasiado tarde. A su pesar, Guantánamo sigue abierto, y el cambio en las leyes que regulan la posesión de armas, pendiente.
Tal vez el error, visto sobre todo desde Europa, o desde la Europa más de izquierdas, haya sido creer que Obama era un auténtico revolucionario, y no tanto lo que finalmente resultó ser: un presidente con honestas intenciones transformadoras, pero dependiente, al fin y al cabo, y no siempre en contra de su voluntad, de los mecanismos de poder (políticos, económicos, militares) y los valores tradicionales (capitalismo incuestionable, cierto chauvinismo) que siguen marcando buena parte de la realidad de su país.
Lo que parece claro es que Obama se va con la popularidad prácticamente intacta, un factor al que probablemente haya contribuido el clima viciado que ha caracterizado las últimas elecciones presidenciales. Según un último sondeo de Associated Press-Norc Center for Public Affairs, el 57% de los estadounidenses encuestados aprueban su gestión, lo que le sitúa muy por delante de su predecesor (Bush se fue con un 32%) y ligeramente por encima de Ronald Reagan (51%), aunque aún lejos de Bill Clinton (63%). Para el 27%, Obama ha sido incapaz de mantener su promesa de unificar el país, y uno de cada tres opina que ha incumplido sus compromisos, si bien el 44% cree que, al menos, lo ha intentado.
Obama asumió la presidencia de EE UU con una herencia, la de George W. Bush, que incluía, entre otras cosas, dos guerras, una crisis económica interna sin precedentes desde la Gran Depresión y una imagen de Estados Unidos en el mundo por los suelos. El nuevo presidente ofrecía, para empezar, un talante completamente distinto: más inteligente y tolerante, con un mejor carácter y un fino y agudo sentido del humor, educado en Harvard pero no elitista, soñador pero realista, progresista pero en modo alguno radical, e inmune (algo que ha logrado mantener) a cualquier escándalo de corrupción o de carácter personal. Repasamos ahora su legado, recordando también sus promesas y retos de hace ocho años, tanto en política exterior como en política interior.
Cuando Obama llegó al poder en enero de 2009, tres años antes del estallido de la ‘primavera árabe’, y ocho antes de la sangrienta irrupción de Estado Islámico, el nuevo presidente tenía ante sí tres desafíos fundamentales en lo que respecta a la región más convulsa del planeta: retirar las tropas estadounidenses de Irak y y lograr la estabilización del país, poner fin a la guerra en Afganistán, y contribuir a un proceso de paz real entre palestinos e israelíes. Ocho años después, la retirada de los soldados es una realidad en Irak, pero el país, asolado por el terrorismo yihadista, la división sectaria y la debilidad de su gobierno tras la nefasta gestión estadounidense que siguió a la invasión de 2003, está muy lejos de ser estable; la guerra de Afganistán se cerró más bien en falso (EE UU aún mantiene tropas allí); y el proceso de paz palestino-israelí está completamente muerto.
En el camino, las nuevas realidades de la zona han supuesto un desafío constante, al que la administración estadounidense no ha sabido responder adecuadamente. La tragedia de la guerra en Siria es, tal vez, el principal ejemplo: la política contradictoria y pasiva de Washington ha contribuido a perpetuar el conflicto y ha dado alas a la Rusia de Putin, cuyo apoyo incondicional al régimen de Asad sigue haciendo imposible una salida. Por otro lado, EE UU ha intentado distanciar su discurso de la política israelí, pero no ha presionado lo suficiente como para forzar avances en el proceso de paz, e incluso ha alcanzado niveles récord en la venta de armas a este país. Y en Yemen, donde otra guerra prácticamente olvidada sigue masacrando a la población, Washington mantiene su respaldo a la coalición, liderada por Arabia Saudí, que está lanzando las bombas.
Según explica a 20minutos.es Ignacio Álvarez-Osorio, profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad de Alicante y coordinador de Oriente Medio y el Magreb en la Fundación Alternativas, «la inacción, el distanciamiento y la parálisis» que han caracterizado la política «fallida, errática e improvisada» de Obama en Oriente Medio han dejado una región «bastante peor de lo que estaba hace ocho años», incluyendo la expansión de Estado Islámico, frente al que EE UU no ha sido capaz de oponer una estrategia verdaderamente eficaz. Aún reconociendo el condicionante de la herencia de Bush, Álvarez-Ossorio no duda en hablar de «gran decepción», tras un principio que parecía esperanzador, «gracias al discurso en El Cairo, o al hecho de que se dejase caer a Mubarak en Egipto».
Sin embargo, teniendo en cuenta las duras críticas recibidas por Bush a causa de su intervencionismo en la región, ¿qué opciones reales tenía Obama? «Podía haber explorado más otras alternativas, basadas en una diplomacia más coherente y en el multilateralismo, en buscar otros actores», explica Álvarez-Osorio. «El intervencionismo militar no es la única opción, pero es difícil ganar credibilidad cuando tus principales aliados siguen siendo países autocráticos, o cuando el distanciamiento de gobiernos como el saudí o el israelí es tan tibio».
El mayor logro conseguido por la administración de Obama en Oriente Medio es, sin duda, la consecución del acuerdo con Irán, un acuerdo que permitió controlar la escalada nuclear en este país y levantar las sanciones impuestas a Teherán; que, en cualquier caso, no es atribuible en exclusiva a la diplomacia estadounidense, y que está pendiente ahora de lo que pueda hacer con él el nuevo presidente Trump.
Junto con el acuerdo nuclear con Irán, el otro gran momento del mandato de Obama en política exterior ha sido la normalización de las relaciones con Cuba, un proceso cuya primera fase culminó en el histórico apretón de manos en La Habana entre el presidente estadounidense y el cubano, Raúl Castro, en marzo de 2016. Era la primera vez en 88 años que un mandatario de EE UU visitaba la isla, un gesto comparable, en significación histórica, a la visita que Obama hizo también a Hiroshima, la primera de un presidente estadounidense a la ciudad japonesa arrasada por la primera bomba atómica hace 50 años.
No obstante, tampoco aquí el éxito es atribuible tan solo a Obama. La situación de cierto aperturismo en la isla tras la retirada de Fidel Castro del poder, y el final de los años duros de George W. Bush fueron factores fundamentales. Y no hay que olvidar que, al igual que en lo referente a Irán, el nuevo presidente, Trump, tendrá la autoridad ejecutiva de revertir las propuestas diplomáticas de Obama para con la isla, incluyendo la relajación de las sanciones y las restricciones de viaje. Trump, de momento, mantiene abiertas «todas las opciones».
Con otro de los tradicionales antagonistas de EE UU, Corea del Norte, las cosas no han ido tan bien, aunque, en este caso, ha sido la postura aislacionista y beligerante del régimen dictatorial de Pionyang la que no ha contribuido, precisamente, a allanar el camino. La tensión nuclear, las provocaciones a los vecinos y los ensayos armamentísticos han seguido incrementándose, y los conatos de diálogo parecen haber pasado a mejor vida.
«Cuando Obama fue elegido en 2008 se generó una gran expectación en Europa», comenta a 20minutos.es Carlota García Encina, investigadora del Real Instituto Elcano y profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad Francisco de Vitoria de Madrid: «Parecía, sobre todo en comparación con los años de Bush, que se iniciaba una nueva relación transatlántica, pero la generación de Obama no se siente tan ligada al Viejo Continente como las anteriores y, aunque en un primer momento el trato fue cordial, EE UU empezó a mirar cada vez más a Asia y a los países emergentes, y a dejar claro su deseo de que los países europeos se fuesen haciendo cargo de su propia defensa», añade.
Esta cierta distancia, no obstante, ha ido evolucionando a lo largo de todo el mandato, especialmente ante la magnitud de problemas globales como el terrorismo o la llegada masiva de refugiados, o debido a situaciones de crisis como la guerra en Ucrania. García Encina señala, en este sentido, que «Obama fue cada vez más consciente de que necesitaba una Europa fuerte, de que no existe una alternativa, y de que estadounidenses y europeos son quienes siguen haciéndose cargo de la mayoría de los problemas del mundo». «Por eso», agrega, «Obama ha venido insistiendo, sobre todo al final de su presidencia, en la necesidad de ‘más Europa’ [cuando apoyó la opción contraria al brexit, por ejemplo], y de una Europa más activa que reactiva».
La relación con el otro lado del Atlántico, sin embargo, ha estado marcada por la creciente tensión, cuando no enemistad directa, con la Rusia de Putin. Como recuerda García Encina, los planes de Obama para mejorar las relaciones con Moscú (ese «volver a empezar» que se propuso al inicio de su segundo mandato) se vieron truncados por la guerra en Ucrania y la anexión rusa de Crimea en 2014, y, especialmente, por el apoyo del Kremlin al régimen sirio de Bashar al Asad. Tras las acusaciones a Moscú de haber intervenido en la campaña electoral estadounidense, y a pesar del ‘idilio’ político entre Vladimir Putin y Donald Trump, restablecer una mínima normalidad entre ambas potencias no va a ser tarea fácil.
Antes de ser elegido presidente, Obama, quien llegó a ser acusado de «proteccionista encubierto» por su primer rival electoral, el republicano John McCain, se había mostrado partidario, en general, del libre comercio mundial, si bien matizando que «no todos los acuerdos son buenos». Al término de su mandato, el balance en este sentido es más bien pobre, con solo tres acuerdos implementados exitosamente (Panamá, Colombia y Corea del Sur), algo no necesariamente negativo para los detractores de este tipo de tratados, tanto desde la derecha más proteccionista («roban trabajo a los locales y favorecen a las empresas extranjeras»), como desde el activismo izquierdista («contribuyen a aumentar el poder de las grandes corporaciones frente a los gobiernos, y minan los derechos sociales y laborales»).
Los dos grandes objetivos de su administración fueron el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) y la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP). El TPP, firmado en febrero de 2016 por 12 países que, juntos, representan el 40% de la economía mundial, todavía no ha sido ratificado y, teniendo en cuenta que Trump ha anunciado la retirada estadounidense del mismo, su futuro es, siendo optimistas, incierto. Mientras, el TTIP, la controvertida propuesta de libre comercio entre EE UU y la UE, sigue negociándose, pero está siendo abandonada por cada vez más políticos a ambos lados del Atlántico. «A diferencia de lo que ocurre en Europa», indica García Encina, «el TTIP no está en el debate público en EE UU; es un asunto de Washington».
Obama llegó al poder en mitad de una crisis económica descomunal, cuyos efectos aún siguen sufriéndose en medio mundo. Con más de 9 millones de parados, el desempleo afectaba al 6,7% de la población activa; la deuda pública superaba los 10.600 millones de dólares; la industria financiera estaba a un paso del colapso, y 700.000 millones de dólares eran dedicados a gasto militar. Grandes empresas habían quebrado, la confianza de los inversores era prácticamente inexistente, había decrecido alarmantemente la capacidad adquisitiva y, por tanto, el consumo; la industria automovilística (uno de los motores del país) estaba en coma, y el déficit presupuestario alcanzaba un registro histórico de 483.000 millones de dólares, sin contar con los 700.000 millones del erario público destinados a rescatar, principalmente, a los bancos y entidades financieras a la vez causantes y víctimas de buena parte de la crisis.
Al inicio de su primer mandato, Obama impulsó un importante paquete de estímulo económico y una serie de reformas legales y financieras que, poco a poco, han ido dando frutos. Su gobierno supervisó la salvación de General Motors, implementó un Programa de Viviendas Asequibles que evitó que millones de propietarios perdieran sus casas al permitirles refinanciar sus hipotecas, y negoció un acuerdo que anuló muchos de los recortes de impuestos aprobados en la era de George W. Bush, a cambio de congelar el gasto general, e incluyendo importantes medidas fiscales como la Ley de Recuperación y Reinversión de 2009.
Ocho años después, el desempleo ha caído al 4,6%, el nivel más bajo desde 2007, y la creación de puestos de trabajo sigue estable, con 178.000 nuevos empleos registrados el pasado mes de noviembre. Además, y pese a que Obama no ha conseguido avances en su empeño por aumentar el salario mínimo federal (el Congreso, dominado por los republicanos, se ha opuesto sistemáticamente), o a que el poder adquisitivo sigue sin alcanzar los niveles esperados (el ingreso de los hogares en 2015 seguía siendo inferior al de 2007), los sueldos, en general, han empezado a recuperarse (aunque sigue existiendo desigualdad entre hombres y mujeres), y el mercado de valores está alcanzando nuevos máximos.
Según un informe del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, el crecimiento de los salarios reales ha sido en estos últimos años el más rápido desde principios de la década de los setenta, y en el tercer trimestre de 2016, la economía estadounidense creció un 11,5% por encima del máximo registrado antes de la crisis, con la renta per capita situada un 4% sobre los niveles anteriores a 2009.
La reforma del sistema sanitario estadounidense fue, desde un principio, la gran apuesta de Barack Obama, y también el principal blanco de los ataques al presidente provenientes de los sectores más conservadores. Su implementación, aunque fuese rebajando en parte sus ambiciosos planes iniciales, ha sido, según él mismo, su gran legado. Su futuro, considerando que Trump ha prometido hincarle el diente («suspenderla» y «aprobar una propuesta mejor») nada más asumir la presidencia, está en el aire.
Básicamente, el llamado Obamacare, el paquete de reformas sanitarias aprobado en 2010, tiene como objetivo permitir un mayor acceso de los ciudadanos al sistema de salud, en un país donde no existe una sanidad pública como tal. Los estadounidenses pueden ahora comprar seguros médicos federalmente regulados y subsidiados por el Estado, lo que ha permitido que el porcentaje de personas sin protección se haya reducido del 15,7% (un total de 30 millones) en 2011 al 9,1% en 2015.
La ley, por ejemplo, prohíbe a las compañías de seguros tener en cuenta condiciones preexistentes, y les exige otorgar cobertura a todos los solicitantes, ofreciéndoles las mismas tarifas sin importar su estado de salud o su sexo. Además, aumenta las subvenciones y la cobertura de Medicaid, el programa de seguros de salud del Gobierno.
La reforma, sin embargo, ha tenido que convivir con serios problemas, incluyendo el hecho de que varios estados gobernados por republicanos se han negado a aplicar su parte, o graves dificultades informáticas que fueron ampliamente divulgadas por la prensa y utilizadas por la oposición, disparando las críticas de sus detractores.
La reforma migratoria fue, junto con la sanitaria, la otra gran promesa de Obama durante la campaña electoral que le llevó a la Casa Blanca en 2008, pero sus esfuerzos por que el Congreso la sacase adelante cayeron una y otra vez en saco roto. Finalmente, nada más ser reelegido, el presidente anunció que no estaba dispuesto a seguir esperando, y que aprobaría una serie de medidas por decreto (acción ejecutiva). Lo hizo, finalmente, y entre las airadas críticas de los republicanos, en 2014.
Esta ‘minireforma’ no afectaba a aspectos como la ciudadanía o la residencia permanente (Obama no podía llegar tan lejos, con la ley en la mano), pero sí permitía regularizar la situación de cerca de la mitad de los inmigrantes indocumentados que residen en el país (unos cinco millones, de un total de 11 millones de ‘sin papeles’). En concreto, la reforma afectaba a aquellos que tienen hijos que son ciudadanos estadounidenses o residentes permanentes, y que pueden demostrar que llevan en el país desde antes del 1 de enero de 2010 y carecen de antecedentes criminales. La ley está ahora suspendida por una larga batalla legal en la que se ha cuestionado su constitucionalidad.
Por otro lado, la dura y xenófoba retórica anti-inmigración del presidente electo, Donald Trump, ha hecho olvidar a menudo que la administración de Obama ostenta el récord de deportaciones de EE UU hasta la fecha, con una media de 400.000 al año. Según datos del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), el gobierno de Obama deportó a cerca de 2,5 millones de inmigrantes entre 2009 y 2015. El mayor número de deportaciones se produjo en 2012, cuando fueron expulsadas 410.000 personas, alrededor del doble que en 2003. Un informe de 2013 del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE UU señalaba que alrededor de 369.000 inmigrantes irregulares fueron deportados durante ese año. La mayoría de los deportados, 241.493, eran mexicanos.
Las afirmaciones de Donald Trump según las cuales la criminalidad en EE UU está «peor que nunca» son falsas. Es cierto que en algunas grandes ciudades ha crecido la tasa de homicidios, pero, en general, los índices de delincuencia han bajado de forma constante durante los ocho años de gobierno de Barack Obama, uno de cuyos grandes objetivos (no cumplido del todo) ha sido la reforma del sistema de justicia penal y, en especial, intentar acabar con la discriminación racial que conlleva actualmente.
Como destaca la BBC en un repaso al legado de Obama en este aspecto crucial de la política doméstica, en 2010 el presidente firmó la llamada Acta de Sentencias, con la que se equiparararon las penas por posesión de crack y de cocaína en polvo. Hasta entonces, los castigos para los condenados por lo primero, la mayoría ciudadanos afroamericanoss, eran muy severas. En ese mismo año, Obama firmó otra ley que establece que el tiempo mínimo de prisión obligatoria por posesión de cocaína, que suele implicar desproporcionadamente a delincuentes de raza negra, sea más acorde con las penas de cocaína en polvo.
En enero de 2016, por otra parte, Obama tomó una serie de medidas ejecutivas destinadas a limitar el uso del aislamiento en las cárceles federales y proporcionar un mejor trato a los reclusos con enfermedades mentales. También ha utilizado su poder presidencial para conmutar las penas por drogas a más de 1.000 infractores no violentos, y ha apoyado una política del Departamento de Justicia que dio lugar a la liberación anticipada de unos 6.000 reclusos.
Su gran frustración, no obstante, ha sido no poder lograr un mayor control sobre la posesión de armas de fuego. Tras la matanza de la escuela primaria de Sandy Hook en Connecticut, el 14 de diciembre de 2012, Obama pidió mayores restricciones, algo en lo que ha insistido desde entonces, públicamente, varias veces. Sin embargo, debido al poder de presión de lobbies como la Asociación Nacional del Rifle, y a la oposición del ala más conservadora del Congreso, al final no ha podido promulgar nuevas políticas importantes al respecto.
Antes de ser elegido por primera vez, Obama prometió que cerraría la base estadounidense de Guantánamo, en Cuba, lo antes posible. De hecho, en la primera semana tras su toma de posesión (el segundo día, para ser exactos), el nuevo presidente firmó un decreto que contemplaba la clausura definitiva, «en menos de un año», de esta prisión militar, un complejo penitenciario fuera de la ley por el que habían pasado entonces casi 800 hombres, considerados por EE UU «combatientes enemigos ilegales»; la mayoría de ellos, acusados de pertenecer a los talibanes o a Al Qaeda, algunos sometidos a torturas, y ninguno con el derecho reconocido a un juicio previo o a la representación de un abogado. Ocho años después, y aunque con menos prisioneros (45 en la actualidad, frente a los 242 reos que había en 2009), el gran símbolo de la ‘guerra contra el terror’ de George W. Bush sigue abierto.
A lo largo de estos ocho años, Obama ha intentado en numerosas ocasiones hacer efectivo el cierre de la prisión, pero se ha encontrado una y otra vez con el rechazo y las restricciones del Congreso, reacio, principalmente, al traslado a suelo estadounidense de prisioneros que supondría la clausura de la base. En respuesta, la administración de Obama ha ido llevando a cabo un plan de transferencia de prisioneros a otros países, pero no ha sido suficiente.
Obama llegó a la Casa Blanca con una agenda medioambiental muy clara y es justo reconocer que ha tratado de cumplirla. El presidente ha intentado impulsar las energías renovables, promoviendo la construcción de más plantas solares y tomando medidas para modernizar la industria y hacerla menos dependiente del carbón. También prohibió perforaciones petroleras en el Atlántico y el Ártico, y participó activamente en el debate internacional sobre el calentamiento global, contribuyendo de forma determinante a la negociación del gran acuerdo para combatir el cambio climático que 195 países firmaron durante el COP21 en París, en diciembre de 2015.
Este acuerdo, ratificado por EE UU (y amenazado ahora por la postura en contra de Trump), estableció una serie de nuevas regulaciones que controlan la contaminación de las centrales eléctricas de carbón y limitan la minería del carbón y la perforación de petróleo y gas, tanto en tierras continentales como en aguas costeras.
Además, el presidente estadounidense hizo uso de su autoridad ejecutiva para designar un total de 548 millones de acres (más de 2,2 millones de Km²) de territorio como hábitat protegido, más que cualquier presidente anterior.
Obama, sin embargo, dejó pasar también oportunidades importantes. A principios de su mandato, cuando los demócratas tenían aún mayoría, el Congreso llegó a aprobar un estricto programa para controlar las emisiones de carbono. El Senado, sin embargo, dio prioridad a las reformas financiera y sanitaria, y, para cuando la ley volvió al Congreso, los demócratas estaban ya en minoría.
Publicado originalmente en 20minutos
Al 44º presidente de los Estados Unidos se le podrán reprochar muchas cosas, pero la falta de optimismo no es una de ellas. Cuando el pasado día 11, de vuelta en su querida Chicago, Barack Obama se despidió del pueblo… Leer