Citas

Ilhan Berk

Soy una torre en Estambul. Prendí fuego a Estambul una mañana. Primero quemé la calle donde vivía ella. Aún se hallan entre mis recuerdos un niño, una mujer medio desnuda, un atardecer, aún se rezagan en mi memoria. Quemé los pájaros y los árboles. Sabemos que los pájaros y los árboles son incombustibles, ¿verdad? Pues los quemé. Vi su boca que no se podría cambiar por todo el oro del mundo. Su boca me recordaba sin cesar ríos, tiendas, soles, trenes, caminos, bazares. Sus brazos prendieron fuego a los ardientes ríos toda la noche, toda la noche como si no estuviéramos en el mundo.

Quizá estábamos en esas mañanas no tocadas aún por la mano de Ivi.
Eso era lo que decía yo.

Plantemos las flores, dije.
¡Basta ya! Que no siga doblado el mar.

Desdoblé el mar.

Ilhan Berk (Manisa, Turquía, 1918 – Bodrum, Turquía, 2008), en Mar de Galilea (1958)


Publicado en castellano en Mar de Galilea (Ediciones del Oriente y el Mediterráneo, 2005). Traducción de Clara Janés y Çagla Soykan. Fuente: Clara Janés: La poesía turca contemporánea (Alétheia-MuiP).

Ilhan Berk, ‘Mar de Galilea’

Soy una torre en Estambul. Prendí fuego a Estambul una mañana. Primero quemé la calle donde vivía ella. Aún se hallan entre mis recuerdos un niño, una mujer medio desnuda, un atardecer, aún se rezagan en mi memoria. Quemé los pájaros y los árboles. Sabemos que los pájaros y los árboles son incombustibles, ¿verdad? Pues los quemé. Vi su boca que no se podría cambiar por todo el oro del mundo. Su boca me recordaba […]

Aunque solo sea por un momento, un descanso de tanta tragedia, y un poquito de aire fresco por la ventana del hedonismo feroz del gran Abu Nuwas:

Abu Nuwas
Abu Nuwas, dibujado por Jalil Gibran en 1916 para la revista literaria ‘Al Funun’

Hombres, ¡a mí qué me importan
las espadas o los combates!
Yo sólo sigo a una estrella:
la del placer y la música.
En mí no confiéis,
pues soy de aquellos que rehúyen encontronazos y embates.
Cuando veo el enemigo
salto sobre mi potrillo
con las riendas colocadas
por el lado de la cola.
No sé cómo es un arnés,
ni un broquel, ni un alfanje.
Todo mi afán es saber,
cuando sus guerras estallan,
por qué camino escapar.
(más…)

Abu Nuwas, ‘A mi qué me importan las espadas’

Abu Nuwas

Aunque solo sea por un momento, un descanso de tanta tragedia, y un poquito de aire fresco por la ventana del hedonismo feroz del gran Abu Nuwas: Hombres, ¡a mí qué me importan / las espadas o los combates! / Yo sólo sigo a una estrella: / la del placer y la música. / En mí no confiéis, / pues soy de aquellos que rehúyen encontronazos y embates. / Cuando veo el enemigo / salto sobre mi potrillo / con las riendas colocadas […]

Nazik al Malaika
Nazik al Malaika

Para nuestros pasos había un pasado; está muerto
desde hace cientos de años.
Los años han borrado su recuerdo
y lo han colocado entre los muertos.

Durante mucho tiempo hemos buscado
sus astros desaparecidos,
hemos recurrido al imposible
para devolverle la vida.

Hemos intentado, traspasando los siglos,
hacerle volver a sus comienzos,
esperando recobrar nuestros sentimientos,
y hemos regresado con las manos vacías.

Hemos atravesado las tinieblas,
franqueado lo impasible, inmóvil,
excavando los huesos amontonados,
y no hemos encontrado lo extraviado.

Hemos visto, allí, frentes
que no veían porque estaban ciegas,
ojos ensimismados en la vida
silenciosa, porque estaban mudos.

Hemos visto restos de corazones
embalsamados con el recuerdo.
En vano habían intentado encontrar
el sentido… eran restos.

Hemos visto labios vacíos
que no emitían quejas ni sentían hambre
y manos marchitas, plegadas,
cuya desgracia no provocaba lágrimas.

Nos preguntamos por nuestro pasado
y tropezamos con un ataúd.
Allí, sobre la tumba, yacía el tiempo descolorido.

Regresamos al calendario:
¿Se puede engañar a los días?
Y oímos gritar a los restos
tras el sarcasmo de las cifras.

Vimos el mañana esperado
arrastrando su mitad paralizada,
arrastrando su mitad despreciada,
su mitad congelada, inerte.

Allí, un libro se cerraba
y finalizaba el antiguo canto.
Mañana, la vida germinará
sobre las heridas del doloroso tiempo.

La voz del ayer se perderá
en el torbellino profundo del tiempo
y sentiremos en nuestras copas
la palpitación del sueño que se despierta.

Nazik Al Malaika (Bagdad, 1922 – El Cairo, 2007), Calendario


Publicado en Astillas y ceniza (Nazik Al Malaika, 1949). Traducción del árabe por María Luisa Prieto.

Nazik al Malaika, ‘Calendario’

Nazik al Malaika

Para nuestros pasos había un pasado; está muerto / desde hace cientos de años. / Los años han borrado su recuerdo / y lo han colocado entre los muertos. / Durante mucho tiempo hemos buscado / sus astros desaparecidos, / hemos recurrido al imposible / para devolverle la vida. / Hemos intentado, traspasando los siglos, / hacerle volver a sus comienzos, / esperando recobrar nuestros sentimientos, / y hemos regresado con las manos vacías. […]

Nizar Qabbani

Antes de que fueras mi amada
había más calendarios para contar el tiempo:
los hindúes,
los chinos,
los persas
y los egipcios tenían sus calendarios.
Después de ser mi amada,
la gente comenzó a decir:
el año mil antes de sus ojos
y el siglo décimo después de sus ojos.

En tu amor alcancé el grado de evaporación,
el agua del mar se tornó mayor que el mar,
la lágrima del ojo mayor que el ojo
y la superficie de la herida
mayor que la de la carne.

No puedo quererte más aún
ni estar más unido a ti.
Mis labios no bastan para cubrir los tuyos,
mis brazos no bastan para ceñir tu cintura
y las palabras que conozco
son muchas menos
que los lunares que adornan tu cuerpo.

No puedo
adentrarme más en la espesura de tu pelo:
llevan años
publicando en los periódicos que estoy perdido.
Sigo perdido
hasta próximo aviso.

El lenguaje es ya insuficiente para pronunciarte
y las palabras son como caballos de madera
que corren tras de ti noche y día,
sin alcanzarte.

Siempre que me acusan de quererte,
me siento superior;
convoco una rueda de prensa
y reparto tus fotos a los periodistas,
aparezco en la pantalla del televisor
con la rosa del escándalo
prendida en mi ropa.

Escuchaba a los enamorados
hablar de sus amores,
y me reía.
Pero cuando volví al hotel
y tomé el café, solo,
supe cómo penetra el puñal del amor en el costado
para no salir nunca.

Mi problema con la crítica
es que siempre que escribo un poema en negro,
dicen que lo he copiado de tus ojos.

Mi problema con las mujeres
es que siempre que niego mi relación contigo,
oyen el tintineo de tus pulseras
en la vibración de mi voz
y ven tu camisón
colgado en el armario de mi recuerdo.

No me acostumbres a ti:
el médico me ha aconsejado
que no mantenga mis labios en los tuyos
más de cinco minutos,
ni me siente bajo el sol de tus pechos
más de un minuto,
para no abrasarme.

Si conoces a un hombre
que te quiera más que yo,
preséntamelo
para felicitarlo
y luego matarlo.

Nizar Qabbani (Damasco, 1923 – Londres, 1998), En tus ojos, el mundo ajusta su hora.


Traducción del árabe: María Luisa Prieto

Nizar Qabbani, ‘En tus ojos, el mundo ajusta su hora’

Antes de que fueras mi amada / había más calendarios para contar el tiempo: / los hindúes,/ los chinos, / los persas / y los egipcios tenían sus calendarios./ Después de ser mi amada,/ la gente comenzó a decir: / el año mil antes de sus ojos / y el siglo décimo después de sus ojos. / En tu amor alcancé el grado de evaporación, / el agua del mar se tornó mayor que el mar, / la lágrima del ojo mayor que el ojo / y la superficie de la herida / mayor que la de la carne. […]

Mahmud Darwish

Las ciudades son un olor. Acre huele a yodo y especias. Haifa, a pino y sábanas arrugadas. Moscú, a vodka y hielo. El Cairo, a mango y jengibre. Beirut, a sol, mar, cigarrillos y limón. París, a pan recién hecho, queso y cosméticos. Damasco, a jazmín y frutos secos. Túnez, a nardos y sal. Rabat, a alheña, incienso y miel. Una ciudad sin olor no cuenta a la hora de los recuerdos. Los exilios comparten un olor, el de la nostalgia de lo que se fue… un olor que recuerda a otro. Un olor que corta la respiración, tan profundo que te lleva, como un mapa turístico muy gastado, al olor del lugar primero. El olor es un recuerdo y una puesta de sol. Aquí el atardecer es un reproche que la belleza le hace al forastero.

Amar el ocaso no es, como es sabido, uno de los atributos del exilio.

Mahmud Darwish (Al-Birwa, 1941 – Houston, 2008), En presencia de la ausencia (fragmento)


Traducción de Luz Gómez García

Mahmud Darwish, ‘En presencia de la ausencia’

Las ciudades son un olor. Acre huele a yodo y especias. Haifa, a pino y sábanas arrugadas. Moscú, a vodka y hielo. El Cairo, a mango y jengibre. Beirut, a sol, mar, cigarrillos y limón. París, a pan recién hecho, queso y cosméticos. Damasco, a jazmín y frutos secos. Túnez, a nardos y sal. Rabat, a alheña, incienso y miel. Una ciudad sin olor no cuenta a la hora de los recuerdos. Los exilios comparten un olor, el de la nostalgia […]

Abdo Wazen

Las dos manos que abandoné
Me acompañan como una luna.

De dí­a se perfilan como árboles en el camino
Y cuando en la noche corren las aguas de la imaginación
Me preceden hacia el bosque del sueño.

Las dos manos que abandoné
Se abren como mariposas dentro de mis ojos.

Abdo Wazen (Beirut, 1957), El bosque del sueño


Traducción de Yumana Haddad

Abdo Wazen, ‘El bosque del sueño’

Las dos manos que abandoné / Me acompañan como una luna. / De dí­a se perfilan como árboles en el camino / Y cuando en la noche corren las aguas de la imaginación / Me preceden hacia el bosque del sueño. / Las dos manos que abandoné / Se abren como mariposas dentro de mis ojos. […]

Mahmud Darwish

La noche se sienta donde tú estás.
Tu noche es de lilas.
A veces, de los rayos de tus hoyuelos
se escapa un signo que rompe la copa de vino
y alumbra la claridad de las estrellas.
Tu noche es tu sombra,
un fragmento de tierra legendaria
para igualar nuestros sueños.
Yo no soy el viajero ni el residente
en tu noche de lilas.
Soy el que un dí­a fue yo.
Cada vez que la noche te rodea
mi corazón duda entre dos moradas
y ni el ser ni el alma se satisfacen.
En nuestros cuerpos, un cielo abraza a una tierra,
y toda tú eres tu noche… una noche que resplandece
como la tinta de los astros. Una noche,
bajo la protección de la noche, repta por mi cuerpo
aletargada, cual sopor de zorros.
Una noche que rezuma misterio,
luminosa sobre mi lenguaje.
Cuanto más se aclara, más
temo el mañana en el puño de la mano.
Una noche que contempla segura y tranquila
su inmensidad, que sólo rodean su espejo
y las canciones de los antiguos pastores
al verano de unos emperadores
enfermos de amor.
Una noche que florece en la poesí­a
preislámica sobre los brincos de Imru Al Qays y otros
y que, para los soñadores, ha ensanchado
el camino de la leche hacia una luna hambrienta
en los confines de las palabras…

Mahmud Darwish (Al-Birwa, 1941 – Houston, 2008), Tu noche es de lilas


A partir de la traducción de Marí­a Luisa Prieto.

Mahmud Darwish, ‘Tu noche es de lilas’

La noche se sienta donde tú estás. / Tu noche es de lilas. / A veces, de los rayos de tus hoyuelos / se escapa un signo que rompe la copa de vino / y alumbra la claridad de las estrellas. / Tu noche es tu sombra, / un fragmento de tierra legendaria / para igualar nuestros sueños. / Yo no soy el viajero ni el residente / en tu noche de lilas. / Soy el que un dí­a fue yo. / Cada vez que la noche te rodea / mi corazón duda entre dos moradas / y ni el ser ni el alma se satisfacen. […]

Dalia Ravikovitch, en 1997. Foto: Einat Anker / Gob. de Israel / Wikimedia Commons

Dí­a a dí­a despierto
nuevamente del sueño
como si fuera ayer aún.
No sé lo que me espera
y quizás se evidencie
que no me espera nada.

La primavera de hoy es
igual a la anterior;
reconozco al mes de Iyar
pero no le dedico especial pensamiento.

No distingo entre el dí­a y la noche
sino por ser la noche la más frí­a
aunque el silencio en ambos sea el mismo.

Oigo de mañana pájaros piando.
Y de tanto cariño
que por ellos siento
fácilmente adormezco.

Aquel que me es querido ya no está más aquí­
y quizás simplemente nunca estuvo.

Paso de dí­a en dí­a,
del dí­a a la noche
como una pluma que
el pájaro ignora
que se le desprendió.

Dalia Ravikovitch (Ramat Gan, 1936 – Tel Aviv, 2005), Del día a la noche

Dalia Ravikovitch, ‘Del día a la noche’

Dí­a a dí­a despierto / nuevamente del sueño / como si fuera ayer aún. / No sé lo que me espera / y quizás se evidencie / que no me espera nada. / La primavera de hoy es / igual a la anterior; / reconozco al mes de Iyar / pero no le dedico especial pensamiento. / No distingo entre el dí­a y la noche / sino por ser la noche la más frí­a / aunque el silencio en ambos sea el mismo. / Oigo de mañana pájaros piando. / Y de tanto cariño / que por ellos siento / fácilmente adormezco. […]

A una muchacha de formados senos
Invité a tenderse, sin cojí­n, sobre la arena del desierto.
«Así­ lo haré, aunque no sea mi costumbre», dijo ella.
Y cuando iba a despuntar la aurora me dijo:
«Me has deshonrado. Ahora vete si quieres, o sigue,
si así­ lo prefieres».
Pero no hice salvo sorber sus encí­as
y, entre charlas, besarla en la boca.
Me llené de toda ella,
me envolví­ en su vestido de seda
y a mis ojos dije: «llorad ahora».
Entonces se levantó
para borrar con su manto las huellas
y buscar las perlas del collar desparramadas.

Umar Ibn Abi Rabi’a (Hiyaz, h. 644 – La Meca, h. 712), Réplicas


Traducción de Josefina Veglison Elí­as de Molins.

Umar Ibn Abi Rabi’a, ‘Réplicas’

A una muchacha de formados senos / Invité a tenderse, sin cojí­n, sobre la arena del desierto. / «Así­ lo haré, aunque no sea mi costumbre», dijo ella. / Y cuando iba a despuntar la aurora me dijo: / «Me has deshonrado. Ahora vete si quieres, o sigue, / si así­ lo prefieres». / Pero no hice salvo sorber sus encí­as / y, entre charlas, besarla en la boca. / Me llené de toda ella, / me envolví­ en su vestido de seda / y a mis ojos dije: “llorad ahora”. […]

En la ladera del monte Ararat, a cuatro mil doscientos metros, hay un lago al que llaman Küp. A decir verdad, más parece un pozo que un lago, porque es muy profundo y apenas más grande que una era. Está completamente rodeado de rocas tan escarpadas y relucientes como el filo de un cuchillo. Desde las rocas hasta el lago desciende, cada vez más estrecho, un hollado camino de blanda tierra cobriza sobre la que asoma, aquí­ y allá, la hierba verde. Luego comienza el azul del lago, un azul muy particular. No existe otra agua con un azul semejante, tan oscuro, suave y aterciopelado.

Cada año, cuando se funde la nieve y la primavera abre los ojos, cuando el Ararat estalla en una solemne frescura, las riberas del lago y la delgada capa de nieve se llenan de pequeñas flores de penetrante perfume y brillantes colores. Incluso la más pequeña de ellas reluce a lo lejos con un resplandor azul, rojo, amarillo o morado. El agua azul del lago y la tierra cobriza desprenden aromas de una intensidad enervante, y el olor se difunde hasta muy lejos.

Y cada año, cuando la primavera abre los ojos en el Ararat, los pastores altos y fornidos, de bellos y tristes ojos negros y largos dedos, llegan con sus flautas al lago Küp junto a las flores, al intenso olor, a los colores y a la tierra cobriza. Extienden sus capotes al pie de las rocas rojas, sobre la tierra cobriza y la primavera milenaria, y se sientan a orillas del lago. Antes de que salga el sol, bajo la masa de estrellas que brillan sobre el monte, sacan las flautas del cinto y comienzan a tocar la furia del Ararat. Esto continúa desde el alba hasta el ocaso. Justo cuando el sol se pone, un pájaro pequeñito y blanco como la nieve, estilizado como una golondrina, comienza a dar vueltas sobre el lago, gira velozmente y va dibujando uno detrás de otro amplios cí­rculos blancos que caen en hebras sobre el azul marfileño del lago. En el momento en que desaparece el sol, los flautistas dejan de tocar, vuelven a guardarse las flautas en el cinto y se ponen en pie. En ese instante, el pájaro que vuela sobre el lago desciende como un relámpago, sumerge un ala en el agua azul y se eleva de nuevo. Lo repite tres veces y luego se aleja volando, desaparece de la vista, se esfuma. Tras el pájaro blanco se retiran los pastores, silenciosos, de uno en uno o en parejas, se mezclan con la oscuridad, se van.

Yaşar Kemal (Hemite, Turquía, 1923), La furia del monte Ararat (fragmento)


Edición: Ed. Punto de Lectura, 2000. Traducción de Rafael Carpintero Ortega.

Yaşar Kemal, ‘La furia del monte Ararat’

En la ladera del monte Ararat, a cuatro mil doscientos metros, hay un lago al que llaman Küp. A decir verdad, más parece un pozo que un lago, porque es muy profundo y apenas más grande que una era. Está completamente rodeado de rocas tan escarpadas y relucientes como el filo de un cuchillo. Desde las rocas hasta el lago desciende, cada vez más estrecho, un hollado camino de blanda tierra cobriza sobre la que asoma, aquí­ y allá, la hierba verde. […]

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