Ocurre de vez en cuando: una estrella anglosajona —por ejemplo, Damon Albarn— se junta con músicos del Sur Global —por ejemplo, The Orchestra of Syrian Musicians— y el resultado nos deslumbra. O un grupo europeo —por ejemplo, The Blaze— graba un videoclip bellísimo que muestra a un migrante que regresa al lugar donde nació —por ejemplo Argelia— y nos emocionamos. O, con menos frecuencia, plataformas como Boiler Room nos traen la música de una estrella siria —por ejemplo, Omar Souleyman—, tunecina o maliense. Entonces, recordamos —nosotros, que presumimos de saber todo lo que ocurre en los sótanos de Madrid y Glasgow— que la música no se acaba donde termina el alfabeto latino y aparece una curiosidad difícil de saciar.
Intentar abarcar una escena completa (imaginemos: «el rock radical vasco», «los años de la ruta destroyer») en un texto breve siempre implica, por cada acierto, muchas arbitrariedades y omisiones. Intentar abarcar la producción musical reciente de unos 280 millones de personas (el número de hablantes del árabe) tiene, en el mejor de los casos, algo de empeño quijotesco, y en el peor, algo de fantasía taxonómica. Sin embargo, en la práctica es el mercado el que aplasta con su rodillo incluso estas fantasías discutibles y el que impide —mediante sus algoritmos de recomendación o mediante la imagen que los medios generalistas dibujan de los países árabes— que lleguen a nuestros oídos las canciones que se producen y comparten en lugares como Soukra, El Cairo o Manama.
Son muy pocos los grupos y solistas que, desde el mundo árabe, alcanzan el circuito de festivales occidental (algo importante para la difusión de su mensaje, puesto que en lugares como Bahréin o Tánger los músicos están entre los primeros que padecen la falta de libertad de expresión y son reprimidos), y son muy pocos los medios que prestan atención a sus lanzamientos. En este sentido, lo que sigue es solo una iniciación deficiente: un intento de recoger tres o cuatro ideas o movimientos principales y una lista de nombres valiosos escogidos, sobre todo, mediante el azar que dirige las derivas virtuales de link en link. Pero si te interesa lo que sigue, vas a necesitar mucha más información, así que en cuanto puedas visita el blog del periodista Andy Morgan, siempre al tanto de lo que suena en el Sáhara; descárgate la aplicación Mideast Tunes, una potente alternativa a Spotify creada por la activista Esra’a Al Shafei; únete al grupo de Facebook 𐌀CID 𐌀RAB, activo y lleno de novedades; y, claro, escucha Mediterráneo (Radio 3), conducido por Pilar Sampietro.
Amplificadores en la arena
A finales de los años 80 el raï era la sensación. Algunos vieron en este género, que surge en Orán y añade sintetizadores y batería a las flautas, panderos y darbukas de la música tradicional magrebí, una respuesta a las décadas de partido único y rigorismo islámico en Argelia. El raï llegó a Europa a través de París y se integró entre los géneros urbanos de aquella ciudad gracias a dos emisoras de radio que hoy siguen emitiendo.
Las estrellas del raï, como Cheb Khaled, disponen de millones de suscriptores en sus canales de YouTube y defienden un estilo de vida hedonista que incluye un abundante consumo de alcohol («no queremos beber, queremos emborracharnos; no queremos cantar, queremos gritar»). Estos estribillos impíos han costado la vida a más de un intérprete, como Cheb Aziz o Cheb Hasni, asesinados a mediados de los años 90, pero forman parte de la esencia transgresora y rebelde del género, frente al que el gobierno argelino ha mantenido posiciones cambiantes (desde la prohibición hasta el reconocimiento). Ahora el raï es una parte importante de la industria discográfica francesa y, si algunos lo compararon durante su despegue con el blues (por sus temas, por su vocación marginal), finalmente sus hibridaciones más interesantes se han dado con el reggae y con el jazz.
La tesis fundamental de La música: una historia subversiva, de Ted Gioia (Turner, 2020), es que la innovación musical siempre procede de los entornos más desfavorecidos. La pintura y la escultura necesitarían del poder y los mecenas para desarrollarse, la novela solo se explicaría a partir del tiempo libre del que goza la burguesía en el siglo XIX, mientras que, por el contrario, los nuevos modos de expresión musical casi siempre surgen, desafiantes, de los «esclavos, bohemios, rebeldes y otros individuos excluidos de las posiciones de poder que sienten poca lealtad hacia las formas de actuar y las actitudes dominantes de las sociedades en las que viven».
En Malí y Níger, el pueblo tuareg ha estado marginado durante décadas. Protagonistas de cuatro rebeliones, la última en 2012 (terminó con la fundación del Estado de Azawad, no reconocido internacionalmente), los tuaregs son, además de los habitantes más pobres del Sáhara según el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, los herederos de una riquísima tradición musical y los verdaderos bluesmen del desierto, por usar una etiqueta espectacular pero también precisa.
Ali Farka Touré fue uno de los pioneros. Ingeniero de sonido, en los años 80 alcanza el éxito internacional con su disco homónimo. Sus canciones, que recuerdan a las de John Lee Hooker por la superposición de ritmos, suelen estar escritas en lengua songhay, lingua franca a lo largo del río Níger. Pero si las referencias de Touré son occidentales, Tinariwen son los primeros en incorporar la guitarra eléctrica a los sonidos del desierto. Mientras en España algunos acoplaban sus amplificadores al flamenco, ellos inauguraban el rock tuareg, en el que la percusión la protagoniza el tende y no la batería y aparece un sonido parecido al de la slide guitar gracias al imzad.
Tinariwen funciona como un colectivo —su formación varía de gira en gira, muchos de sus integrantes son nómadas— liderado por Ibrahim Ag Alhabib. Ibrahim a menudo cita a un misterioso personaje llamado Aziz como principal influencia del grupo, aunque su mentor fue Boubacar Traoré y también se interesó por estrellas del pop como Boney M o Kenny Rogers.
Durante los años 80, Tinariwen se convirtió en la voz de los ishumaren (literalmente: desempleado), una generación de tuaregs que vagaban por el Sáhara soñando con fundar un Estado propio. Tras la paz de 1996 (los tuareg se integraron en Malí durante algunos años), Ibrahim decide ser músico a tiempo completo y, gracias a la amistad con el grupo francés Lo’Jo (que mezcla el folklore gitano con el norteafricano), su grupo comienza a tener éxito en Europa.
Tinariwen —que parecen haber influido en bandas como los sevillanos Pony Bravo— abrieron las puertas del mercado europeo a muchos grupos que han seguido explorando su estilo lisérgico basado en guitarras hipnóticas, como Oumara Bombino o Kel Assouf. Por cierto, en 2020 la revelación en el género —y bastante más allá— fueron Bab L’Bluz, una formación francomarroquí liderada por Yousra Mansour que, como las anteriores, mezcla su herencia bereber con la psicodelia de, por ejemplo, Brian Jones (o al revés: el miembro de los Rolling Stones prestó mucha atención a la música marroquí y grabó un álbum en 1968 acompañado por los Músicos Maestros de Jajouka).
El hip hop es para la primavera
Más al norte, en las ciudades mediterráneas de Túnez y Egipto (especialmente, aunque las protestas se extendieron por muchos más países), entre 2010 y 2012, se produjeron las manifestaciones que terminarían por agruparse bajo el nombre de «primavera árabe». Entonces las movilizaciones se sucedieron a una velocidad tan sorprendente (solo se puede explicar mediante el uso masivo de las redes sociales) que muchos analistas declararon que fue imposible preverlas, pero otros vieron en las comunidades formadas por músicos y melómanos el germen de aquel movimiento: las continuas resistencias a pequeña escala ejercidas por músicos cada vez más politizados contra la tiranía gubernamental habrían anticipado los sucesos de la plaza Tahrir.
La música es uno de los aglutinantes más efectivos para generar redes afectivas o políticas y esto lo saben bien los ultras de los equipos de fútbol, que elaboran mediante sus cánticos una parte importantísima de su identidad. Curiosamente, los ultras, acostumbrados a enfrentarse a la policía, jugaron un papel importante en la lucha contra el régimen de Mubarak. Sus cánticos se convirtieron en himnos improvisados de la revolución junto a los temas de varios raperos.
La buena salud del rap egipcio, que nace en Alejandría (donde se funda hace 14 años el colectivo Revolution), puede comprobarse en la plataforma Mideast Tunes. Allí existen más de 70 artistas agrupados bajo esta etiqueta. Arabian Knigthz son el trío más conocido desde que lanzaron Rebel el día que el gobierno desbloqueó internet (tras su bloqueo unos días atrás, en febrero de 2011); pero hay cientos de solistas y bandas que escriben sobre la situación política de su país aprovechando los esquemas del rap noventero americano (admiran a Tupac Shakur o a Notorious B.I.G.).
Simultáneamente, en los suburbios de Túnez, Balti grababa sus canciones durante la revolución contra Ben Ali. Y directamente a este presidente derrocado se dirigía Hamada Ben Amor, conocido como El General, autor del tema Mr. President Your People Are Dying. Son los dos mitos contemporáneos del rap tunecino, una escena cada vez más rica en la que destacan también Lak3y (que ya suena a trap) o Medusa, la más visible de varias rap queens que luchan por ganar reconocimiento para las mujeres dentro del hip-hop (Nour Ben Soltan, además de rapear practica break-dance y organiza competiciones de esta disciplina).
EDM e indie en la orilla sur del Mediterráneo
También en Túnez la música electrónica o EDM se ha desarrollado particularmente. Por sus características rítmicas, la tradición musical árabe se presta a ser reinterpretada en clave tecno y esto es lo que hizo durante años el británico Bryn Jones, simpatizante de la causa palestina, que vivió durante toda su vida en Mánchester. Con el nombre de Muslimgauze, Jones abrió un espacio durante los años 90 en el que hoy desarrollan sus carreras muchos djs de origen árabe como DJ Said Mrad (famoso por sus remixes de la legendaria cantante libanesa Fairuz) o el propio Souleyman, dos buenos ejemplos del género electro-oriental.
En Túnez las raves son frecuentes y, puesto que la música electrónica no suele tener letra, son toleradas por las autoridades que las consideran una amenaza menor. Sin embargo, estos encuentros generan comunidades con lazos muy fuertes y han servido de lanzadera a proyectos como el de Deena Abdelwahed, presente en la última edición del Sonar Barcelona con una propuesta entre la nostalgia ochentera y el arte sonoro o el de SKNDR, a la vanguardia del techno global.
Pero en el mundo árabe también hay sitio para los temas acústicos más convencionales o para la música producida con hechuras indie (una palabra que actualmente tiene más que ver con el uso de determinados recursos y clichés que con los modos de producción o distribución). Cairokee es un grupo de indie egipcio, especializado en baladas melancólicas que en sus letras homenajea a los opositores a Mubarak. Por su parte, Aziza Brahim es una cantante saharaui nacida en Tinduf que añade a la música tradicional de su pueblo la producción más elaborada y pop de este repaso.
En una escala distinta, con millones de reproducciones en todas las plataformas, se mueven los libaneses Mashrou’ Leila, quizá el grupo independiente más escuchado del mundo árabe. Cada vez más escorados hacia el pop de base electrónica, Mashrou’ Leila defienden abiertamente la homosexualidad en un país en el que está penada con la cárcel. Su líder, Hammed Sinno, es un icono de la comunidad LGTBI libanesa.
Esra’a Al Shafei y las narrativas digitales
Esra’a Al Shafei, activista bahreiní nacida en 1986, ha creado y dirige varias plataformas digitales agrupadas en Majal, una organización para la que trabajan diez mujeres que surge a partir del proyecto Mideast Youth (2006). Majal integra Crowdvoice, una herramienta dedicada al estudio de protestas y conflictos humanitarios en todo el mundo que pretende recoger voces y acumular (pero también organizar) datos; o Ahwaa, un foro en el que jóvenes LGBT pueden discutir con seguridad.
Al Shafei es también la fundadora de Mideast Tunes, el servicio de streaming ya citado que agrupa a músicos que no quieren someterse a las condiciones de servicios occidentales como Spotify y tampoco quieren adaptarse a Rotana, la plataforma de música y series de pago más popular en el mundo árabe que banaliza cualquier discurso y censura a los artistas disidentes. Ella sostiene que es muy importante para la juventud árabe tener el control de sus identidades y narrativas digitales. Defiende que, ahora que es muy barato crear comunidades online gracias al creciente número de programadores dispuestos a colaborar con sus creaciones de código abierto, se deben construir recursos y plataformas que impidan que pongamos nuestros datos y nuestra información en manos de compañías que no sabemos si los respetarán o los protegerán.
En su crónica Una dacha en el golfo (Anagrama, 2019), sobre su experiencia en Bahréin, Emilio Sánchez Mediavilla, indica: «Toda la música árabe que escuché en Bahréin la descubrí a través de búsquedas de Spotify o por recomendaciones de amigos europeos». Poco después continúa, refiriéndose a un miembro de la élite suní con el que coincide en una fiesta: «H. cantaba y componía siempre en inglés. Por ejemplo, Don’t Burn the Tires, no queméis las ruedas, una irónica balada contra los jóvenes chiíes que cortaban el tráfico en la carretera». Al Shafei prefiere no ser tajante y, ante la pregunta de si las élites suelen usar el inglés y las propuestas disidentes el árabe, o de si existen géneros más politizados que otros, nos contesta: «Intentamos no juzgar tan solo por el género o el idioma elegido por cada artista. Cada uno tiene sus propias razones para crear música y estas pueden ser políticas o no. Lo que es seguro es que en Mideast Tunes nos aseguramos de que el artista tenga el control de su narrativa, por ejemplo, ellos pueden escribir sus propias biografías. Algo que tienen en común es que todos desean ser significativos a nivel cultural y social y no conozco a ningún artista en Mideast Tunes que no quiera marcar la diferencia, independientemente de si produce tecno, trance, hip-hop…».
Lo que está claro es que la música es una de las principales fuerzas transformadoras en el mundo árabe, un agente de cambio e incluso una tecnología, capaz de contener y transmitir ideas políticas o de acercar a los pueblos. En este sentido, Al Shafei concluye: «A través de festivales, colaboraciones e incluso de la manera en que nos relacionamos con el contenido multimedia y digital, descubrimos las perspectivas de los demás. Algunos incluso se interesarán por los derechos humanos gracias a estas conexiones, por ejemplo, es posible entender los problemas del pueblo kurdo a través de su rap. Comunidades que de otro modo no interactuarían se unen gracias a la música, que nos afecta de una manera muy distinta a como lo hacen el cine, la escuela o el periodismo, y que forja relaciones a un nivel muy profundo. Es muy poderosa y ayuda a los pueblos a rebasar barreras y a los individuos a sentirse menos solos».
Publicado originalmente en El Salto bajo licencia Creative Commons el 15/2/2021
Título original: Rap y revolución, guitarras y arena: los sonidos contemporáneos del mundo árabe
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