Tras más de cuatro décadas como enemigos aparentemente implacables a ambos lados de una profunda división político-religiosa en Oriente Medio, Arabia Saudí e Irán han acordado restablecer relaciones diplomáticas y reabrir embajadas. El acuerdo, firmado en Pekín, se produce siete años después de la ruptura de relaciones diplomáticas tras la ejecución en Arabia Saudí del clérigo chií Nimr Al Nimr, y se ha anunciado como «un momento decisivo» para la región.
Aunque es innegable que se trata de un paso positivo, el acuerdo no pondrá fin a la situación de conflicto en la región, ya que los graves problemas internos siguen impulsando el conflicto y la violencia en Yemen, Irak, Líbano y Siria. Sin embargo, serias dificultades económicas han llevado a saudíes e iraníes a entablar conversaciones diplomáticas en los últimos años para crear un orden regional más estable, lo que ha permitido a ambos países emprender programas de reforma interna.
La rivalidad entre Riad y Teherán tiene raíces muy complicadas, conformada en torno a la interacción de las preocupaciones por la seguridad, las reivindicaciones de liderazgo en el mundo musulmán, las rivalidades etno-sectarias y las diferentes relaciones con Washington. Los análisis perezosos han reducido a menudo la rivalidad a un conflicto sectario, consecuencia de «odios ancestrales», pero tal lectura de los acontecimientos es xenófoba y orientalista, e ignora el contexto y las contingencias que configuran las relaciones entre ambos Estados.
A pesar de sus orígenes conflictivos, las relaciones entre los dos países han oscilado entre la hostilidad manifiesta y la creciente distensión desde la creación de la República Islámica de Irán en 1979, y se han desarrollado de distintas formas en Oriente Medio.
Región conflictiva
La presencia de identidades religiosas, étnicas e ideológicas compartidas en toda la región también ha llevado a otros a ver los conflictos en la zona a través de la lente de las «guerras subsidiarias». Se ha considerado que diversos grupos de Yemen, Siria, Líbano, Irak, Bahréin y otros países se limitan a cumplir las órdenes de sus pagadores en Riad o Teherán, algo que ignora los factores internos del conflicto y la división, reduciendo el análisis a un binario simplista que enfrenta a sunníes y chiíes.
En toda la región, los Estados en los que han chocado los intereses saudíes e iraníes también se han visto acosados por una serie de complejos retos socioeconómicos y políticos propios.
Desde la destitución de Sadam Husein, Irak se ha caracterizado por la lucha entre varias facciones por dominar el Estado. Los partidos chiíes, que representan a la mayoría del país, han solido ser los ganadores en las elecciones, a menudo con el apoyo de Irán y para disgusto de Arabia Saudí. Sin embargo, sería erróneo pensar que la política iraquí representa únicamente una guerra subsidiaria entre sus dos vecinos. Ello supondría ignorar las preocupaciones internas de muchos y los esfuerzos por crear un panorama político que funcione para los iraquíes y no sea solo un escenario para que Riad y Teherán aumenten su poder.
En Yemen, aunque tanto Arabia Saudí como Irán han desempeñado un papel destacado en la guerra civil, los principales motores del conflicto son internos, en medio de una lucha más amplia por el territorio, la política, las visiones del orden, el tribalismo, los recursos y las diferencias sectarias. La implicación de Riad y Teherán –de distintas maneras– exacerba estas tensiones. El temor a los avances de los rebeldes hutíes apoyados por Irán en Yemen llevó a Arabia Saudí a emprender una devastadora campaña de bombardeos para frenar las acciones del grupo.
El apoyo de Teherán a los hutíes –y los ataques del grupo contra el territorio saudí– exacerbaron los temores del reino. Sin embargo, la guerra en Yemen es también consecuencia de la fragmentación del Estado y de la aparición de varios grupos diferentes que compiten por la influencia en un paisaje acosado por graves problemas medioambientales y escasez de alimentos.
En Líbano, una devastadora crisis socioeconómica se desarrolla en el armazón mismo del Estado, con grupos sectarios que proporcionan apoyo y protección a sus electores en lugar de un gobierno que funcione. Los grupos clave han recibido apoyo de Arabia Saudí e Irán, sobre todo Hizbulá, que mantiene fuertes vínculos ideológicos con la República Islámica, y el Movimiento Futuro, partido de gobierno durante la mayor parte de la última década, que mantiene una compleja relación con Arabia Saudí.
Es evidente que tanto saudíes como iraníes tienen un gran interés en la política libanesa. Pero, en realidad, cualquier conflicto aquí está impulsado por la competencia entre grupos locales que tratan de imponer sus visiones del orden en un panorama político, social y económico precario.
Aunque no cabe duda de que Arabia Saudí e Irán disponen de medios para influir en la política de toda la región, los grupos locales tienen sus propias agendas, aspiraciones y presiones. Queda por ver cómo resonará la reconciliación entre Riad y Teherán en espacios acosados por la división.
Es innegable que hay aspectos positivos para la seguridad regional. La reconciliación mejora la posibilidad de que se reactive el acuerdo nuclear con Teherán, aunque queda por ver qué ha ofrecido Arabia Saudí a Irán para facilitar el acuerdo, y viceversa. Por otra parte, cabe preguntarse qué mecanismos de control y ejecución ha puesto en marcha China.
El papel de China
Quizá el aspecto más intrigante de todo esto se refiera, precisamente, al papel de China en los procedimientos. Aunque los esfuerzos diplomáticos para mejorar las relaciones entre los dos rivales llevan varios años en marcha, la capacidad de China para forjar un acuerdo a partir de estas conversaciones apunta a la creciente influencia de Pekín en la región.
China mantiene desde hace tiempo estrechos lazos económicos con Irán, pero en los últimos años Pekín ha tratado de aumentar su compromiso con los Estados árabes, especialmente Irak y Arabia Saudí. El deterioro de las relaciones entre las dos grandes potencias del Golfo habría tenido un impacto negativo en el compromiso y la inversión chinos en Oriente Medio, tanto en lo que respecta a sus proyectos de infraestructuras como a la más amplia iniciativa Belt and Road.
Aunque Estados Unidos ha celebrado públicamente el acuerdo, en privado existen varias preocupaciones sobre las implicaciones que este pueda tener para Oriente Medio y para la política mundial, en un momento, además, en que las relaciones entre Riad y Washington son tensas.
El mejor ejemplo de ello fue la visita del presidente estadounidense, Joe Biden, a Arabia Saudí tras sus críticas al historial del reino en materia de derechos humanos y la publicación de un informe que afirmaba que el príncipe heredero Mohamed bin Salmán había aprobado la operación para asesinar al periodista Jamal Khashoggi, ciudadano estadounidense. Durante la visita, Biden y Bin Salmán mantuvieron una tensa reunión que, en gran medida, no sirvió para mejorar las relaciones y puso de manifiesto la precariedad de las mismas.
En este contexto, no es de extrañar la creciente influencia china en el reino y en Oriente Medio. La mediación de China ofrece cierta esperanza de que también pueda alcanzarse un acuerdo para poner fin a la guerra en Ucrania, pero ¿a qué precio? El modelo chino de inversión y prestación de «ayuda desvinculada» –prestación de apoyo financiero sin condiciones– ha ignorado durante mucho tiempo las preocupaciones por la democracia y los derechos humanos. Así, el acuerdo entre saudíes e iraníes ha sido interpretado por algunos como una victoria del autoritarismo, que margina aún más a los movimientos reformistas en ambos países.
Al igual que Estados Unidos, Israel también está preocupado por el acuerdo. Para los sucesivos gobiernos israelíes, Irán ha ocupado durante mucho tiempo el papel de bete noire regional, lo que en última instancia se tradujo en la firma de los Acuerdos de Abraham en el verano de 2020, que normalizaron las relaciones entre Israel, los Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Marruecos como una alianza estratégica contra Teherán. El gobierno de Netanyahu ha buscado durante mucho tiempo normalizar las relaciones con Arabia Saudí y esperaba utilizar la amenaza iraní como medio para lograr este objetivo.
Además, el acuerdo plantea interrogantes sobre el futuro de la seguridad regional. Estados Unidos ha sido durante mucho tiempo mediador en las disputas regionales y ha sido considerado como garante de la seguridad por Israel, Arabia Saudí y otros Estados del Golfo. Las acciones de China en este ámbito sugieren que está tratando de reafirmarse en la política de la región. Los informes apuntan a que Pekín acogerá una reunión de líderes árabes e iraníes a finales de año. Si esto es cierto, China se posiciona firmemente como un actor dominante –si no el único– en Oriente Medio.
Una reconciliación entre saudíes e iraníes es, sin duda, positiva para el orden regional. Pero no abordará las causas del conflicto en Yemen ni en otros lugares de la región. También plantea varias cuestiones serias en torno a la seguridad regional y el orden mundial, la importancia de la democracia y los derechos humanos, y el futuro del compromiso de Estados Unidos con Oriente Medio.
Aunque la iniciativa es un paso positivo, no es una solución para los conflictos de la zona. De hecho, este acuerdo mediado por Pekín puede dar lugar a nuevos e importantes desafíos para la población de la región.
Simon Mabon es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Lancaster (Reino Unido)
Publicado originalmente en The Conversation bajo licencia Creative Commons el 13/3/2023
Traducción del original en inglés: Saudi-Iran deal won’t bring peace to the Middle East but will enhance China’s role as power broker
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