Manifestantes palestinos penetran en la zona fronteriza entre Israel y Siria el pasado 15 de mayo, durante la conmemoración de la Nakba. Foto: Jalaa Marey / JINI / Getty Images
El pasado fin de semana, en el aniversario de la Nakba –catástrofe–, como denomina el mundo árabe al éxodo provocado por la fundación del Estado de Israel, millares de palestinos, la mayoría descendientes de los 700.000 que huyeron o fueron expulsados de su tierra en 1948, trataron de penetrar en los Altos del Golán –territorio sirio ocupado por Israel–, en diversas zonas limítrofes con Líbano, en pasos fronterizos en Gaza y en varios puntos de Cisjordania.
Los manifestantes, cuyas protestas se extendieron a Egipto y Jordania, y que, obviamente, tenían que contar con el permiso de los Estados limítrofes, se veían a sí mismos como una prolongación de la lucha democrática que sacude el mundo árabe desde hace ya más de cuatro meses.
Y ante esta protesta, simbólicamente invasora pero desarmada y, salvo en algunos casos donde se produjeron graves enfrentamientos, esencialmente pacífica, las fuerzas de seguridad israelíes volvieron a demostrar que no saben, o no quieren, manejar el problema. Al menos 13 manifestantes fueron abatidos el fin de semana, varios centenares resultaron heridos o detenidos, y el crédito internacional del ocupante, como resaltaba el editorial del diario El País de este martes, volvió a caer por los suelos.
Más allá del lamentable desenlace, no obstante, la cuestión clave parece ser la posibilidad de que haya surgido al fin un movimiento de protesta palestino más general, más unido y, trascendiendo a las dos intifadas anteriores, basado en la resistencia no violenta.
No va a ser fácil. Una resistencia no violenta efectiva requiere, entre otras cosas, dejar de trabajar para el enemigo, y esto es algo que muchos palestinos no están en condiciones de permitirse, si quieren seguir llevando dinero a sus ya de por sí empobrecidas familias (más del 30% de la población palestina vive en el paro y sin ningún tipo de protección social).
Actualmente se calcula que hay unos 65.000 trabajadores palestinos en Israel, aunque probablemente sean muchos más, ya que una gran parte están empleados en la economía sumergida. La mayoría son trabajadores temporales y su situación es realmente precaria: Según denunciaba Hasan Bargouthi, director de Democracia y Derechos para los Trabajadores de Palestina, en una entrevista publicada en Rebelión hace dos años, la Policía les detiene y a veces les rompe el permiso de trabajo, con lo que se encuentran en territorio israelí sin permiso; pagan diferentes impuestos para el Gobierno israelí, pero apenas tienen beneficios; y de su salario les descuentan un 1% para un sindicato israelí que no les protege en absoluto, y otro 13% para un fondo de pensiones supuestamente palestino, pero que no funciona porque el Gobierno israelí lo retiene.
Para muchos, no obstante, eso es más de lo que pueden encontrar en los territorios ocupados.
Y, sin embargo, la resistencia no violenta puede ser la última solución que queda en una lucha donde han fracasado ya tanto los levantamientos más violentos (dos intifadas que han mantenido despierta la atención del mundo, pero sin posibilidad alguna de éxito ante una maquinaria militar israelí que opera prácticamente con impunidad internacional), como las eternas negociaciones y pseudonegociaciones de paz. Porque a los líderes (israelíes y palestinos) les falta valor para adoptar compromisos y ceder posiciones en favor del entendimiento, y porque la comunidad internacional se ha mostrado impotente, en el mejor de los casos, y claramente interesada, en el peor.
Siempre resulta sencillo animar a alguien a que resista sin violencia desde la comodidad del sofá, a miles de kilómetros de distancia, frente al televisor. Es fácil aconsejar a los palestinos que se sienten en el suelo y reciban palos hasta que el mundo no pueda aguantar más el espectáculo y reconozca por fin su derecho a un Estado independiente. Pedirles que se nieguen a mostrar sus pasaportes, que se encadenen al vergonzoso muro que les aprisiona como animales en Cisjordania, que no respondan a la provocación con pedradas o con cohetes, sino de forma pacífica y tenaz, día tras día, hasta que el invasor quede humillado y sin argumentos.
La realidad sobre el terreno es, por supuesto, mucho más dura y mucho más compleja. Y la realidad social del pueblo palestino hoy en día no tiene mucho que ver ni con la India de los años cuarenta ni con el sur de EE UU en los sesenta. Tras años de ocupación y de miseria, lo que ha crecido en el terreno desesperado y claustrofóbico de los territorios ocupados no es, precisamente, la filosofía gandhiana, sino planteamientos mucho más radicales de los que se ha aprovechado, además, el fanatismo religioso. No es una realidad unánime, ni es lo mismo vivir en Ramala que en un suburbio de la franja de Gaza, pero es una realidad que no puede ignorarse. Una gran parte de los niños palestinos vive en una especie de pecera destructiva, donde la violencia (no sólo la israelí) y la falta de futuro es el lenguaje cotidiano a ambos lados del cristal. Muchos niños palestinos no han oído hablar jamás de Gandhi, pero conocen de memoria los nombres de sus «mártires». Y los niños de hoy son los jóvenes de mañana, como los jóvenes de hoy, que son quienes están llamados a hacer la revolución, eran los niños de ayer, cuando las cosas no estaban mucho mejor, sino tal vez peor incluso.
Por otra parte, la posibilidad de que el integrismo reaccione con actos de terrorismo ante lo que sin duda calificará de «concesiones» y de «debilidad» siempre está ahí. Y el comprensible miedo de los ciudadanos israelíes a morir masacrados por una bomba mientras cenan en un restaurante seguirá justificando la represión a ojos de buena parte del mundo.
Pero, con ser todo esto cierto, también lo es que la oportunidad parece única. El impulso y el ejemplo de las revueltas en el resto del mundo árabe, la reciente reconciliación (aunque sólo sea sobre el papel) entre las dos facciones palestinas rivales y un gobierno estadounidense que, al menos en teoría, puede mostrarse algo más receptivo, son factores que conforman, todos ellos, un escenario nuevo.
La tarea, sin embargo, no podrán llevarla a cabo los palestinos solos. Como destacaba ayer uno de los artículos (como siempre, sin firma) del semanario británico The Economist,
Durante años hemos escuchado a los analistas de EE UU renegar del carácter violento del movimiento nacional palestino. Si escucharan las lecciones de Gandhi y de Luther King, insisten, tendrían su Estado hace ya mucho tiempo. Ningún gobierno israelí reprimiría con violencia un movimiento palestino no violento de liberación nacional que tan sólo pretendiese el reconocimiento universal a su derecho de autodeterminación.
Pero […] este punto de vista ignora el hecho de que ya existe ese movimiento no violento, y de que está creciendo. […] Incluso la primera intifada, que estalló en 1987, estuvo al principio tan cerca de la no violencia como podía esperarse razonablemente. La mayoría de los actos de protesta eran huelgas y manifestaciones, y, luego, un buen número de chicos tirando piedras y la contínua amenaza de actos terroristas, procedente, en su mayor parte, de organizaciones con base en el extranjero. […]. Fue la brutal respuesta israelí lo que hizo que la intifada perdiera rápidamente su carácter no violento. […]
En cualquier caso, para los que siguen creyendo que Israel dará a los palestinos un Estado en el instante en que renuncien a la violencia, el momento de la verdad parece haber llegado ya. […] Lo ocurrido durante la Nakba es «la peor pesadilla de Israel: Masas de palestinos marchando, desarmados, hacia las fronteras del Estado judío […]».
[…] Les hemos pedido a los palestinos que depongan las armas. Les hemos dicho que la culpa de que no tengan un Estado es suya, que si abrazasen la no violencia, el mundo, razonable y sin prejuicios, vería la justicia de sus reclamaciones. Pues bien, eso es lo que han hecho. ¿Qué va a ocurrir si miles de palestinos siguen manifestándose de forma no violenta, e Israel les sigue disparando? ¿Haremos buena nuestra retórica y presionaremos a Israel para que reconozca su Estado, o resultará que nuestras teorías no eran más que una táctica cínica en un contexto internacional inmoral, dominado por el militarismo israelí y los grupos de la derecha estadounidense, unidos por su discurso común de la amenaza árabe-musulmana?
El pasado fin de semana, en el aniversario de la Nakba –catástrofe–, como denomina el mundo árabe al día en que se fundó Israel, millares de palestinos, la mayoría descendientes de los 700.000 que huyeron o fueron expulsados de su tierra en 1948, trataron de penetrar en los Altos del Golán –territorio sirio ocupado por el Estado israelí–, en diversas zonas limítrofes de Israel con Líbano, en pasos fronterizos en Gaza y en varios puntos de Cisjordania.
Artillería de las fuerzas leales a Gadafi, destruida por la aviación francesa, cerca de Bengasi, en Libia, el 19 de marzo. Foto: Bernd Brincken / Wikimedia Commons
¿Era la intervención armada la única manera posible de detener la brutal represión de Gadafi contra su propio pueblo? Muchos piensan que sí, y la ONU ha dado su bendición. Otros, sin embargo, mantienen firme su apuesta por la no violencia como único modo efectivo y moralmente válido de resolver conflictos. Es el caso del británico Symon Hill, miembro del ‘thinktank’ Ekklesia, tal y como explica él mismo en un artículo publicado hoy en The Guardian. Un extracto:
Millones de personas por todo el norte de África y Oriente Medio han demostrado en estos últimos meses el poder de la no violencia. Pero ni los políticos británicos ni los expertos parecen haber aprendido la lección, y se han ido sumando uno tras otro al apoyo a los bombardeos sobre Libia […]. A pesar de todas las evidencias, se vuelve a dar por cierta la antigua suposición de que la violencia funciona.
La no violencia ha sido una de las principales características de la gran mayoría de los activistas que han luchado contra la tiranía en Túnez, Egipto y otros lugares. Comprensiblemente, el pueblo libio ha tenido que recurrir a la violencia en su desesperación, pero su caso ha sido la excepción.
Como pacifista, estoy acostumbrado a que me tachen de ingenuo, de cínico y de antipatriota. La mayoría de los medios de comunicación apenas han dedicado espacio a los que se oponen a los bombardeos. La ausencia de un debate real alcanzó el absurdo cuando a los diputados [británicos] se les permitió votar sobre el ataque… una vez que ya había comenzado. […]