Líbano, sin gobierno ni responsables tras nueve meses de espera

23/7/2021 | Walid el Houri
Protesta en Beirut, Líbano, el 22 de noviembre de 2019, Día de la Independencia del país. Foto: Nadim Kobeissi / Wikimedia Commons

Después de casi nueve meses de disputas entre los partidos gobernantes del Líbano sobre su participación en el ejecutivo, y mientras la economía del país y las vidas de sus habitantes se arruinaban, el primer ministro designado, Saad Hariri, ha declarado su decisión de dimitir sin haber podido formar un nuevo gobierno.

Saad es hijo del ex primer ministro y multimillonario Rafiq Hariri, asesinado en 2005, y arquitecto del catastrófico sistema económico y financiero del país.

Este habría sido el tercer mandato de Saad como primer ministro: renunció bajo la presión de las protestas masivas en 2019 y ya ha fracasado en el cargo dos veces.

Saad ha fracasado también al frente de las empresas privadas que heredó de su difunto padre. Al igual que los bancos que están reteniendo el dinero de innumerables personas en el Líbano, Saad tampoco pagó a sus empleados lo que se les debía. No es, en cualquier caso, el único líder incompetente entre los partidos que han estado gobernando el país y supervisando el saqueo de su riqueza durante décadas.

Explosiones

La semana pasada, el primer ministro en funciones del Líbano, Hassan Diab, anunció a los embajadores de varias naciones una inminente «explosión social» en el país. Con voz severa, suplicó a «reyes y príncipes, presidentes y líderes» de otros países que donasen dinero al Líbano para evitar la catástrofe. Sin embargo, el hombre en la cima del poder ejecutivo del país no les dijo a los embajadores ni a su propia gente cómo iba a utilizar exactamente esas donaciones potenciales para evitar la anticipada explosión.

Una explosión real fue lo que ocurrió hace casi un año, cuando toneladas de nitrato de amonio almacenadas descuidadamente en el puerto de Beirut detonaron y destruyeron gran parte de la capital libanesa, matando a cientos e hiriendo a miles. Las familias de las víctimas, junto con el resto de la población, han estado pidiendo respuestas, justicia y rendición de cuentas. La única respuesta del Parlamento y del Ministerio del Interior ha sido negarse a levantar la inmunidad que protege a los funcionarios convocados para ser interrogados por el juez de instrucción. En cambio, las familias fueron atacadas por el ejército y la seguridad interna mientras protestaban frente a las casas del ministro del Interior y del presidente del Parlamento.

Es posible que los seres queridos de las víctimas no lleguen a obtener sus respuestas. Pero todos sabemos que la explosión en el puerto fue el síntoma de un desastre más profundo. No hay guerra en el Líbano. El país no está sitiado ni ha sufrido un desastre natural. Y, sin embargo, se enfrenta a un colapso total.

Mientras el estado se va hundiendo cada vez más en la crisis financiera, no se ha intentado ni siquiera idear un plan, aunque fuese un mal plan que pudiera ser criticado. Los partidos políticos discuten sobre lo poco que queda y tienen una sola estrategia: mendigar.

Dejadez y especulación

La idea es dejar que la crisis se resuelva sola. En realidad, queda en manos de las élites que controlan todos los sectores vitales de la economía, los bancos que durante décadas se han beneficiado de un sistema disfuncional, y un gobernador de un banco central que está siendo investigado por corrupción en varios países y que ha sido acusado por el gobierno de retener datos, de mala gestión y de tener mucha responsabilidad en las políticas que llevaron a la actual catástrofe económica.

Las crisis, además, producen siempre sus propios especuladores, y en el Líbano hay una larga historia de especuladores de la guerra.

En su libro Las venas abiertas de América Latina, Eduardo Galeano escribió sobre los «proxenetas de la miseria» del continente, que acumulan miles de millones en sus cuentas bancarias en el extranjero a expensas del resto de la población, sumergida en el dolor.

«Incorporadas desde siempre a la constelación del poder imperialista, nuestras clases dominantes no tienen el menor interés en averiguar si el patriotismo podría resultar más rentable que la traición, o si la mendicidad es la única forma posible de la política internacional», escribe Galeano. «Se hipoteca la soberanía porque “no hay otro camino”; las coartadas de la oligarquía confunden interesadamente la impotencia de una clase social con el presunto vacío de destino de cada nación».

Qué ajustada resulta esta descripción a la situación actual del Líbano, un país que, a diferencia de la mayoría de los estados latinoamericanos, tiene pocos recursos, aparte de su valor geopolítico y de la vida barata de su población; un país cuyos corruptos gobernantes son en su mayoría antiguos señores de la guerra que no parecen tener ninguna ambición nacional, impulsados únicamente por sus intereses personales y los dictados de sus patrocinadores extranjeros.

Dos años de crisis

Desde el verano de 2019 Líbano se ha hundido en una grave crisis financiera y política. Si hace dos años necesitabas 1.500 libras libanesas para comprar un dólar estadounidense, ahora te costará más de 20.000. Y, a diferencia de momentos anteriores de crisis económica y financiera en la historia reciente de la nación, esta vez ningún país rico, árabe o no, está dispuesto a rescatar a este estado fallido.

Esta vez, los compinches en el poder deben valerse por sí mismos, pero son tan incompetentes, corruptos e irresponsables, que se ven incapaces y sin voluntad de intentar gobernar, no digamos ya de proponer planes reales.

Cualquier solución real pasa por rendir cuentas de un modo también real, lo que inevitablemente significa el fin de la carrera política de quienes han estado en el poder desde el fin de la guerra civil del país (1975-1990), y que han llevado al Líbano a su estado actual. Han pasado casi dos años desde la severa crisis financiera, y esas mismas personas en el poder continúan culpándose entre sí, sin ofrecer responsabilidad, transparencia o soluciones.

En su lugar, los líderes presumen de consignas vacías sobre la lucha contra la misma corrupción de la que están todos acusados y sobre la responsabilidad que ellos mismos están impidiendo, y se acusan unos a otros de ser obstáculos para las reformas que están todos bloqueando.

El plan real es simplemente seguir avivando las divisiones sectarias, para mantener a la población dividida dócil, asustada y dependiente de los partidos sectarios. Y, mientras tanto, aquellos que tienen las influencias adecuadas continúan haciendo contrabando con su riqueza en el extranjero, y los que no, tienen sus depósitos retenidos por los bancos en el Líbano, sin poder retirar salvo algunas fracciones que determinan al azar los bancos y un gobierno que, aunque renunció, todavía no se ha ido.

Sin alternativas

Líbano no está en guerra. No está bajo asedio. Pero en el espacio de dos años, el salario mínimo ha pasado de alrededor de 450 dólares a menos de 40. Según un informe reciente de UNICEF, el 77% de los hogares no tiene suficiente comida o dinero para comprar alimentos. Para los hogares sirios en el Líbano, la cifra es del 99%. De acuerdo con el mismo informe, uno de cada cinco hogares no tiene suficiente agua potable.

Para un país que produce muy poco de sus necesidades básicas y tiene una de las economías del mundo más dependiente de las importaciones, la disminución del valor de la moneda coincide con un aumento alarmante de los precios de casi todo. Los sectores productivos del país han sido sistemáticamente destruidos desde el final de la guerra civil, con un plan económico construido en torno al consumismo, el turismo, la especulación inmobiliaria y la banca.

Existen salidas, pero todas ellas se enfrentan a la rigidez de una clase dominante violenta y poderosa que controla todos los aspectos de la economía, protegida por milicias y que, sobre todo, mantiene a la gente como rehén del sectarismo y de las redes de clientelismo.

Todas las soluciones posibles requieren la destitución de la clase política al completo, pero esto es una hazaña imposible, teniendo en cuenta que no hay una alternativa viable, que las elecciones no son ni libres ni justas, y que una gran parte de la población sigue dependiendo de, o es leal a, sus corruptos líderes.

Visitando una casa… cambiada

Escribir sobre los desastres de tu propio país no es fácil cuando ya no vives en él. Tengo que luchar contra la culpa del superviviente, y reconozco el privilegio de ser uno de los «afortunados» que se fueron.

Durante un viaje a casa el mes pasado, después de estar demasiado tiempo encerrado en Berlín, me convertí en un visitante que presenciaba el colapso, pero siempre con la opción de irme. Ver a mi familia, a mis seres queridos y a otras personas descender hacia la pobreza, la escasez y la miseria es doloroso, especialmente si se mezcla con un sentimiento de impotencia y culpa.

Para las personas de mi generación, que crecieron durante la guerra civil del país, esto es algo familiar. Pero también es enervante ver a nuestros padres, que sobrevivieron y lucharon por vivir y por darnos una oportunidad durante la guerra y sus secuelas, tener que sufrirlo de nuevo, ahora ya en su vejez, con mucha menos energía, más amargura y, a menudo, por su cuenta.

Vivieron en medio de la guerra, nos tuvieron durante la guerra, nos criaron y nos protegieron en plena guerra. Y ahora tienen que volver a pasar por lo mismo, en su vejez, por ver a sus hijos irse o sufrir. Y los que nos vamos, debemos vivir con nuestra culpa por irnos y con el sentimiento de impotencia por lo poco que podemos hacer para que tengan una vida que sea algo más que supervivencia, soledad, humillación y corazones rotos.

Incluso para aquellos lo suficientemente jóvenes como para tener un futuro y la energía para enfrentarse a las luchas diarias, ¿cómo se puede trabajar, pensar, esperar y vivir, cuando la vida diaria es una serie de logísticas, ansiedades y frustraciones? Esperar horas para obtener una fracción de tu dinero en el banco o una ración de gas; disponer de solo dos horas de electricidad al día, y pagar una factura del generador cada vez mayor, si es que tienes la suerte de poder permitirte uno; carecer de internet, de medicinas, de agua, de trabajo, mientras la violencia y la inseguridad aumentan, y con una moneda en constante declive que ha caído a menos de una décima parte de su valor y sigue bajando cada vez más…

En Líbano resulta difícil respirar, literalmente. Con menos de dos horas de electricidad al día, los generadores privados mantienen las luces encendidas para quienes pueden pagarlas. Funcionan con diesel y llenan el aire de un humo espeso. La semana pasada, la vacunación contra la COVID-19 tuvo que suspenderse por falta de luz y de internet en los centros de vacunación. El costo humano del colapso empeora: los cortes de energía y la escasez de medicamentos y de combustible están matando a la gente. Hay noticias frecuentes en los medios sobre peleas en estaciones de servicio, personas que sacan cuchillos, palos o incluso pistolas para conseguir un galón de gasolina. Y es solo el comienzo.

Hora de una revolución

Líbano se está enfrentando, realmente, a un colapso total. Pero no son donaciones de potencias extranjeras lo que necesita, especialmente cuando lo más probable es que estas terminen en las arcas de la misma élite corrupta que ha desangrado la economía para poder mantener sus posiciones.

Mientras, el movimiento de protesta que estalló en octubre de 2019, y que fue vital para sacudir el estancamiento del régimen, se enfrenta no solo a la resistencia despiadada de la clase dominante, sino también a sus propias deficiencias en la organización de alternativas viables. Tal vez no sea su culpa, pero es así.

Siendo alguien que va a regresar a una situación de seguridad y estabilidad, no me corresponde a mí juzgar. Encontrar alternativas políticas mientras se vive en una situación así no es tarea fácil. Para la mayoría de las personas en el país, la supervivencia es la prioridad en este momento, y la clase política sabe muy bien que cuando la gente está demasiado ocupada sobreviviendo, es poco probable que tenga la energía para levantarse contra ella. Y, sin embargo, existe una delgada línea entre la supervivencia y no tener nada que perder.

La ira es un sentimiento político. La pregunta es: ¿cómo puede aprovecharse en un proyecto?


Walid el Houri es un investigador, periodista y cineasta, residente entre Berlín y Beirut. Es el editor de la sección de Norte de África – Asia Occidental (NAWA) en openDemocracy. Tiene un doctorado en Estudios de Medios por la Universidad de Ámsterdam, y su trabajo y publicaciones tratan sobre los movimientos de protesta, las políticas del fracaso y las geografías de la guerra y la violencia.


Publicado originalmente en openDemocracy bajo licencia Creative Commons el 15/7/2021
Traducción del original en inglés: After nine months of waiting, Lebanon has neither a government nor accountability