democracia

El entonces ministro de Defensa de Egipto, Abdel Fatah Al Sisi, en abril de 2013. Foto: RogDel / Wikimedia Commons

Podemos elucubrar y hasta filosofar todo lo que queramos sobre si lo sucedido en Egipto es o no un mal menor, tal y como estaban las cosas. Pero negar que el derrocamiento del presidente Mursi ha sido un golpe de Estado es como decir que el caballo blanco de Santiago es negro. Los militares han destituido a un presidente democráticamente electo, han suspendido la Constitución, se han autoproclamado salvadores de la patria, han sacado tanques y soldados a la calle, han detenido a los líderes del partido gobernante, han cerrado los medios de comunicación que no les apoyan y han prometido nuevas elecciones pero sin concretar aún cuándo («el año que viene»). Eso, en castellano, es un golpe de Estado, en toda regla y de manual.

La pregunta, por tanto, es más bien si ha sido un golpe de Estado «bueno», necesario incluso, o no. Y la respuesta, en mi opinión, es que no, por la sencilla razón de que no existe tal cosa. Cualquier intervención de los militares en la vida política de una sociedad democrática (y, si apuramos, en cualquier aspecto de la vida, salvo catástrofes en las que puede resultar útil un cuerpo jerarquizado y disciplinado, aunque no necesariamente armado) es negativa.

Es cierto, como se cita una y otra vez estos días, que fueron los militares, por ejemplo, quienes derribaron al dictador Salazar en Portugal, o que, sin ir tan lejos, fueron también ellos quienes realmente acabaron derrocando al propio Mubarak, cuya caída habría sido mucho más complicada si el ejército no le hubiese dado el golpe de gracia durante la histórica revolución popular que sentó las bases para ello. Pero ninguno de los dos eran líderes con legitimidad democrática, y a los dos, además, los habían puesto donde estaban, o mantenido allí, los propios militares.

Mursi era un fracaso como gobernante. Su política económica, si es que la tenía, estaba resultando nefasta. Por falta de tiempo –solo llevaba un año en el poder–, por la descomposición del régimen anterior y la entrada en el siempre difícil periodo de transición, por su poca experiencia, por una agenda interesada y sectaria, por pura ineptitud o por todo lo anterior, su gobierno no ha llegado a abordar los dos problemas fundamentales de la sociedad egipcia: la pobreza y el paro. El último invierno ha sido especialmente duro para el ciudadano de a pie, con escasez de gasolina y cortes diarios de electricidad.

Además, la brecha con la oposición (laicos y antiislamistas, pero no solo ellos) no ha hecho más que crecer durante su mandato, polarizando en extremo al país, y la Constitución aprobada por su gobierno –sin consenso, pero ratificada en referéndum– estaba muy lejos de lo que en Occidente consideraríamos una carta magna mínimamente respetuosa con los derechos de colectivos como las mujeres o las minorías religiosas.

Mursi ni siquiera era popular, no es un líder carismático. Sus medidas y golpes de efecto iniciales (cuando consolidó su poder destituyendo a la vieja guardia del ejército, o cuando patrocinó el alto el fuego entre Israel y Hamás), han quedado en el olvido. Y tampoco estaba preparado, ni él ni los Hermanos Musulmanes que le respaldan, para dar respuesta a las enormes expectativas generadas por la revolución. La calle había exigido pan y justicia social, y Mursi no ha sido capaz de ofrecer ni una cosa ni la otra.

A todo eso hay que sumar la presión ejercida contra determinados medios de comunicación (en el último año abogados islamistas han presentado decenas de demandas contra periodistas y activistas, acusándoles de insultar al presidente o de difamar la religión), la nula reforma del aparato policial y la falta de condenas a los responsables de represión y torturas durante las protestas de 2011 (la mayoría de los oficiales juzgados han sido absueltos), las críticas de una gran parte del sector cultural por lo que denuncian como un intento de islamizar el arte, o la presentación de una ley que aumenta el control estatal sobre la financiación y las actividades de las ONG.

Y, de fondo, un sistema político encargado de pilotar la transición que no es precisamente un ejemplo de consenso y eficacia. Como recuerda en El Mundo Francisco Carrión, la Cámara Baja fue disuelta en junio de 2012, las elecciones legislativas que debían celebrarse la pasada primavera han sido aplazadas, y el poder legislativo lo ostentaba de manera temporal la Shura o Cámara Alta, un hemiciclo elegido en 2012 por un 7% del censo electoral, en un proceso que, al igual que la composición de la Asamblea Constituyente, fue declarado ilegal por el Tribunal Constitucional.

En definitiva, razones para el descontento y para la preocupación por el futuro no faltaban. Pero Mursi había ganado las elecciones de forma legítima y, aunque ha intentado controlar cada vez más resortes del Estado, no había convertido Egipto en un sistema dictatorial. Sus detractores le acusan de haber gobernado sin sentido de Estado y de servir a los intereses de los Hermanos Musulmanes, pero, por más que hubiese logrado colocar a sus hombres en ciertos puestos clave, no había conseguido avanzar demasiado en lo que la oposición denomina su proyecto de «islamización».

Ganar unas elecciones no es obtener un cheque en blanco, y la democracia es, o debería ser, algo más que depositar un voto cada cuatro años. Pero no pueden ser los militares quienes decidan cuándo se ha perdido la legitimidad obtenida en las urnas, y cuándo hay que devolver el cheque (las comparaciones son odiosas, pero imaginemos por un momento que el ejército hubiese decidido derrocar al Gobierno en España por no atender las justas demandas del 15-M, o por haber apoyado la guerra de Irak pese a las masivas manifestaciones en contra). No olvidemos, además, que los militares egipcios tienen un gran interés por mantenerse en el poder, o cerca de él, para poder conservar sus grandes privilegios económicos.

Los defensores del golpe argumentan que el ejército se ha limitado a escuchar la voz del pueblo y a actuar en consecuencia. Pero «la voz del pueblo» es un concepto demasiado abstracto y, sobre todo, demasiado difícil de medir. Es obvio que una gran parte de la sociedad egipcia exigía la dimisión del presidente (las multitudinarias manifestaciones en los días que precedieron a la intervención militar así lo reflejan), pero también lo es que otra buena parte le apoyaba y le apoya. El pueblo, y particularmente el pueblo egipcio, tiene muchas voces. La triste realidad de los enfrentamientos y las decenas de muertos de estos últimos días habla por sí misma. Por otra parte, tampoco el apoyo popular es siempre una garantía. Pinochet contaba con mucho cuando derribó el gobierno de Salvador Allende.

Otro aspecto importante es saber hasta qué punto los militares y la policía han contribuido al éxito de las protestas. En las manifestaciones de los últimos meses contra el gobierno de Mursi apenas había fuerzas de seguridad. Tras el golpe, la presencia de agentes en las calles fue inmediata. Y, según informa The New York Times, las gasolineras vuelven a tener combustible y los cortes de luz han cesado desde que los militares se hicieron con el poder.

El debate que subyace bajo todo esto es, obviamente, viejísimo. De lo que estamos hablando, en el fondo, es de si es legítimo o no matar al tirano, de dónde ubicar los límites del poder de las mayorías, de si el fin justifica los medios, de si existen verdades objetivas y principios ‘naturales’ y universales, por encima del comportamiento de aquellos a quienes hemos cedido el mando. Es decir, de cómo nos organizamos como sociedad. Pero, por concretar un poco y evitar en lo posible el bizantinismo, lo que parece claro en este caso es que el remedio puede ser peor que la enfermedad.

Lo último que necesitaban los Hermanos Musulmanes es más persecución, más victimismo, más mártires, más clandestinidad. Lo que realmente necesitan es enfrentarse al duro muro de la realidad democrática, al día a día de la economía, a los caminos poco épicos de la negociación, el compromiso y, posiblemente, el fracaso. Tal vez así, el elemento religioso pasará a ser secundario para muchos de los que les votan (tanto en Egipto como en otros países), y serán los resultados de su gestión los que determinen el apoyo que reciben. Cuando nunca has gobernado (y un año no es suficiente) es fácil decir que puedes arreglarlo todo. Después de cuatro años en el poder, la cosa no es tan sencilla. De seguir la trayectoria que llevaba, no es descabellado pensar que Mursi habría perdido muchos de los votos que consiguió en las últimas elecciones. Ahora, depuesto y ultrajado, sus posibilidades electorales (o las de los Hermanos) puede que vuelvan a subir como la espuma.

Eso no quiere decir que el dilema egipcio tenga fácil solución. El riesgo de que el Gobierno de Mursi hubiera avanzado cada vez más hacia el autoritarismo y hacia la islamización de la sociedad, coqueteando con un Estado teocrático, era real, y la situación económica empezaba a ser intolerable. El problema es que hayan sido los generales los encargados de pararle los pies.

Podemos estar de acuerdo o no con los sistemas representativos capitalistas a los que llamamos democracia, podemos pensar que están pervertidos y que en muchos casos son ampliamente mejorables, pero lo cierto es que, hoy por hoy, en los modelos democráticos imperantes, y mientras sigamos creyendo en el discutible principio de que necesitamos a alguien que nos gobierne para poder vivir, la única forma razonablemente justa de dilucidar hacia dónde se inclina la mayoría es mediante unas elecciones. ¿Permitirán los militares (o el recién formado gobierno provisional) que se presenten los Hermanos Musulmanes en los próximos comicios? En las últimas elecciones legislativas obtuvieron una victoria muy ajustada (el 51% de los votos). ¿Qué ocurriría ahora? ¿Qué pasará si vuelven a ganar?

En principio, y aunque no es fácil pedir paciencia a un pueblo que ha estado sometido a un gobierno dictatorial durante décadas, bastaba con esperar a que Mursi agotase su mandato, y retirarle entonces el apoyo en las urnas. Pero incluso para quienes piensan que la situación era excepcionalmente urgente y que no era posible esperar tres años más, existen otros mecanismos de lucha, todos ellos preferibles al lenguaje de la bota militar, y que tampoco suponen necesariamente tomar la Bastilla. Huelga, desobediencia, resistencia pacífica, boicot, presión (política, mediática y cultural), mociones de censura, protesta civil, campañas internacionales… Está todo inventado hace mucho tiempo y, si es realmente una «inmensa mayoría» quien se planta, las posibilidades de cambio existen.

Tal vez sea una ingenuidad, o la expresión de un deseo, pero las revoluciones las hace el pueblo, no el ejército.


Leer también:
» El golpe en Egipto, paso a paso

Más información y fuentes:
» Tarjeta roja contra Mursi, las claves de una rebelión (Francisco Carrión, en El Mundo)
» Las contradicciones de un golpe de Estado ‘democrático’ (Olga Rodríguez, en eldiario.es)
» Egipto, las extrañas alianzas y los retos de la revolución (Olga Rodríguez, en eldiario.es)
» ¿Qué tiene que ocurrir en un golpe de Estado para que se le pueda llamar golpe de Estado? (Guerra Eterna)
» La estrategia del Ejército egipcio que desembocó en el golpe (Guerra Eterna)
» La sospechosa campaña contra los islamistas egipcios (Guerra Eterna)
» Egipto: ¿qué pasa si los islamistas vuelven a ganar las elecciones? (Kevin Connolly, en BBC)
» Egypt’s Economic Tragedy In 3 Simple Charts (Joe Weisenthal, en Business Insider)
» Los desafíos en Egipto tras el golpe de Estado: violencia, deriva económica y proyectos políticos (20minutos.es)
» Seis claves sobre el golpe en Egipto (Obamaworld)
» Les élections, l’Egypte et la démocratie (Nouvelles d’Orient)
» Egypt’s tragedy (The Economist)
» ¿Regresan los golpes tolerables? (Andrés Oppenheimer, en El País)
» The Demons in Egypt (Jon Lee Anderson, en The New Yorker)
» Egypt military’s economic empire (Sherine Tadros, en Al Jazeera)
» Sudden Improvements in Egypt Suggest a Campaign to Undermine Morsi (Ben Hubbard y David D. Kirkpatrick, en The New York Times)

Las revoluciones las hace el pueblo, no el ejército

Podemos elucubrar y hasta filosofar todo lo que queramos sobre si lo sucedido en Egipto es o no un mal menor, tal y como estaban las cosas. Pero negar que el derrocamiento del presidente Mursi ha sido un golpe de… Leer

Unos setenta artistas, intelectuales y académicos de Israel, entre ellos el escritor Amos Oz y el actor Joshua Sobol, han pedido en una carta al primer ministro del país, Benjamín Netanyahu, que detenga las últimas propuestas legislativas, pro considerarlas «antidemocráticas».

«Netanyahu tiene una clara elección: o permitir que continúe la presente ola y convertirla en destructora de la democracia y la ley en Israel, o detenerla inmediatamente», indica en la misiva, rubricada también por Ari Folman, director de la aclamada película Vals con Bashir, y por la intérprete Hana Maron, informa Efe.

Los firmantes consideran que el jefe de Gobierno y líder del partido derechista Likud debería anunciar la congelación de los trámites parlamentarios de todas las propuestas y proposiciones de ley que «tengan como objetivo los tribunales, los medios de comunicación y la sociedad civil».

El Parlamento israelí, dominado por la derecha, ha tramitado o aprobado recientemente una serie de iniciativas que han sido consideradas por la oposición como un ataque contra las libertades fundamentales.

Según informa Efe, la última, esbozada por la diputada ultranacionalista Anastasia Mijaeli y aún pendiente de votación, propone prohibir el uso de altavoces en las mezquitas para llamar a la oración.

La medida, particularmente polémica en un país con un quinto de población musulmana palestina nativa, ha recibido ya el apoyo explícito de Netanyahu con el argumento de que «no hay necesidad de ser más liberales que Europa».

Entre las iniciativas recientes más controvertidas figura asimismo una para limitar la financiación extranjera de las ONG, otra que pretende introducir el visto bueno del comité ministerial a la elección del presidente del Tribunal Supremo, y otra, aún en fase de aprobación, que eleva la demanda económica de compensación por difamación sin necesidad de probar que se ha resultado dañado, lo que ha sido visto por la prensa como una herramienta para frenar las revelaciones contra el poder.

El Parlamento también aprobó este año la denominada «ley del boicot», que establece multas a quienes promuevan un boicot económico, cultural o académico a las colonias judías en territorio palestino, sus residentes o sus productos.

Además, la «ley de la Nakba» (Desastre), aprobada también este año, penaliza la conmemoración palestina del exilio y la desposesión que supuso la creación del Estado judío en 1948, y establece multas a las autoridades locales y organismos con financiación pública que organicen eventos en recuerdo de esa fecha.


Fuente: Efe

Contra la «ola de leyes antidemocráticas» en Israel

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El jeque Jalifa bin Zayed Al Nahayan accedió a la presidencia de los Emiratos tras la muerte de su padre, Zayed bin Sultan Al Nahayan, en 2004. Foto original: Helene C. Stikkel / Departamento de Defensa de EE UU

¿Revolución? ¿Qué revolución? Sin novedad en los Emiratos Árabes Unidos, todo tranquilo. Aquí se vive bien (muy bien, de hecho, si por vivir bien entendemos una renta per cápita de alrededor de 50.000 dólares al año, una de las más altas del mundo). Y el Estado, además, es generoso. Invierte y reparte. A fin de cuentas, puede permitírselo: los Emiratos son el tercer mayor exportador mundial de petróleo, y donde no tienen tanto, como en Dubai, se construye a lo grande.

El mes pasado, por ejemplo, los medios estatales anunciaron a bombo y platillo la inversión de 1.600 millones de dólares para mejorar las infraestructuras de los territorios menos desarrollados del norte, cuyos ciudadanos no se han visto tan favorecidos por la riqueza petrolera de la capital, Abu Dabi, o por el boom inmobiliario (pese a que también aquí haya estallado la burbuja) de Dubai. También se aumentó en nada menos que un 70% las pensiones de los militares. Así que nada de revoluciones.

Y, sin embargo…

Los Emiratos Árabes Unidos (EAU) son una federación de siete estados, regidos cada uno por su emir (el gobierno central lo forma el consejo supremo, formado por los siete emires). No hay elecciones. No hay partidos polí­ticos. No hay representación pública ni sindicatos. La polí­tica, pese a los tímidos intentos de avanzar hacia una mayor democratización emprendidos hace unos años, sigue siendo cosa de las familias gobernantes. Los trabajadores extranjeros (el 80% de la población, y el 90% de la mano de obra) viven en condiciones de gran discriminación. La libertad de prensa sólo existe en la letra de la Constitución. Y la legislación contempla la pena de muerte para, entre otros muchos casos, «delitos» de homosexualidad y apostasía.

La semana pasada, Ahmed Mansur, un conocido bloguero y activista por los derechos humanos que había pedido reformas democráticas en los EAU, fue detenido por la policía. Según Human Rights Watch, diez miembros de las fuerzas de seguridad se llevaron a Mansur después de registrar su domicilio en Dubai durante tres horas. Además, le confiscaron varios ordenadores, libros y otros documentos personales. Posteriormente fue acusado de posesión de alcohol. (El alcohol está disponible en hoteles y bares de Dubai, pero las autoridades tienen la facultad de detener a los musulmanes por consumo o posesión, basándose en la interpretación radical de la ley islámica, o sharia).

Mansur ha recibido amenazas de muerte por Internet, que su abogado atribuye a haber firmado una petición exigiendo mayor representación política y poderes legislativos para el Consejo Federal Nacional, un órgano de estilo supuestamente parlamentario. Otros dos hombres, un bloguero y un comentarista político, fueron detenidos también a principios la semana pasada.

Estas detenciones, así como los intentos por acallar potenciales protestas a fuerza de inversiones y de dinero público (la táctica preferida de Arabia Saudí), dejan bien clara la postura de los Emiratos ante las revueltas árabes: Mejor que las cosas sigan como están. No en vano, los emires, que hasta el último momento se resistieron a retirar su apoyo al ex presidente egipcio, Hosni Mubarak, no dudaron en sumar sus soldados a las tropas saudíes que entraron en Bahréin el pasado mes de marzo para «restablecer el orden» (léase: «para aplastar las protestas de la mayoría chií que están poniendo en peligro a la minoría suní gobernante»).

La presencia de las tropas saudíes y de los EAU en Bahréin, por cierto, va para largo. El ministro de Exteriores bahreiní, el jeque Jaled bin Ahmed al Jalifa (todos son de la familia allí), ha asegurado este lunes que los soldados del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) no se marcharán hasta que acaben «las amenazas extranjeras». «No hay fuerzas saudíes –dijo–, sólo las del CCG»… El CCG, recordemos, es la rica alianza petrolera que forman Kuwait, Bahréin, Omar, Catar, Emiratos Árabes Unidos y, por supuesto, Arabia Saudí.

Con lo de «amenazas extranjeras» el jeque se refería, obviamente, a Irán, la gran potencia chií de la región, que apenas deja pasar un día sin criticar la intervención militar en Bahréin, en el marco de la creciente tensión entre Teherán (que, a todo esto, sólo denuncia las represiones cuando le interesa) y los Estados petroleros suníes del Golfo, aliados de EE UU.

Para entender bien la situación actual en los Emiratos Árabes Unidos merece la pena leer el último artículo de Christopher M. Davidson en la revista Foreign Policy. El título, La construcción de un estado policial, lo dice todo. Estos son algunos extractos, traducidos al castellano:

[…] Los EAU, que hasta hace poco eran un grupo de monarquías tradicionales federadas con una gran base tribal, lideradas por el apreciado jeque Zayed bin Sultan al-Nahyan hasta su muerte en 2004, han ido transformándose desde entonces en un sofisticado estado policial gobernado por dos de los hijos de Zayed desde su poderosa base de Abu Dabi, el emirato más rico gracias a su riqueza petrolera. A diferencia de su padre, que tenía que consultar con otros líderes tribales y con los grandes comerciantes de todo el país, los nuevos gobernantes ejercen su poder, sin rendir cuentas ningunas, tanto sobre la población (cada vez más urbanizada y más dependiente de Abu Dabi) como sobre unos movimientos políticos y medios de comunicación que están ahora fuertemente controlados y censurados.

A primavera vista, no parece tener sentido pensar que los EAU resultarán atrapados también por la «primavera árabe» […]. Históricamente, el Gobierno ha sido capaz de distribuir la riqueza, los subsidios y las oportunidades económicas entre sus ciudadanos, a cambio de la aquiescencia política. Más aún teniendo en cuenta que el 90% de la población está formada por inmigrantes y expatriados que no pueden aspirar a la ciudadanía. La mayoría de ellos han llegado a los EAU buscando empleos con impuestos bajos o mejores condiciones de vida que las que tenían en sus países de origen. No parece que vaya a haber muchas demandas políticas por su parte.

La realidad, sin embargo, es algo diferente, al menos en lo que respecta a los ciudadanos de los EAU. La práctica totalidad de las oportunidades económicas se encuentran tan sólo en Abu Dabi y Dubai, mientras que los abandonados cinco emiratos más pobres del norte están languideciendo. A pesar de los ocasionales desembolsos «de emergencia» realizados desde Abu Dabi (incluyendo uno el mes pasado), la brecha entre la parte rica y la parte pobre no ha dejado de crecer, año tras año. El paro sigue subiendo, los apagones eléctricos son constantes… Y la discriminación también es notable. Los habitantes del norte, que constituyen cerca de la mitad de la población indígena, se están haciendo oír cada vez más gracias a los blogs, a Twitter y a Facebook, y a otros medios de comunicación en Internet más difíciles de censurar,

Pero no existe una oposición homogénea. Algunos son pobres, otros son beduinos apátridas (a quienes se deniega la ciudadanía pese a su presencia en el país desde hace generaciones), y muchos proceden de los emiratos ricos y están bien educados, pero demandan un gobierno más transparente, una sociedad civil sin represión y un auténtico sistema judicial.

Y, sin embargo, todos estos grupos tienen ahora un grito común en sus manifestaciones: Reforma política. La absoluta falta de instituciones democráticas en los EAU se ha hecho mucho más difícil de soportar a medida que las revoluciones y las protestas han ido extendiéndose por toda la región, alcanzando incluso el Golfo Pérsico. […]

El artículo completo (en inglés), aquí.

PD. El pasado mes de marzo, coincidiendo con la vista de Zapatero a Dubai, los Emiratos Árabes Unidos anunciaron su intención de invertir 150 millones de euros para recapitalizar una caja de ahorros española.

Sin novedad en los Emiratos

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Miles de personas participaron este domingo en manifestaciones por todo Marruecos para pedir reformas democráticas. La jornada discurrió de forma pacífica y festiva durante la mayor parte del día, si bien derivó a última hora en disturbios en varias ciudades que empañaron las reivindicaciones y arrojan dudas sobre el futuro de las protestas.

Siguiendo el mismo patrón que en otros paí­ses árabes, las concentraciones fueron convocadas a través de Facebook. El objetivo era exigir una nueva Constitución que limite el poder ejecutivo del rey Mohamed VI.

A la convocatoria, denominada el Dí­a de la Dignidad, se sumaron asociaciones de derechos humanos, partidos de izquierda y, sobre todo, los islamistas del movimiento Justicia y Caridad, que demostraron su poder de convocatoria en la mayor protesta, celebrada en Rabat, con alrededor de 10.000 personas, informa Efe.


Nota: Pese a que, técnicamente, no consideramos a los países del Magreb (Marruecos, Túnez, Libia y Argelia) parte de Oriente Medio, su inclusión en este blog obedece a la evidente relación entre las revueltas populares que están sacudiendo estos días a los países árabes e Irán, desde el Atlántico hasta el Golfo Pérsico.

Miles de manifestantes piden reformas democráticas en Marruecos

Miles de personas participaron este domingo en manifestaciones por todo Marruecos para pedir reformas democráticas. La jornada discurrió de forma pacífica y festiva durante la mayor parte del día, si bien derivó a última hora en disturbios en varias ciudades… Leer

Miles de personas se manifiestan contra el gobierno de Mubarak en la plaza Tahrir de El Cairo, el 4 de febrero. Foto: Mona / Flickr (CC)

Los regí­menes autoritarios árabes están siendo sacudidos de raí­z o se encuentran en plena caí­da. Y lo mismo está ocurriendo con muchas de las falacias existentes sobre los árabes en sí­. Durante décadas, estos regí­menes han utilizado la amenaza del islamismo fundamentalista para manipular a sus ‘aliados’ occidentales: o nos apoyáis, o estos extremistas os van a montar otro Irán antes de que os deis cuenta. Y Occidente, temeroso, decidió optar por lo malo conocido.

La calle árabe, sus durante tanto tiempo marginados ciudadanos, ha demostrado la falsedad de este argumento. Y lo ha hecho, además, de un modo que ha sorprendido a casi todo el mundo, empezando por los propios islamistas.

Los millones de tunecinos, egipcios y otros que han irrumpido en el centro mismo de la vida polí­tica de sus paí­ses han enviado seis mensajes muy claros:

El primer mensaje, el más general, es que los pueblos árabes se han cansado de aguantar tanto a sus dictadores como a los que les han promovido. Han hecho falta varias décadas para llegar a este punto, pero al fin se ha alcanzado.

Los paí­ses árabes de la era postcolonial tienen una media de 60 años de vida. Durante la mayor parte de este periodo, las élites gobernantes han dispuesto de tiempo y espacio para construir una nación y edificar un estado. Durante los años que siguieron a la independencia, la abrumadora tarea fue conseguir que las nuevas entidades territoriales encajasen con las antiguas entidades locales, dentro de las fronteras coloniales heredadas, y disolviendo, de paso, el sentimiento panárabe que pudiera estar incrustado entre la población. Los gobernantes argumentaron entonces que estas necesidades estratégicas justificaban el dar prioridad al desarrollo por encima de la democracia. Algunos invocaban incluso la débil noción de «especificidad cultural» para afirmar que la democracia es un sistema poco apropiado para los árabes. El resultado fue un modelo basado en la seguridad y en el control autoritario.

Además, la guerra con Israel fue utilizada como excusa para denostar la apertura polí­tica y la democratización, al ser tachadas ambas de distracciones de la principal causa árabe. Al final, tanto esta causa como el otro gran objetivo, el desarrollo, han fracasado. En lugar de lograr progreso y victorias, la mayorí­a de los estados árabes, tanto monarquí­as como repúblicas, se transformaron en corruptos negocios familiares, en torno a los cuales surgieron oportunistas camarillas, bajo la protección, todos ellos, de draconianos aparatos de seguridad respaldados por un indiferente Occidente. La corrupción y la ineficacia afectaron a todos los aspectos de la vida social, polí­tica y económica.

Todo esto tení­a que terminar, y lo ha hecho ahora, gracias a la revuelta de un pueblo que no está dispuesto a seguir siendo humillado. El pueblo ha dado por concluido el tiempo otorgado a sus gobernantes para crear sistemas polí­ticos y económicos viables.

El segundo mensaje de las revueltas desacredita la creencia común de que la única alternativa concebible a la dictadura es un régimen islamista. Aún estamos en los primeros dí­as, pero existen ya suficientes evidencias de que este impulso va encaminado hacia una tercera ví­a, más allá de esa cerrada dualidad. Tanto en Túnez como en Egipto, la fuerza dominante de la revolución es una nueva generación de jóvenes educados, cuyas valientes acciones han tocado la fibra de todos los estratos de la sociedad, dejando atrás a los tradicionales (e ineficaces) partidos de la oposición.

Su éxito a la hora de movilizar a tantos miembros de la «mayorí­a silenciosa» demuestra que millones de árabes están hartos tanto del status quo como de cualquier alternativa de futuro basada en la religión. Ciertamente, los islamistas tienen una gran influencia en el mundo árabe, incluidos estos dos paí­ses. Pero son sólo una parte del escenario polí­tico, y, de momento, se están decantando más por compartir el poder que por controlarlo.

El tercer mensaje es que el cambio que anuncian estas revoluciones no es fruto del trabajo de una élite, o de un grupo promovido por un golpe de Estado o una intervención extranjera. Al contrario, este cambio está inspirado por el pueblo, y lo está realizando el pueblo. Y el hecho de que la paternidad del cambio pertenezca sólo al pueblo permite tener confianza en que el destino de los árabes está, al fin, en sus propias manos. La nueva era estará definida por el poder del pueblo, y no por una junta revolucionaria o por un monarca custodio actuando en nombre del pueblo.

El cuarto mensaje es que esta protesta generalizada tiene un carácter fundamentalmente polí­tico. Las exigencias de trabajo y de mejores condiciones de vida pueden haber sido el catalizador, y son importantes en sí­ mismas, pero las aspiraciones polí­ticas se han colocado pronto a la cabeza de las demandas. En Túnez, el eslogan dominante de la «Revolución de los Jazmines» era: «Viviremos sólo con pan y agua, pero sin Ben Ali». En Egipto, el eslogan «El pueblo quiere cambiar el régimen» expresa la misma idea. La gente no se está escondiendo detrás de peticiones modestas y a corto plazo; lo que quieren es cambiar el sistema polí­tico en su conjunto. Se trata de un cambio espectacular y sin concesiones.

El quinto mensaje, que necesita ser comprendido por las clases gobernantes y por quienes las apoyan desde fuera, es que la (superficial) estabilidad basada en una seguridad armada ya no es una opción. Este modelo puede haber aguantado durante mucho tiempo, pero los acontecimientos actuales han demostrado que, al final, acaba haciendo aguas. La miope estrategia de Occidente consistente en comprar estabilidad a costa de cerrar los ojos ante la represión sólo revela la falsedad de sus valores democráticos.

Por último, el sexto mensaje es que la tradicionalmente mano libre de los regí­menes autoritarios (incluidos los árabes) está empezando a sufrir parálisis en un mundo interconectado por la cobertura informativa que, más allá de las fronteras, ofrecen los medios por satélite y las redes sociales. La ola de protesta que recorre los paí­ses árabes (como en Túnez y Egipto) crece primero de manera organizada en redes sociales como Facebook y Twitter, se hace visible después en las calles, y es recogida y transmitida a continuación por las televisiones por satélite e internacionales.

El resultado es que el trabajo de los servicios de seguridad del Estado y de inteligencia, e incluso el de los militares, se vuelve mucho más difí­cil. Estas instituciones no poseen ni la habilidad ni las herramientas para hacer frente a «movimientos electrónicos de resistencia civil». Frente a una determinación sin armas pero masiva, y bajo la atenta vigilancia del resto del mundo, estos aparatos de seguridad y los regí­menes a los que protegen han sido desenmascarados como tigres de papel.


Khaled Hroub es profesor de Estudios de Oriente Medio en la Universidad Northwestern en Catar. Es también investigador en el Centro de Estudios Islámicos de la Universidad de Cambridge, donde dirigió el Cambridge Arab Media Project (CAMP).


Publicado originalmente en openDemocracy bajo licencia Creative Commons el 9/2/2011
Traducción del original en inglés:
Arab third way: beyond dictators and Islamists

Ni dictadores ni islamistas: una tercera ví­a

Por Khaled Hroub.- Los regí­menes autoritarios árabes están siendo sacudidos de raí­z o se encuentran en plena caí­da. Y lo mismo está ocurriendo con muchas de las falacias existentes sobre los árabes en sí­. Durante décadas, estos regí­menes han utilizado la amenaza del islamismo fundamentalista para manipular a sus ‘aliados’ occidentales: o nos apoyáis, o estos extremistas os van a montar otro Irán antes de que os déis cuenta. […]

Un manifestante sostiene una pancarta en la que puede leerse ‘Ben Ali fuera’, en Túnez, el 14 de enero. Foto: Skotch 79 / Wikimedia Commons

Hace ape­nas un mes, Túnez seguí­a siendo, a ojos de Occi­dente, ese pequeño paí­s tran­quilo y esta­ble del Norte de África que aca­taba sin rechis­tar las exi­gen­cias de EE UU en su lucha con­tra el terro­rismo isla­mista y al que adu­la­ban sin rubor los gobier­nos euro­peos (sus veci­nos del sur, Fran­cia, Ita­lia y España, espe­cial­mente); un rin­cón lleno de sol, pla­yas, mag­ní­­fi­cas rui­nas his­tó­ri­cas y el sufi­ciente exo­tismo árabe en un ambiente seguro como para atraer cada año a miles de turis­tas. ¿Una dic­ta­dura? Tal vez, pero nada grave. La apa­rien­cia demo­crá­tica era sufi­ciente y, en cual­quier caso, era una dictadura amiga.

Hoy, esos mis­mos ojos con­tem­plan un esce­na­rio en plena revo­lu­ción popu­lar, en el que, tras sema­nas de revuel­tas calle­je­ras, repre­sión poli­cial, poco con­vin­cen­tes pro­me­sas de cam­bio y dece­nas de muer­tos, la demo­cra­cia real podrí­a estar lla­mando por fin a la puerta, por pri­mera vez en un país árabe.

La expli­ca­ción es sen­ci­lla: No es que Túnez haya cam­biado de la noche a la mañana, es que nunca ha sido lo que la mayo­rí­a de los gobier­nos occi­den­ta­les pre­fe­rí­an creer (o hacer creer) que era.

Un espe­jismo

Durante más de 20 años, y tras la cor­tina de una falsa demo­cra­cia, el régi­men auto­ri­ta­rio de Zine al Abi­dine Ben Alí­ habí­a con­ver­tido el paí­s magrebí­ en el coto pri­vado de la fami­lia gober­nante, donde la corrup­ción y el nepo­tismo cam­pa­ban a sus anchas y la falta de liber­tad a todos los nive­les era flagrante.

Los ingre­sos del turismo y las ayu­das esta­dou­ni­den­ses y euro­peas, a cam­bio de la con­ten­ción del isla­mismo y de la inmi­gra­ción, per­mi­tie­ron un espe­jismo de pros­pe­ri­dad eco­nó­mica que, sin embargo, se vino abajo al esta­llar la cri­sis glo­bal en 2008. El paro y los pre­cios se dis­pa­ra­ron, los suel­dos se hun­die­ron y la juven­tud, prin­ci­pal ví­c­tima de la situa­ción, salió a la calle.

Las demandas económicas y sociales dieron pronto el lógico paso a la exigencia de libertad y democracia, y la oleada ha resultado ser incontenible. Ben Alí está huido, el Gobierno disuelto; los europeos, pendientes de una posible evacuación, y la gente, esperando al fin unas elecciones que se han anunciado ya para dentro de un mes.

Todavía es una incógnita si la transición será un éxito o no, como lo es también hasta qué punto la revuelta tunecina hará poner sus barbas a remojar a los gobernantes vecinos.

En Argelia (otro régimen falsamente democrático, pero, a diferencia de Túnez, de orientación pseudosocialista) ya ha habido protestas populares contra el gobierno de Bouteflika por la situación económica. En Egipto, Mubarak acaba de ganar (otra vez) unas elecciones tildadas de farsa por la oposición, mientras crece la tensión y la violencia contra la minoría cristiana y por la marginación de los islamistas. Y en Marruecos, que tiene en la reciente revuelta saharaui la punta de lanza de la contestación social por el deterioro económico, la corrupción del régimen ha quedado al descubierto por los cables de Wikileaks. La Libia del eterno Gadafi es, por ahora, un hueso más difícil de roer.

Pero, de momento, el cambio se ha producido, y esta vez no ha sido un cambio impulsado por los militares. Estas son las claves de lo ocurrido:

1. EL CONTEXTO

La ‘perla’ del Magreb

Situado en la costa mediterránea africana, y con 10,3 millones de habitantes (el 98%, musulmanes), Túnez es el país más pequeño del Magreb, la parte occidental del mundo árabe, que incluye asimismo a Marruecos, Argelia y Libia. El 40% de su territorio está ocupado por el desierto del Sáhara, mientras que el resto es suelo fértil y adecuado para la agricultura.

Hasta ahora, Túnez era el país magrebí menos conflictivo, lo que, unido a sus playas, su sol, su gran riqueza histórica y cultural, y la garantía de confort y seguridad para los visitantes, le hacían un gran reclamo para el turismo (más de 126.000 españoles lo visitan cada año).

Con un gobierno proestadounidense, y considerado un Estado modélico en la zona por Occidente, Túnez es el socio norteafricano de la UE que más ayudas recibe per cápita, aunque en términos absolutos le supera Marruecos. La inversión extranjera está capitaneada por Francia, con 1.250 empresas presentes en Túnez, seguida de Italia, Alemania, el Reino Unido, Bélgica, Holanda y España.

Las ayudas exteriores, junto a los ingresos provenientes del turismo, la industria manufacturera y los fosfatos, habían hecho de Túnez un país relativamente próspero, hasta que estalló la crisis económica mundial en 2008.

Paro y corrupción

Con la crisis, la inversión extranjera cayó en picado (un 33% en 2009) y se dispararon los precios de los productos básicos, pero el país habría podido mantener el tipo de no ser por la persistencia de sus dos grandes problemas endémicos: el paro y la corrupción.

El paro, que afecta sobre todo a la juventud, en una nación donde dos tercios de la población es joven (el 55%, menor de 25 años), supera el 15%, y las políticas del Gobierno para atajarlo han sido inexistentes o ineficaces.

Al ser la educación obligatoria, muchos de estos parados son universitarios (el número de licenciados se ha triplicado en la última década) que se ven abocados, bien a emigrar a Europa, algo nada fácil ante las políticas cada vez más restrictivas del Viejo Continente, bien a orientar su futuro hacia un destino precario y poco apetecible en la agricultura.

La corrupción y el nepotismo han sido, por su parte, la seña de identidad del régimen. Las grandes empresas están en manos de los Trabelsi, la familia del hasta ahora presidente Ben Alí y su esposa, Leila. Muchas de ellas han sido expropiadas en aras del «interés nacional». Y la redistribución de las grandes ganancias que estas empresas generan brilla por su ausencia o se reduce a asociaciones de solidaridad, controladas también por el partido oficial.

Represión y falta de libertad

Junto al descontento económico, la falta de libertad ha sido el otro gran factor que ha acabado agotando la paciencia de los tunecinos.

Túnez es un Estado policial de confidentes, donde se controla hasta el último correo electrónico, y en el que la censura, desde los libros y los medios de comunicación hasta las redes sociales en Internet, está a la orden del día. Amnistía Internacional y Human Rights Watch han denunciado la existencia de cárceles secretas, desaparecidos, registros domiciliarios sin orden judicial, palizas…

Existen tres partidos de oposición, pero apenas tienen fuerza y están aislados (las elecciones las gana siempre el partido del Gobierno con porcentajes superiores al 80%). Y al igual que en Egipto o Argelia, el régimen ha ido debilitando o eliminando las estructuras sociales intermedias (partidos, sindicatos, asociaciones) capaces de plantar cara al poder.

El diagnóstico, en Wikileaks

La situación del país quedaba bien reflejada en los cables de los diplomáticos estadounidenses sobre Túnez sacados a la luz por Wikileaks, y publicados, entre otros medios, por El País. Algunos extractos:

El presidente Ben Alí está envejecido, su régimen sufre de esclerosis y no hay un claro sucesor. Muchos tunecinos están frustrados por la falta de libertad política y sienten rabia por la corrupción de la familia del presidente, por las elevadas tasas de desempleo y por las desigualdades regionales.

El extremismo es una amenaza continua. […]. El gobierno tunecino no acepta consejos ni críticas nacionales o internacionales. En lugar de ello, intenta imponer un control todavía mayor, echando a menudo mano de la policía […]. Túnez es un Estado policial, con escasa libertad de expresión o asociación, y con serios problemas de derechos humanos.

El presidente hace lo que su mujer le pide que haga […]. Los miembros de la amplia familia de Ben Alí pueden hacer lo que quieran con impunidad, incluido falsificar documentos.

Una estrategia contraproducente

Ante esta situación, EE UU y la UE han jugado con Túnez durante años la baza de mirar para otro lado a cambio de contar con un aliado fiel en la zona, dándole carta blanca para hacer el trabajo sucio en tres frentes: la lucha contra el islamismo radical (especialmente desde el 11-S), la contención de la inmigración (en 2001 la UE firmó varios acuerdos con Túnez para controlar la emigración clandestina) y la protección del turismo (sobre todo, tras el atentado de 2002 vinculado a Al Qaeda en una sinagoga en la isla de Jerba, en el que murieron 15 personas).

Sin embargo, es precisamente la corrupción, la represión y la pobreza lo que, como demuestran las experiencias de Argelia y Egipto, da alas a los islamistas. Y es precisamente la corrupción, la represión y la pobreza lo que ha acabado sacando al pueblo a la calle y fulminando la imagen de Túnez como paraíso turístico.

El papel de Internet: Nawaat y las redes sociales

A pesar de los ‘apagones’ y de la censura que ha ejercido el Gobierno durante las protestas, el papel de redes sociales en Internet como Facebook o Twitter ha sido de una importancia considerable en la revuelta que ha derrocado al presidente.

El alto nivel de educación y de acceso a la Red de los jóvenes tunecinos les ha servido para organizarse a través de unas nuevas tecnologías que, a su vez, han llevado los detalles de las protestas a todo el mundo, sorteando el control del régimen.

En este sentido, una página web, Nawaat.org, se ha convertido en el gran portavoz de la rebelión ciudadana, con la publicación, en árabe y en francés, de centenares de textos, vídeos y fotos, así como de convocatorias a manifestaciones, comunicados, reacciones…

2. LA REVUELTA, PASO A PASO

La contestación social comenzó a mediados de diciembre con manifestaciones, muchas de ellas violentas (cócteles molotov, pedradas), en varias ciudades del país. La represión policial fue muy dura y ha habido decenas de muertos (21, según cifras oficiales; cerca de 70, según la Federación Internacional de Derechos Humanos) y centenares de detenidos.

Se trata de una revuelta sin líderes definidos (los partidos de la oposición están demasiado aislados y son marginales), protagonizada principalmente por jóvenes, y en el contexto de un país con una amplia clase media y una importante tradición secular (los islamistas han quedado al margen de las protestas).

La mayoría de los participantes en las manifestaciones son estudiantes, pero también han salido a la calle trabajadores, intelectuales, campesinos… Esta es la cronología de los hechos:

  • 17 de diciembre. Mohamed Bouazizi, un joven desempleado con estudios superiores, se inmola a lo bonzo en la localidad turística de Sidi Bou Zaid para denunciar abusos administrativos, después de que la policía le confiscara su carrito con fruta y verdura que vendía en la calle, con el argumento de que carecía de permiso. Esto, unido a la crisis económica que afecta al país, provoca una oleada de revueltas sin precedentes. Las protestas se extienden a El Guep, Meknassi y Bouzayane.
  • 24 de diciembre. Jóvenes manifestantes atacan un cuartel de la guardia nacional con el resultado de cuatro muertos entre los uniformados.
  • 28 de diciembre. Ante la gravedad de la situación, el presidente Ben Alí se desplaza al hospital para visitar a Bouazizi.
  • 29 de diciembre. Ben Alí cesa a tres gobernadores regionales y remodela parte del Ejecutivo.
  • 4 de enero. Muere Bouazizi. El Gobierno aplica una férrea censura en los medios de comunicación y bloquea sitios web y correos electrónicos, especialmente los de quienes usan la red social Facebook.
  • 6 de enero. Amnistía Internacional condena la represión.
  • 7 de enero. Se quema a lo bonzo un joven de 17 años ante un instituto de la capital, después de que fuera sancionado por organizar un acto de apoyo a las manifestaciones. Los disturbios se extienden a las ciudades sureñas de Siliana, Tela, Redeyef, Um Laraies y Kebili, sometidas a un estado de sitio desde el inicio de esta semana.
  • 8-9 de enero. 14 muertos, según el Gobierno (la oposición los cifra en 35), en los disturbios en Kasserin (en la frontera con Argelia) Thela y en Regeb. Los manifestantes corean «todos somos Bouazizi».
  • 10 de enero. La UE pide a las autoridades tunecinas moderación en el uso de la fuerza y la liberación de los manifestantes, periodistas y blogueros detenidos. El secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, pide contención y respeto a la libertad de expresión. Para intentar desactivar las protestas Ben Alí anuncia la creación de 300.000 empleos.
  • 11 de enero. El Gobierno anuncia cuatro muertos más en Kaserin, lo que eleva a 18 los fallecidos reconocidos oficialmente, mientras los sindicatos hablan de más de 50. Mientras, se recrudecen los combates en la región minera de Gafsa y otras zonas del centro y el suroeste. El Ejecutivo decreta el toque de queda en Beja, Gafsa, Kaserín y Telab. El Gobierno español desaconseja viajar al interior de Tunez.
  • 12 de enero. El toque de queda se extiende a la capital, tomada ya por camiones y vehículos blindados. Se recrudece la violencia en los barrios de Le Kram y la Goulette, cerca de Cartago, donde se encuentra el Palacio Presidencial. El ministro de Interior, Rafik Belhaj Kacemm, es destituido. Se anuncia la puesta en libertad de todos los detenidos.
  • 13 de enero. Un muerto al cargar la policía contra una manifestación de profesores y estudiantes en el centro de la capital. Se agrava la situación en Gafsa, donde los manifestantes atacan tres comisarías y asaltan un supermercado y la oficina de Correos. La Federación Internacional de Derechos Humanos tiene identificados, desde el inicio del conflicto, a 66 muertos. Ben Alí promete un «completo y profundo» cambio a nivel político y económico en el que participen todos los actores de la sociedad civil y política, incluida la oposición, al tiempo que anuncia que no se presentará a las elecciones de 2014. Se contabilizan 13 muertos y 50 heridos en la capital, después de la intervención del presidente, en la que éste se comprometió a no usar fuego real contra los manifestantes.
  • 14 de enero. Una multitud de jóvenes recorre la principal avenida de Túnez capital gritando consignas contra el presidente entre ellas «O te vas, o nos matas». Ante las multitudinarias protestas, Ben Alí destituye al gobierno en pleno y anuncia elecciones legislativas anticipadas en seis meses. El Gobierno decreta el estado de excepción en todo el país, por lo que la policía puede disparar contra todo sospechoso que no obedezca sus órdenes. A la vez, se declara el toque de queda. Horas después, Ben Alí abandona Túnez y se refugia en Arabia Saudí; el primer ministro, Mohamed Ghanuchi, asume la presidencia interina del país y el Ejército toma posiciones en el marco del Estado de Emergencia. Durante la noche se producen disturbios y saqueos de los que se acusa a seguidores de Ben Alí.
  • 15 de enero. El presidente del Parlamento, Fued Mebaza, es proclamado presidente interino y promete un gobierno de unidad, sin exclusiones. España y la UE coordinan un plan conjunto para una evacuación «eventual» de sus ciudadanos de Túnez. En el país hay unos 1.600 españoles residentes y cerca de 200 turistas.

3. QUIÉN ES QUIÉN

Zine al Abidine Ben Alí

Ingeniero electrónico y, posteriormente, militar formado en academias de Francia y EE UU, Zine al Abidine Ben Alí, de 73 años, tomó el poder en 1987 por medio de un golpe de Estado. Después modificó la Constitución para poder presentarse indefinidamente a elecciones, denunciadas repetidamente por organizaciones de derechos humanos y la oposición como fraudulentas.

Tras deponer al que fuera presidente de Túnez entre 1957 y 1987, Habib Burguiba, dirigió el país de forma personal, otorgando privilegios y concentrando el poder en muy pocas manos. El régimen se convirtió en una cleptocracia dirigida por los Trabelsi, apellido de la familia de la primera dama.

Son muchas las voces discordantes que le culpan de haber ignorado los derechos humanos y los valores democráticos, acusaciones que él siempre negó. Ben Alí rechazaba las críticas que le achacan haber amañado las votaciones, y llegó a comunicar que procesaría a todo aquel que se atreviese a «difundir mentiras para dañar la imagen de Túnez».

Fue elegido por unanimidad para un primer mandato de cinco años en 1989 y reelegido como único candidato de nuevo en 1994. En 1999, ganó un nuevo mandato de cinco años con un 99,4% de los votos, a pesar de la introducción del pluripartidismo.

Un referéndum en 2002 sobre una nueva Carta Magna que permitía a Ben Alí extender su gobierno hasta el año 2014 fue aprobado por más del 99% de los votantes. Ben Alí ganó con el 94,4% de los votos en las elecciones presidenciales de 2004. En 2009 fue reelegido para un quinto mandato con 89,62% de los votos .

Mohamed Ghanuchi

Es el primer ministro de Túnez, y se proclamó presidente en funciones el 14 de enero. Un día después, sin embargo, el Consejo Constitucional señaló que este puesto debía ser ocupado por el presidente del Parlamento, Fued Mebaza.

Economista, y vinculado totalmente a Ben Alí, Ghanuchi ha estado en el Gobierno tunecino desde los tiempos del anterior presidente, Habib Bourguiba.

Fued Mebaza

Presidente del Parlamento y recién nombrado presidente interino, será el encargado de liderar la transición hacia la democracia. Ha anunciado elecciones para dentro de 60 días y ha prometido un gobierno de unidad nacional durante el actual proceso político. Tiene 77 años y es licenciado en Derecho y en Económicas.

Mustafá Ben Yafar

Lidera el partido opositor Foro Democrático por el Trabajo y las Libertades. Según informa El País, Mebaza ha aceptado su propuesta de formar un gobierno de coalición.

Ahmed Nejib Chebbi

Diputado izquierdista y ex candidato a la presidencia por el opositor Partido Demócrata Progresista, una de las pocas formaciones legales de Túnez.

Los islamistas

No es fácil calcular el peso real de los islamistas radicales en Túnez, ya que los partidos y asociaciones de esta tendencia han sido desarticulados durante el régimen de Ben Alí. Uno de sus líderes es Rachid Ghanuchi, quien ha pasado cinco años en prisión. Condenado a cadena perpetua en 1992 por rebeldía, en 1993 el Reino Unido le concedió asilo político. Según El País, tiene prohibida la entrada en Estados Unidos, Egipto y Líbano.

La ausencia de los islamistas en la revuelta popular puede haber sido una de las claves del éxito de las protestas. En países donde tienen mucho más peso, como Argelia o Egipto, la amenaza de una deriva hacia un gobierno islamista radical habría hecho mucho más difícil el triunfo de una revolución como ésta.

El Ejército

El Ejército tunecino es relativamente pequeño en comparación con el de otros países árabes. No ha tomado parte activa en la represión de la revuelta, de la que se ha encargado la Policía, aunque fue desplegado en la capital para evitar disturbios y saqueos.

4. Y AHORA QUÉ

Túnez ha iniciado una transición histórica hacia la democracia, pero el éxito de este camino sigue siendo muy incierto y depende de muchos factores.

Por un lado, no existen líderes definidos en la revuelta popular, y la oposición es muy débil. Tal y como señala el experto Michael Koplow en la revista Foreign Policy, «si se celebran elecciones no está nada claro quién puede haber con la suficiente cualificación como para ser aceptado como candidato por la gente».

Además, las personas encargadas de liderar el actual proceso político hasta la formación del prometido gobierno de coalición proceden del régimen de Ben Alí.

Sin embargo, estos problemas pueden verse contrarrestados por el hecho de que la revuelta cuenta con la neutralidad del Ejército y con el importante apoyo de la clase media y de la élite intelectual del país.

Por otra parte, los islamistas, diezmados por la represión del régimen, no deberían suponer un obstáculo para la democratización del país. La gran homogeneidad que, a diferencia de otros países del Norte de África, caracteriza a la sociedad tunecina, también puede hacer las cosas más fáciles.

Túnez en síntesis

  • Superficie: 163.610 kilómetros cuadrados.
  • Fronteras: 965 Km con Argelia; 459 Km con Libia.
  • Costa: 1.148 Km (Mediterráneo).
  • Recursos naturales: Fosfatos, hierro, zinc, sal, petróleo.
  • Población: 10,3 millones de habitantes.
  • Edad media de la población: 29 años.
  • Crecimiento de la población: 0.969%.
  • Población urbana: 67%.
  • Esperanza de vida: 76 años.
  • Grupos étnicos: Árabes (98%), europeos (1%).
  • Religión: Musulmanes (98%), cristianos (1%), judíos y otros (1%).
  • Idioma: Árabe (oficial), francés.
  • PIB per cápita: 9.500 dólares EE UU.
  • Sectores: Agricultura: 10,6%; industria: 34.6%; servicios: 54.8%.
  • Paro: Entre el 14% y el 16%.

Publicado originalmente en 20minutos


Nota: Pese a que, téc­ni­ca­mente, no con­si­de­ra­mos a Túnez un paí­s de Oriente Medio, inclui­mos este artí­culo por las con­se­cuen­cias que la revo­lu­ción tune­cina está teniendo en los paí­ses de la región que sí­ son objeto de este blog.

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