Soy una torre en Estambul. Prendí fuego a Estambul una mañana. Primero quemé la calle donde vivía ella. Aún se hallan entre mis recuerdos un niño, una mujer medio desnuda, un atardecer, aún se rezagan en mi memoria. Quemé los pájaros y los árboles. Sabemos que los pájaros y los árboles son incombustibles, ¿verdad? Pues los quemé. Vi su boca que no se podría cambiar por todo el oro del mundo. Su boca me recordaba sin cesar ríos, tiendas, soles, trenes, caminos, bazares. Sus brazos prendieron fuego a los ardientes ríos toda la noche, toda la noche como si no estuviéramos en el mundo.
Quizá estábamos en esas mañanas no tocadas aún por la mano de Ivi. Eso era lo que decía yo.
Plantemos las flores, dije. ¡Basta ya! Que no siga doblado el mar.
Desdoblé el mar.
—Ilhan Berk (Manisa, Turquía, 1918 – Bodrum, Turquía, 2008), en Mar de Galilea (1958)
Soy una torre en Estambul. Prendí fuego a Estambul una mañana. Primero quemé la calle donde vivía ella. Aún se hallan entre mis recuerdos un niño, una mujer medio desnuda, un atardecer, aún se rezagan en mi memoria. Quemé los pájaros y los árboles. Sabemos que los pájaros y los árboles son incombustibles, ¿verdad? Pues los quemé. Vi su boca que no se podría cambiar por todo el oro del mundo. Su boca me recordaba[…]
Aunque solo sea por un momento, un descanso de tanta tragedia, y un poquito de aire fresco por la ventana del hedonismo feroz del gran Abu Nuwas:
Abu Nuwas, dibujado por Jalil Gibran en 1916 para la revista literaria ‘Al Funun’
Hombres, ¡a mí qué me importan las espadas o los combates! Yo sólo sigo a una estrella: la del placer y la música. En mí no confiéis, pues soy de aquellos que rehúyen encontronazos y embates. Cuando veo el enemigo salto sobre mi potrillo con las riendas colocadas por el lado de la cola. No sé cómo es un arnés, ni un broquel, ni un alfanje. Todo mi afán es saber, cuando sus guerras estallan, por qué camino escapar. (más…)
Aunque solo sea por un momento, un descanso de tanta tragedia, y un poquito de aire fresco por la ventana del hedonismo feroz del gran Abu Nuwas: Hombres, ¡a mí qué me importan / las espadas o los combates! / Yo sólo sigo a una estrella: / la del placer y la música. / En mí no confiéis, / pues soy de aquellos que rehúyen encontronazos y embates. / Cuando veo el enemigo / salto sobre mi potrillo / con las riendas colocadas[…]
Para nuestros pasos había un pasado; está muerto desde hace cientos de años. Los años han borrado su recuerdo y lo han colocado entre los muertos.
Durante mucho tiempo hemos buscado sus astros desaparecidos, hemos recurrido al imposible para devolverle la vida.
Hemos intentado, traspasando los siglos, hacerle volver a sus comienzos, esperando recobrar nuestros sentimientos, y hemos regresado con las manos vacías.
Hemos atravesado las tinieblas, franqueado lo impasible, inmóvil, excavando los huesos amontonados, y no hemos encontrado lo extraviado.
Hemos visto, allí, frentes que no veían porque estaban ciegas, ojos ensimismados en la vida silenciosa, porque estaban mudos.
Hemos visto restos de corazones embalsamados con el recuerdo. En vano habían intentado encontrar el sentido… eran restos.
Hemos visto labios vacíos que no emitían quejas ni sentían hambre y manos marchitas, plegadas, cuya desgracia no provocaba lágrimas.
Nos preguntamos por nuestro pasado y tropezamos con un ataúd. Allí, sobre la tumba, yacía el tiempo descolorido.
Regresamos al calendario: ¿Se puede engañar a los días? Y oímos gritar a los restos tras el sarcasmo de las cifras.
Vimos el mañana esperado arrastrando su mitad paralizada, arrastrando su mitad despreciada, su mitad congelada, inerte.
Allí, un libro se cerraba y finalizaba el antiguo canto. Mañana, la vida germinará sobre las heridas del doloroso tiempo.
La voz del ayer se perderá en el torbellino profundo del tiempo y sentiremos en nuestras copas la palpitación del sueño que se despierta.
Para nuestros pasos había un pasado; está muerto / desde hace cientos de años. / Los años han borrado su recuerdo / y lo han colocado entre los muertos. / Durante mucho tiempo hemos buscado / sus astros desaparecidos, / hemos recurrido al imposible / para devolverle la vida. / Hemos intentado, traspasando los siglos, / hacerle volver a sus comienzos, / esperando recobrar nuestros sentimientos, / y hemos regresado con las manos vacías.[…]
Antes de que fueras mi amada había más calendarios para contar el tiempo: los hindúes, los chinos, los persas y los egipcios tenían sus calendarios. Después de ser mi amada, la gente comenzó a decir: el año mil antes de sus ojos y el siglo décimo después de sus ojos.
En tu amor alcancé el grado de evaporación, el agua del mar se tornó mayor que el mar, la lágrima del ojo mayor que el ojo y la superficie de la herida mayor que la de la carne.
No puedo quererte más aún ni estar más unido a ti. Mis labios no bastan para cubrir los tuyos, mis brazos no bastan para ceñir tu cintura y las palabras que conozco son muchas menos que los lunares que adornan tu cuerpo.
No puedo adentrarme más en la espesura de tu pelo: llevan años publicando en los periódicos que estoy perdido. Sigo perdido hasta próximo aviso.
El lenguaje es ya insuficiente para pronunciarte y las palabras son como caballos de madera que corren tras de ti noche y día, sin alcanzarte.
Siempre que me acusan de quererte, me siento superior; convoco una rueda de prensa y reparto tus fotos a los periodistas, aparezco en la pantalla del televisor con la rosa del escándalo prendida en mi ropa.
Escuchaba a los enamorados hablar de sus amores, y me reía. Pero cuando volví al hotel y tomé el café, solo, supe cómo penetra el puñal del amor en el costado para no salir nunca.
Mi problema con la crítica es que siempre que escribo un poema en negro, dicen que lo he copiado de tus ojos.
Mi problema con las mujeres es que siempre que niego mi relación contigo, oyen el tintineo de tus pulseras en la vibración de mi voz y ven tu camisón colgado en el armario de mi recuerdo.
No me acostumbres a ti: el médico me ha aconsejado que no mantenga mis labios en los tuyos más de cinco minutos, ni me siente bajo el sol de tus pechos más de un minuto, para no abrasarme.
Si conoces a un hombre que te quiera más que yo, preséntamelo para felicitarlo y luego matarlo.
—Nizar Qabbani (Damasco, 1923 – Londres, 1998), En tus ojos, el mundo ajusta su hora.
Antes de que fueras mi amada / había más calendarios para contar el tiempo: / los hindúes,/ los chinos, / los persas / y los egipcios tenían sus calendarios./ Después de ser mi amada,/ la gente comenzó a decir: / el año mil antes de sus ojos / y el siglo décimo después de sus ojos. / En tu amor alcancé el grado de evaporación, / el agua del mar se tornó mayor que el mar, / la lágrima del ojo mayor que el ojo / y la superficie de la herida / mayor que la de la carne.[…]
Las ciudades son un olor. Acre huele a yodo y especias. Haifa, a pino y sábanas arrugadas. Moscú, a vodka y hielo. El Cairo, a mango y jengibre. Beirut, a sol, mar, cigarrillos y limón. París, a pan recién hecho, queso y cosméticos. Damasco, a jazmín y frutos secos. Túnez, a nardos y sal. Rabat, a alheña, incienso y miel. Una ciudad sin olor no cuenta a la hora de los recuerdos. Los exilios comparten un olor, el de la nostalgia de lo que se fue… un olor que recuerda a otro. Un olor que corta la respiración, tan profundo que te lleva, como un mapa turístico muy gastado, al olor del lugar primero. El olor es un recuerdo y una puesta de sol. Aquí el atardecer es un reproche que la belleza le hace al forastero.
Amar el ocaso no es, como es sabido, uno de los atributos del exilio.
—Mahmud Darwish (Al-Birwa, 1941 – Houston, 2008), En presencia de la ausencia (fragmento)
Las ciudades son un olor. Acre huele a yodo y especias. Haifa, a pino y sábanas arrugadas. Moscú, a vodka y hielo. El Cairo, a mango y jengibre. Beirut, a sol, mar, cigarrillos y limón. París, a pan recién hecho, queso y cosméticos. Damasco, a jazmín y frutos secos. Túnez, a nardos y sal. Rabat, a alheña, incienso y miel. Una ciudad sin olor no cuenta a la hora de los recuerdos. Los exilios comparten un olor, el de la nostalgia[…]
Las dos manos que abandoné / Me acompañan como una luna. / De día se perfilan como árboles en el camino / Y cuando en la noche corren las aguas de la imaginación / Me preceden hacia el bosque del sueño. / Las dos manos que abandoné / Se abren como mariposas dentro de mis ojos.[…]
La noche se sienta donde tú estás. Tu noche es de lilas. A veces, de los rayos de tus hoyuelos se escapa un signo que rompe la copa de vino y alumbra la claridad de las estrellas. Tu noche es tu sombra, un fragmento de tierra legendaria para igualar nuestros sueños. Yo no soy el viajero ni el residente en tu noche de lilas. Soy el que un día fue yo. Cada vez que la noche te rodea mi corazón duda entre dos moradas y ni el ser ni el alma se satisfacen. En nuestros cuerpos, un cielo abraza a una tierra, y toda tú eres tu noche… una noche que resplandece como la tinta de los astros. Una noche, bajo la protección de la noche, repta por mi cuerpo aletargada, cual sopor de zorros. Una noche que rezuma misterio, luminosa sobre mi lenguaje. Cuanto más se aclara, más temo el mañana en el puño de la mano. Una noche que contempla segura y tranquila su inmensidad, que sólo rodean su espejo y las canciones de los antiguos pastores al verano de unos emperadores enfermos de amor. Una noche que florece en la poesía preislámica sobre los brincos de Imru Al Qays y otros y que, para los soñadores, ha ensanchado el camino de la leche hacia una luna hambrienta en los confines de las palabras…
—Mahmud Darwish (Al-Birwa, 1941 – Houston, 2008), Tu noche es de lilas
La noche se sienta donde tú estás. / Tu noche es de lilas. / A veces, de los rayos de tus hoyuelos / se escapa un signo que rompe la copa de vino / y alumbra la claridad de las estrellas. / Tu noche es tu sombra, / un fragmento de tierra legendaria / para igualar nuestros sueños. / Yo no soy el viajero ni el residente / en tu noche de lilas. / Soy el que un día fue yo. / Cada vez que la noche te rodea / mi corazón duda entre dos moradas / y ni el ser ni el alma se satisfacen.[…]
Día a día despierto / nuevamente del sueño / como si fuera ayer aún. / No sé lo que me espera / y quizás se evidencie / que no me espera nada. / La primavera de hoy es / igual a la anterior; / reconozco al mes de Iyar / pero no le dedico especial pensamiento. / No distingo entre el día y la noche / sino por ser la noche la más fría / aunque el silencio en ambos sea el mismo. / Oigo de mañana pájaros piando. / Y de tanto cariño / que por ellos siento / fácilmente adormezco.[…]
A una muchacha de formados senos Invité a tenderse, sin cojín, sobre la arena del desierto. «Así lo haré, aunque no sea mi costumbre», dijo ella. Y cuando iba a despuntar la aurora me dijo: «Me has deshonrado. Ahora vete si quieres, o sigue, si así lo prefieres». Pero no hice salvo sorber sus encías y, entre charlas, besarla en la boca. Me llené de toda ella, me envolví en su vestido de seda y a mis ojos dije: «llorad ahora». Entonces se levantó para borrar con su manto las huellas y buscar las perlas del collar desparramadas.
A una muchacha de formados senos / Invité a tenderse, sin cojín, sobre la arena del desierto. / «Así lo haré, aunque no sea mi costumbre», dijo ella. / Y cuando iba a despuntar la aurora me dijo: / «Me has deshonrado. Ahora vete si quieres, o sigue, / si así lo prefieres». / Pero no hice salvo sorber sus encías / y, entre charlas, besarla en la boca. / Me llené de toda ella, / me envolví en su vestido de seda / y a mis ojos dije: “llorad ahora”.[…]
En la ladera del monte Ararat, a cuatro mil doscientos metros, hay un lago al que llaman Küp. A decir verdad, más parece un pozo que un lago, porque es muy profundo y apenas más grande que una era. Está completamente rodeado de rocas tan escarpadas y relucientes como el filo de un cuchillo. Desde las rocas hasta el lago desciende, cada vez más estrecho, un hollado camino de blanda tierra cobriza sobre la que asoma, aquí y allá, la hierba verde. Luego comienza el azul del lago, un azul muy particular. No existe otra agua con un azul semejante, tan oscuro, suave y aterciopelado.
Cada año, cuando se funde la nieve y la primavera abre los ojos, cuando el Ararat estalla en una solemne frescura, las riberas del lago y la delgada capa de nieve se llenan de pequeñas flores de penetrante perfume y brillantes colores. Incluso la más pequeña de ellas reluce a lo lejos con un resplandor azul, rojo, amarillo o morado. El agua azul del lago y la tierra cobriza desprenden aromas de una intensidad enervante, y el olor se difunde hasta muy lejos.
Y cada año, cuando la primavera abre los ojos en el Ararat, los pastores altos y fornidos, de bellos y tristes ojos negros y largos dedos, llegan con sus flautas al lago Küp junto a las flores, al intenso olor, a los colores y a la tierra cobriza. Extienden sus capotes al pie de las rocas rojas, sobre la tierra cobriza y la primavera milenaria, y se sientan a orillas del lago. Antes de que salga el sol, bajo la masa de estrellas que brillan sobre el monte, sacan las flautas del cinto y comienzan a tocar la furia del Ararat. Esto continúa desde el alba hasta el ocaso. Justo cuando el sol se pone, un pájaro pequeñito y blanco como la nieve, estilizado como una golondrina, comienza a dar vueltas sobre el lago, gira velozmente y va dibujando uno detrás de otro amplios círculos blancos que caen en hebras sobre el azul marfileño del lago. En el momento en que desaparece el sol, los flautistas dejan de tocar, vuelven a guardarse las flautas en el cinto y se ponen en pie. En ese instante, el pájaro que vuela sobre el lago desciende como un relámpago, sumerge un ala en el agua azul y se eleva de nuevo. Lo repite tres veces y luego se aleja volando, desaparece de la vista, se esfuma. Tras el pájaro blanco se retiran los pastores, silenciosos, de uno en uno o en parejas, se mezclan con la oscuridad, se van.
—Yaşar Kemal (Hemite, Turquía, 1923), La furia del monte Ararat (fragmento)
Edición: Ed. Punto de Lectura, 2000. Traducción de Rafael Carpintero Ortega.
En la ladera del monte Ararat, a cuatro mil doscientos metros, hay un lago al que llaman Küp. A decir verdad, más parece un pozo que un lago, porque es muy profundo y apenas más grande que una era. Está completamente rodeado de rocas tan escarpadas y relucientes como el filo de un cuchillo. Desde las rocas hasta el lago desciende, cada vez más estrecho, un hollado camino de blanda tierra cobriza sobre la que asoma, aquí y allá, la hierba verde.[…]