Quienes confiaban en que el nuevo año trajese al fin la progresiva resolución, si no de todos, sí al menos de algunos de los conflictos que están castigando Oriente Medio, van a tener, muy probablemente, que seguir esperando: una de… Leer
Quienes confiaban en que el nuevo año trajese al fin la progresiva resolución, si no de todos, sí al menos de algunos de los conflictos que están castigando Oriente Medio, van a tener, muy probablemente, que seguir esperando: una de las claves fundamentales para llegar a alcanzar cierta estabilidad y poner freno a la violencia que arrasa actualmente países como Siria o Yemen pasa por la voluntad de cooperación de las dos grandes potencias de la región, Irán y Arabia Saudí, y eso es algo que, tras la crisis desatada esta semana entre ambos países, no parece que vaya a ocurrir a corto plazo.
La enconada rivalidad entre Riad y Teherán, un enfrentamiento de décadas interconectado con la tensión religiosa (el 95% de los 29 millones de habitantes de Arabia Saudí son musulmanes suníes; el 89% de los 78 millones de Irán, musulmanes chiíes), pero cuyos motivos reales tienen mucho más que ver con la lucha por obtener el dominio geopolítico de la región, se ha acrecentado más aún si cabe estos últimos días, tras la ejecución el pasado sábado, por parte de las autoridades saudíes, de 47 personas acusadas de «terrorismo», entre ellas, un influyente clérigo chií, Nimr Al Nimr.
Los sentenciados, en su mayoría suníes de nacionalidad saudí, murieron en doce prisiones distribuidas por todo el país (decapitados en ocho de ellas, fusilados en las cuatro restantes), en una masiva aplicación de la pena capital que bien podría haber escandalizado no solo a Irán, sino a cualquier otro país, incluyendo los occidentales, que tan a menudo hacen la vista gorda ante los abusos saudíes contra los derechos humanos. Pero no fue el desatado uso del patíbulo lo que soliviantó a las autoridades de Teherán, que, a fin de cuentas, ejecutan a al menos 300 personas al año, frente a la media de 80 de Arabia Saudí (más de 150 en 2015 bajo el reinado del nuevo rey Salman), sino el hecho de que entre los ajusticiados se encontrara el mencionado Al Nimr, una figura muy crítica con el régimen de Riad y que gozaba de una gran popularidad entre la minoritaria comunidad chií de Arabia Saudí.
La ejecución de Al Nimr fue recibida en Irán como una provocación en toda regla. Tan solo unas horas después de que se llevase a cabo la sentencia, grupos de manifestantes incendiaron la embajada saudí en Teherán clamando venganza, y, pese a que el Gobierno iraní condenó el ataque, Arabia Saudí respondió rompiendo relaciones diplomáticas con Irán. En los días siguientes lo harían también Sudán, Bahréin, Yibuti y Somalia, mientras que los Emiratos Árabes Unidos reducían sus contactos con Teherán, y Catar y Kuwait llamaban a consultas a los embajadores iraníes en estos países.
Esta última crisis es, en todo caso, la escenificación política de un conflicto que lleva años dirimiéndose fuera de las fronteras de ambos países, en guerras subsidiarias (proxy, en el término inglés comúnmente utilizado por los expertos) donde las dos potencias están desempeñando un papel determinante, apoyando a sus respectivas facciones afines.
De momento, un enfrentamiento bélico directo entre Irán y Arabia Saudí, de catastróficas consecuencias para ambos y para el resto de la región, no parece, muy probable. Por un lado, los dos tienen demasiado que perder; por otro, la rivalidad ya se está expresando suficientemente en el complicado tablero que constituyen actualmente los conflictos de Siria, Yemen e Irak. El problema es que este enfrentamiento indirecto puede acabar resultando igual de catastrófico.
En Siria, Irán respalda abiertamente, junto con Rusia, al régimen de Bashar al Asad (por afinidad religiosa —la élite gobernante siria es alauí, una rama del islam conectada con el chiísmo—, pero, sobre todo, para extender su influencia y mantener el eje de territorio amigo que le conecta con la milicia chií Hizbulá en Líbano), mientras que de Arabia Saudí ha partido una parte esencial del apoyo obtenido por las milicias integristas (salafistas y yihadistas) que han acabado eliminando la oposición laica y moderada al régimen de Damasco.
La ayuda de Moscú a Asad es, sin duda, esencial, pero sin la intervención de Teherán, y también de sus aliados chiíes de Hizbulá, el dictador sirio habría tenido serios problemas para mantenere en el poder. Y sin la intervención saudí (especialmente la indirecta, a través de dinero más o menos privado), los grupos yihadistas, incluyendo Estado Islámico, no habrían llegado hasta donde están ahora, ni la oposición laica estaría tan debilitada.
Las escasas esperanzas de que llegue a alcanzarse un acuerdo sobre el futuro de Siria, y de que puedan avanzar las hasta el momento infructuosas negociaciones de paz, pasan, aparte de por el compromiso de actores externos como Rusia o EE UU, por el entendimiento entre Riad y Teherán, no solo en lo referente a su injerencia (armamentística, política y financiera) en el conflicto, sino, especialmente, y como destaca la analista Itxaso Domínguez de Olazábal, para hacer de la lucha contra Estado Islámico el objetivo prioritario de ambos, más allá de sus intereses contrapuestos. Algo que, por ahora, no está en la agenda real de ninguna de las dos potencias.
En Yemen, mientras tanto, los papeles se reparten al contrario: los saudíes apoyan al régimen del presidente Abd Rabu Mansur Hadi, liderando una coalición internacional que lleva meses bombardeando el país sin piedad, en un intento de acabar con la rebelión de los hutíes, un grupo opositor chií que, con el supuesto respaldo de Irán (según Teherán, solo moral), se hizo a principios de 2015 con el control de la capital, Saná, y forzó la salida del mandatario.
Teherán, a su vez, ha multiplicado su presencia militar en Irak (país de mayoría chií), donde milicias iraníes combaten a los yihadistas suníes de Estado Islámico, de forma paralela a la lucha contra Daesh que llevan a cabo el Ejército regular iraquí y los combatientes kurdos. Irán es, asimismo, y por otro lado, el principal valedor de la milicia chií libanesa Hizbulá, un factor que podría contribuir de forma determinante a desactivar el bloqueo político en el que se encuentra Líbano, sin presidente desde mayo de 2014.
Superada al menos —aparentemente— la antigua simplificación de «árabes contra persas», la tentación contemporánea, alentada por el enfoque igualmente simplificador de muchos medios de comunicación, es reducir toda esta crisis a un enfrentamiento religioso, o sectario, entre suníes y chiíes, en una lucha que se habría venido produciendo «durante siglos», y a la que se acude cada vez más a la hora de explicar todos y cada uno de los conflictos de Oriente Medio, con la excepción del palestino-israelí.
La realidad, sin embargo, es bastante más compleja, y tiene como fondo principal el uso que los poderes políticos han hecho y siguen haciendo de esa rivalidad religiosa, invocando argumentos sectaristas para justificar ambiciones estratégicas. La tensión sectaria, evidentemente, existe y juega un papel innegable en los diferentes escenarios de violencia que padece la región, pero es el continuo secuestro identitario que supone la utilización de esa tensión como elemento excluyente (no solo por ambas partes, sino también por Occidente) lo que la ha exacerbado hasta sus incendiarios niveles actuales.
Según explica Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante, bajo este enfoque exclusivamente sectarista subyace un intento de «debilitar a los escasos regímenes seculares que habían conseguido éxitos relativos a la hora de instaurar un Estado moderno, centralizado y avanzado; convertir a estos países en Estados fallidos y volver a las lógicas sectarias y tribales». En este sentido, resulta útil recordar, por ejemplo, el desastre político a que dio lugar en Irak el enfoque sectario del gobierno auspiciado por Estados Unidos tras la invasión de 2003.
Tampoco es cierto, por otra parte, que suníes y chiíes hayan estado en guerra constante desde el cisma que dio lugar a las dos principales ramas del islam, durante el periodo que siguió a la muerte del profeta Mahoma, en el siglo VII. Ambos grupos han alternado periodos de gran conflictividad con largas épocas de convivencia más o menos pacífica, y han compartido objetivos e intereses (dos ejemplos significativos: el califato otomano, de naturaleza suní, obtuvo el respaldo de importantes grupos chiíes a principios del siglo XX; y durante la guerra entre Irán e Irak —1980-1988—, muchos chiíes iraquíes combatieron al lado de Bagdad, anteponiendo la identidad nacional a la religiosa o, al menos, compartiendo con sus compatriotas suníes su condición de víctimas obligadas a luchar por el régimen de Sadam Husein).
Dicho esto, el elemento religioso tampoco puede obviarse, pero la clave en este sentido se encuentra más en el extremismo que caracteriza a los gobiernos, tanto de Irán como de Arabia Saudí (los dos son teocracias fundamentalistas regidas por la sharia, o ley islámica), que en el hecho de que pertenezcan a ramas religiosas diferentes.
A continuación, los episodios más destacados del enfrentamiento entre saudíes e iraníes a lo largo de las últimas décadas, incluyendo las claves de la crisis actual:
Durante las décadas más tensas de la Guerra Fría, tanto Irán como Arabia Saudí fueron considerados por Occidente como países aliados frente a la influencia soviética en Oriente Medio (especialmente en Siria y, en menor medida, en Egipto). Con el Irán del sha, colocado en el poder después de que los servicios secretos del Reino Unido y Estados Unidos se encargasen de derrocar al incómodo primer ministro Mohammad Mosaddeq en 1953, se podía contar para cualquier cosa. Y respecto a Arabia Saudí, la tranquilidad estaba también asegurada gracias, en parte, el pacto más o menos secreto alcanzado el 14 de febrero de 1945 a bordo del crucero Quincy entre el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt (que volvía de la Conferencia de Yalta) y el rey saudí Ibn Saud. Por este acuerdo se reconocía que la estabilidad de Arabia Saudí forma parte de «los intereses vitales» de EE UU (petróleo), el reino saudí se comprometía a garantizar el aprovisionamiento energético y Washington le otorgaba, a cambio, «la protección incondicional contra cualquier amenaza exterior». Además, Ibn Saud concedía el monopolio de la explotación del petróleo a las compañías estadounidenses, lideradas por la Aramco del clan Rockefeller, durante un plazo de 60 años, al término del cual Riad recuperaría sus pozos.
Todo esto cambió en febrero de 1979 con el triunfo de la revolución islámica en Irán, liderada por el ayatolá Jomeini. Desde entonces, el objetivo declarado de Teherán de exportar la revolución a todo el mundo musulmán, y, en concreto, la asunción por parte de Teherán de la doctrina de Wilayat Faqih (gobierno del faqih), según la cual el máximo poder temporal entre los chiíes debe residir en su líder supremo, ha chocado de frente con los intereses de Arabia Saudí, que, como guardiana de los lugares más sagrados del islam (La Meca y Medina), insiste en proclamarse como líder del islam suní, mayoritario entre los musulmanes de todo el mundo.
La ineficacia de Irán a la hora de extender la revolución (con la excepción de su influencia en Líbano, a través de la milicia Hizbulá) fue tranquilizando, no obstante, las suspicacias saudíes, mientras que en el interior del reino, cada vez más rico gracias a los ingresos del petróleo, iba cobrando más y más fuerza la interpretación salafista (fundamentalista) del islam suní, que, entre otras cosas, considera herejes a los chiíes.
La guerra entre Irán e Irak, que comenzó en 1980, supuso el primer escenario en el que Arabia Saudí se opuso expresamente a Irán. Pese a no ser un aliado natural del régimen iraquí (laico) de Sadam Husein, Riad financió el esfuerzo bélico de Bagdad con unos 25.000 millones de dólares, y animó a los países vecinos (Kuwait, Emiratos, Catar, Bahréin) a que hicieran lo mismo.
En 1981, Arabia Saudí creó el Consejo de Cooperación del Golfo para extender su zona de influencia y aislar en lo posible la onda expansiva de la revolución iraní. La iniciativa, sin embargo, no fue muy eficaz, ya que el resto de las monarquías del Golfo se mostraron reticentes a participar en una fuerza militar conjunta bajo el mando saudí.
La guerra irano-iraquí tuvo consecuencias también en el aspecto económico, ya que, con el fin de debilitar las finanzas iraníes, Riad aumentó considerablemente su producción de petróleo, en un intento de hacer caer los precios y poner en peligro las exportaciones petroleras de Irán, base fundamental de la economía del país persa. Según explica la experta Agnès Levallois en el diario Le Monde, uno de los principales factores que explican la rivalidad entre Arabia Saudí e Irán es, precisamente, esta competencia sobre la gestión de los recursos energéticos y económicos de la región.
Irán, por su parte, respondió a la invasión iraquí que dio lugar a la guerra desarrollando una estrategia de «defensa preventiva», basada en la creación de lazos (milicias paramilitares, partidos políticos) con árabes chiíes en otros países, lo que le permitiría actuar de manera subsidiaria más allá de su territorio, algo que Arabia Saudí no vio precisamente con buenos ojos.
El 31 de julio de 1987, las autoridades saudíes reprimieron una multitudinaria manifestación antiestadounidense y antiisraelí de peregrinos iraníes en La Meca. Durante los disturbios murieron 400 peregrinos, 275 de ellos iraníes. En respuesta, grupos de manifestantes asaltaron la embajada saudí en Teherán y retuvieron al personal diplomático como rehenes. Uno de los funcionarios saudíes murió y, en abril del año siguiente, Arabia Saudí rompió relaciones diplomáticas con Irán por primera vez.
Ambos países, sin embargo, dejarían a un lado sus diferencias para hacer frente común contra Sadam Husein, cuando éste invadió Kuwait en 1990, dando lugar a la Primera Guerra del Golfo. En 1991, Irán volvió a autorizar los vuelos directos de peregrinos a La Meca.
Durante el resto de la década de los noventa, las relaciones entre Irán y Arabia Saudí, así como entre Irán y Estados Unidos, mejoraron notablemente, gracias, en parte, a las presidencias en Irán del pragmático Hashemi Rafsanjani (1989-1997) y del reformista Mohamed Jatamí (1997-2005).
Tras largas negociaciones, saudiés e iraníes retomaron relaciones diplomáticas y comerciales y, en 1997, Irán organizó la cumbre de la Organización de la Conferencia Islámica, en la que participaron 54 países, y a la que acudió el entonces príncipe heredero y futuro rey de Arabia Saudí, Abdala bin Abdulaziz.
Dos años más tarde, Jatamí viajó a Arabia Saudí, en la primera visita oficial al reino de un presidente iraní desde la revolución de 1979.
La caída de Sadam Husein tras la invasión de Irak por parte de la coalición liderada por Estados Unidos en 2003 alteró la balanza sectaria en la región. Pese al carácter laico del régimen de Sadam, el dictador, un suní, había enfatizado la vertiente religiosa de su gobierno, en un intento por ganarse simpatías durante los duros años de sanciones económicas internacionales que siguieron a la Primera Guerra del Golfo.
Ahora, Arabia Saudí perdía un importante contrapeso suní frente al poder chií de Irán, en un país, Irak, donde la mayoría de la población es también chií, al tiempo que, de la mano de Washington, el Gobierno iraquí pasaba a manos de un chií, Nouri Al-Maliki (en el poder hasta 2014).
La guerra civil en Irak que siguió a la invasión estadounidense, la creciente actividad terrorista de Al Qaeda (una organización suní que bebe de la ideología salafista que mana del manantial fundamentalista saudí) contra objetivos chiíes (civiles incluidos), la proliferación de milicias chiíes proiraníes y, finalmente, la política discriminatoria hacia la comunidad suní del gobierno de Maliki, convirtieron Irak en un nuevo escenario de enfrentamiento entre las dos potencias, y fueron abonando asimismo el terreno para el nacimiento de Estado Islámico.
El estallido en 2011 de las revueltas populares que sacudieron Oriente Medio y el Magreb, la conocida como «primavera árabe», supuso nuevos enfrentamientos entre Irán y Arabia Saudí, aliados con facciones enfrentadas entre sí en diversos escenarios, especialmente, en Siria, Bahréin y, posteriormente, Yemen.
En marzo de 2011, tropas del Consejo de Cooperación del Golfo, encabezadas por Arabia Saudí (un millar de soldados) y con participación también de militares emiratíes (500), entraron en Bahréin para ayudar al Gobierno de este país (suní) en su represión contra las protestas de la mayoría chií (la llamada «revolución de la plaza de la Perla»), unas protestas que contaban con el respaldo de Teherán. Hubo miles de detenidos y se impuso el estado de emergencia.
Teherán rechazó la intervención militar saudí en Bahréin, y los países del Golfo, liderados por Riad, denunciaron la «permanente interferencia iraní» en sus asuntos, sobre todo tras el descubrimiento de una red de espionaje relacionada con Irán. El jefe de las tropas enviadas a Bahréin, el general Mutlaq bin Salem, llegó a decir que su objetivo era evitar una «agresión extranjera» en el país árabe, en clara referencia a Irán.
Mientras, en Siria, Irán es, desde que comenzo la guerra civil en 2011, el principal apoyo del presidente Bashar al Asad (alauí, una rama del chiísmo). Damasco recibe de Teherán ayuda tanto militar como financiera. Arabia Saudí, por su parte, respalda a los grupos opositores, mayoritariamente suníes, y dominados ahora por las distintas facciones yihadistas, lo que ha complicado terriblemente el rompecabezas sirio, y ha puesto en entredicho el papel saudí en el conflicto.
Desde marzo de 2015, Arabia Saudí lidera una coalición militar internacional árabe en apoyo del presidente de Yemen, Abd Rabu Mansur Hadi, quien fue desalojado del palacio presidencial en enero de ese año por los rebeldes hutíes. Los hutíes profesan el zaidismo, una rama islámica relacionada con la vertiente imamí del chiísmo (institucionalizada en Irán), lo que, en teoría, les hace aliados de Teherán. De hecho, tanto Arabia Saudí como el Gobierno yemení han denunciado en reiteradas ocasiones que los hutíes están recibiendo apoyo de Teherán, algo que Irán, quien no oculta su apoyo moral a los rebeldes, niega.
Según explica Levallois, Arabia Saudí está convencida, «de un modo casi paranóico», de que la revuelta hutí supone la emergencia de una nueva «colonia iraní» al otro lado de sus fronteras, «mientras que lo único que reclaman las minorías chiíes es tener los mismos derechos que sus conciudadanos suníes».
En cualquier caso, exista o no ese apoyo directo iraní, la reducción del conflicto en Yemen a un mero enfrentamiento entre chiíes y suníes supone, de nuevo, una gran simplificación, e implica considerar suníes a todos los rivales de los hutíes, algo que no es cierto.
Como explicaban en la revista Middle East Report los profesores Stacey Philbrick Yadav y Sheila Carapico, «el zaidismo está relacionado con la rama imamí del chiísmo del mismo modo que, por ejemplo, los ortodoxos griegos son una rama del catolicismo. Relacionar ambos credos puede tener sentido, tal vez, en términos esquemáticos, pero en lo relativo a doctrina, prácticas, políticas y hasta festividades religiosas, el zaidismo y el chiísmo imamí son muy distintos. […] En el limitado sentido en que este conflicto es ‘sectario’, también lo es institucional, ya que empezó con la rivalidad existente entre campamentos hutíes y campamentos salafistas financiados por Arabia Saudí […], un relato bastante más interconectado con el poder estatal contemporáneo que con ‘eternas disputas’ entre las dos ramas dominantes del islam».
La guerra en Yemen ha causado ya casi 6.000 muertos, de ellos 2.800 civiles, y desatado una gravísima crisis humanitaria. Según datos de Naciones Unidas, más de 21 millones de personas en Yemen requieren algún tipo de ayuda humanitaria para sobrevivir, lo que supone alrededor de un 80% de la población, incluidas las 2,3 millones de personas que se han visto desplazadas.
Después de doce años de crisis, el acuerdo nuclear alcanzado finalmente el pasado 14 de julio entre Irán y el denominado Grupo 5+1 (EE UU, Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania) permitió el inicio de la vuelta de Teherán al escenario político internacional, y supondrá, con el progresivo levantamiento de las sanciones económicas, un respiro financiero para el país de los ayatolás.
Arabia Saudí, que se opuso desde un principio a este acuerdo (Irán llegó a acusar a Riad de aliarse con el enemigo número uno, Israel, para impedir que las negociaciones salieran adelante), teme que los nuevos ingresos económicos que empezarán a fluir poco a poco hacia Irán permitan a Teherán incrementar su influencia en la región, al tiempo que se siente, de algún modo, desplazada en las preferencias de sus aliados tradicionales, empezando por Estados Unidos.
El pasado día 2, Arabia Saudí anunció la ejecución de 47 acusados de «terrorismo», incluyendo al clérigo disidente chií Nimr Al Nimr, una acción ante la que Estados Unidos y los países europeos, maniatados por sus intereses económicos con el reino saudí, permanecieron callados o respondieron de la manera más tibia posible, pero que causó fuertes protestas, no solo en Irán y entre la propia comunidad chií saudí, sino también en Irak, donde cientos de chiíes tomaron las calles pidiendo al gobierno iraquí el cierre de la embajada saudí (reabierta el mes pasado tras 25 años), y en la parte india de Cachemira, donde miles de chiíes se manifestaron contra la ejecución, blandiendo carteles con la imagen del clérigo o llevando banderas negras.
La reacción más intensa, no obstante, se produjo, obviamente, en Irán, donde manifestantes llegaron a incendiar la embajada saudí en Teherán. El asalto a la delegación diplomática derivó en la decisión de Riad de romper relaciones diplomáticas con Teherán, una iniciativa a la que se sumaron posteriormente Sudán, Bahréin, Yibuti y Somalia.
Según la versión oficial, Al Nimr, detenido en julio de 2012 por apoyar los disturbios contra las autoridades saudíes que estallaron en febrero de 2011 en la provincia de Al Qatif, en el este del país y de mayoría chií, fue sentenciado a la pena capital por «desobedecer a las autoridades, instigar a la violencia sectaria y ayudar a células terroristas». Para Irán, Al Nimr no era más que una voz crítica contra el régimen de Riad, y su muerte se enmarca en la represión sistemática que, según Teherán, ejerce el reino saudí contra su minoría chií.
La muerte del clérigo, sin embargo, no puede entenderse sin tener en cuenta la situación interna por la que atraviesa el régimen saudí. De hecho, Arabia Saudí ha aplicado en muy pocas ocasiones la pena capital a detenidos relacionados con protestas de la minoría chií. Así, la mayoría de los expertos coinciden en interpretar la ejecución de Al Nimr como una cortina de humo destinada a desviar la atención de la población, en un momento en el que el Gobierno, atenazado por la caída del precio del petróleo, se enfrenta a una incipiente crisis económica, con un déficit presupuestario cercano a los 80.000 millones de dólares, un desempleo (sobre todo el juvenil) en aumento, y serios recortes sociales a la vista que amenazan con minar el privilegiado estado del bienestar al que están acostumbrados los saudíes.
A ello se añadiría la necesidad de aplacar las voces de las facciones religiosas suníes más ultraconservadoras, cuyas críticas al régimen se han multiplicado en los últimos meses; el deseo de dar un respiro mediático a la guerra en Yemen, estancada y sin resultados favorables claros para el reino saudí; y, por supuesto, la intención de reafirmar la autoridad saudí en la región, en un momento en el que, tras la firma del acuerdo nuclear con Irán, Riad se siente menos respaldada internacionalmente.
Por último, las 47 ejecuciones del pasado sábado pueden interpretarse asimismo como un gesto más dentro de la campaña de mano dura que, obligado a consolidar su poder ante las intrigas internas, parece estar llevando a cabo el nuevo rey saudí, Salman bin Abdulaziz, desde que accedió al trono hace un año tras la muerte de su medio hermano, el rey Abdala, y en colaboración con su hijo, el príncipe heredero sustituto y ministro de Defensa, Mohamed bin Salman.
Ambos serían los principales responsables de que Arabia Saudí haya abandonado la política de discreción y operaciones en la retaguarda que había caracterizado al país durante años, en una nueva era más agresiva en la que se enmarcarían, además de los bombardeos sobre Yemen, el incremento del número de ejecuciones, las ayudas a los insurgentes sirios, el reforzamiento del eje que forma con el resto de las monarquías absolutistas del Golfo (especialmente Bahréin y los Emiratos Árabes Unidos, ya que Omán sigue tratando de mantener un papel más neutral), o incluso los movimientos para alterar el precio del petróleo, destinados a perjudicar a Irán y a los países no pertenecientes a la OPEP.
En cuanto a Irán, las autoridades civiles del país respondieron a la ejecución de Al Nimr lanzando graves acusaciones contra Arabia Saudí (incluendo la de apoyar el terrorismo), pero, al mismo tiempo, han tratado asimismo de calmar los ánimos, empezando por el presidente del país, Hasan Rohaní, quien condenó lo ocurrido en la delegación diplomática saudí y aseguró que el Ministerio del Interior, el servicio secreto y la policía debían perseguir a los responsables. «El ataque de extremistas contra la embajada saudí en Teherán es injustificable y tuvo consecuencias negativas para la imagen de Irán», indico: «Este tipo de actos tienen que terminar de una vez por todasx.
Menos moderada se han mostrado, como era de esperar, la otra columna del poder en Irán: la religiosa. El líder supremo iraní, el ayatolá Ali Jamenei, dijo el domingo pasado que los políticos del reino saudí se enfrentarán a un castigo divino por la muerte el clérigo ejecutado. «La sangre injustamente derramada de este mártir oprimido, sin duda pronto mostrará su efecto, y la divina venganza caerá sobre los políticos saudíes», afirmó. El Consejo de Guardianes de la Revolución, por su parte, prometió una «dura venganza» contra la dinastía real saudí.
Publicado originalmente en 20minutos
Quienes confiaban en que el nuevo año trajese al fin la progresiva resolución, si no de todos, sí al menos de algunos de los conflictos que están castigando Oriente Medio, van a tener, muy probablemente, que seguir esperando: una de… Leer
La decisión del rey Abdalá de Arabia Saudí de admitir por primera vez a mujeres en el Consejo de la Shura tiene una importante significación simbólica, pero, a efectos prácticos, es bastante irrelevante. Aunque pueda parecerse a un parlamento, el Consejo de la Shura no es un órgano ejecutivo con poder real, sino una institución meramente consultiva que se limita a asesorar sobre nuevas leyes. Sus integrantes, además, son nombrados por el propio rey, con lo que no es probable que las mujeres designadas (un total de 30, la quinta parte del nuevo Consejo) tengan un perfil especialmente reivindicativo o reformista. La medida, en cualquier caso, ha sido suficiente para que los clérigos conservadores del país hayan puesto el grito en el cielo.
Para entender mejor el funcionamiento de los órganos de poder saudíes es importante recordar que el rey y su familia detentan un poder prácticamente absoluto, solo limitado por la ley islámica (sharia). Existe un Consejo de Ministros para dirigir las políticas gubernamentales y desarrollar las actividades burocráticas, pero sus miembros son elegidos por el monarca y responden ante éste. La mayor parte de los ministerios y de los altos cargos del Gobierno están ocupados por miembros de la familia real.
En Arabia Saudí no hay partidos políticos reconocidos legalmente, las elecciones son solo locales y, aunque la independencia de la administración de justicia está protegida por la ley, el rey actúa como corte de apelación y tiene la potestad de otorgar el perdón. En el último Índice de Democracia de la revista The Economist, correspondiente al año 2011, el país figura como el séptimo régimen más autoritario del mundo, solo por detrás de Guinea Ecuatorial, Birmania, Uzbekistán, Turkmenistán, Chad y Corea del Norte.
En este contexto, el Consejo de la Shura difícilmente puede ser considerado como un parlamento real y democrático del que emanan leyes, ni sus componentes, hombres o mujeres, como la representación de la voluntad del pueblo. La propia admisión de estas 30 consejeras es más una especie de concesión que el reconocimiento de un derecho. El rey, además, ha impuesto límites: la cuota femenina no puede exceder el 20%. Y entre las designadas hay dos miembros de la familia real: las princesas Sara, hija del rey Faisal (1964-1975), y Modi, hija del rey Jalid (1975-1982).
Las nuevas integrantes del Consejo entrarán a la sala principal por un acceso diferente al de los hombres, se sentarán separadas de éstos por una barrera y deberán llevar el velo que deja solo los ojos al descubierto (niqab), con lo que no será sencillo identificarlas.
Aún así, la medida ha sido valorada como positiva por quienes ven en este gesto un nuevo signo del tímido avance del papel de la mujer en la sociedad saudí que estaría impulsando en los últimos tiempos el monarca, un anciano que este año cumplirá 90 años. En 2011, Abdalá anunció, por ejemplo, que las mujeres podrán votar y ser elegidas para ejercer cargos en los próximos comicios municipales de 2015, y hace unos años, en 2009, autorizó por primera vez que hombres y mujeres compartiesen las aulas de una universidad. Hay quien argumenta incluso que al establecerse una cuota del 20% de mujeres en la Shura se asegura una presencia femenina mucho mayor que la que habría resultado de un proceso electoral, en un país tan conservador como Arabia Saudí.
Una de las nuevas miembros del Consejo, Thuraya al Arrayed, dijo a la BBC que su presencia en la Shura puede «ayudar a cambiar la opinión de los saudíes sobre las mujeres». «Es una ocasión histórica, y me siento honrada de formar parte de ella. Si funciona, si resulta ser positiva, contribuirá a modificar actitudes preocupantes sobre la participación de las mujeres. No estoy hablando tan solo del Consejo de la Shura, sino de dar más poder a las mujeres, y de incrementar su participación en los asuntos generales del país», añadió.
El decreto concerniente al nuevo Consejo fue anunciado el 11 de enero, pero las ‘diputadas’ no fueron investidas hasta el pasado día 19. «El lugar que ocupáis no es el de alguien que ha recibido un honor, sino el de alguien a quien se le ha encargado una responsabilidad, como representante de una parte de la sociedad», dijo el rey a las nuevas integrantes de la Shura, durante la ceremonia de toma de posesión.
De momento, la parte de la sociedad a la que se supone que representan no puede conducir y necesita el permiso de un «guardián» masculino para poder trabajar, viajar al extranjero, divorciarse, ingresar en un hospital público o abrir una cuenta bancaria.
Más información y fuentes:
» Saudi king grants women seats on advisory council (AP)
» Saudi king swears in first women members of advisory council (Reuters)
» Saudi Arabia’s king appoints women to Shura Council (BBC)
» Des Saoudiennes à l’Assemblée : «Une avancée significative mais symbolique» (France 24)
La decisión del rey Abdalá de Arabia Saudí de admitir por primera vez a mujeres en el Consejo de la Shura tiene una importante significación simbólica, pero, a efectos prácticos, es bastante irrelevante. Aunque pueda parecerse a un parlamento, el… Leer
Ramón Lobo, en Aguas internacionales (El País), 23/2/2011:
¿Es todo fruto de la hartura de los jóvenes árabes, de la pérdida simultánea y colectiva del miedo? ¿Es Mohamed Bouazizi la mecha que prende un incendio global televisado por Al Jazeera, una cadena con auctóritas en la calle musulmana? Fidel Castro es de los que ven una mano negra, es decir, estadounidense, detrás de las revueltas y sostiene que EE UU se dispone a invadir Libia para defender sus intereses petroleros. Los amantes de las teorías conspirativas han encontrado en estos acontecimientos un filón. Los hay que apuntan a un plan judío-norteamericano cuyo objetivo final es Irán. La realidad es casi siempre menos sofisticada. […]
Ramón Lobo, en Aguas internacionales (El País)