Podemos elucubrar y hasta filosofar todo lo que queramos sobre si lo sucedido en Egipto es o no un mal menor, tal y como estaban las cosas. Pero negar que el derrocamiento del presidente Mursi ha sido un golpe de… Leer
Podemos elucubrar y hasta filosofar todo lo que queramos sobre si lo sucedido en Egipto es o no un mal menor, tal y como estaban las cosas. Pero negar que el derrocamiento del presidente Mursi ha sido un golpe de Estado es como decir que el caballo blanco de Santiago es negro. Los militares han destituido a un presidente democráticamente electo, han suspendido la Constitución, se han autoproclamado salvadores de la patria, han sacado tanques y soldados a la calle, han detenido a los líderes del partido gobernante, han cerrado los medios de comunicación que no les apoyan y han prometido nuevas elecciones pero sin concretar aún cuándo («el año que viene»). Eso, en castellano, es un golpe de Estado, en toda regla y de manual.
La pregunta, por tanto, es más bien si ha sido un golpe de Estado «bueno», necesario incluso, o no. Y la respuesta, en mi opinión, es que no, por la sencilla razón de que no existe tal cosa. Cualquier intervención de los militares en la vida política de una sociedad democrática (y, si apuramos, en cualquier aspecto de la vida, salvo catástrofes en las que puede resultar útil un cuerpo jerarquizado y disciplinado, aunque no necesariamente armado) es negativa.
Es cierto, como se cita una y otra vez estos días, que fueron los militares, por ejemplo, quienes derribaron al dictador Salazar en Portugal, o que, sin ir tan lejos, fueron también ellos quienes realmente acabaron derrocando al propio Mubarak, cuya caída habría sido mucho más complicada si el ejército no le hubiese dado el golpe de gracia durante la histórica revolución popular que sentó las bases para ello. Pero ninguno de los dos eran líderes con legitimidad democrática, y a los dos, además, los habían puesto donde estaban, o mantenido allí, los propios militares.
Mursi era un fracaso como gobernante. Su política económica, si es que la tenía, estaba resultando nefasta. Por falta de tiempo –solo llevaba un año en el poder–, por la descomposición del régimen anterior y la entrada en el siempre difícil periodo de transición, por su poca experiencia, por una agenda interesada y sectaria, por pura ineptitud o por todo lo anterior, su gobierno no ha llegado a abordar los dos problemas fundamentales de la sociedad egipcia: la pobreza y el paro. El último invierno ha sido especialmente duro para el ciudadano de a pie, con escasez de gasolina y cortes diarios de electricidad.
Además, la brecha con la oposición (laicos y antiislamistas, pero no solo ellos) no ha hecho más que crecer durante su mandato, polarizando en extremo al país, y la Constitución aprobada por su gobierno –sin consenso, pero ratificada en referéndum– estaba muy lejos de lo que en Occidente consideraríamos una carta magna mínimamente respetuosa con los derechos de colectivos como las mujeres o las minorías religiosas.
Mursi ni siquiera era popular, no es un líder carismático. Sus medidas y golpes de efecto iniciales (cuando consolidó su poder destituyendo a la vieja guardia del ejército, o cuando patrocinó el alto el fuego entre Israel y Hamás), han quedado en el olvido. Y tampoco estaba preparado, ni él ni los Hermanos Musulmanes que le respaldan, para dar respuesta a las enormes expectativas generadas por la revolución. La calle había exigido pan y justicia social, y Mursi no ha sido capaz de ofrecer ni una cosa ni la otra.
A todo eso hay que sumar la presión ejercida contra determinados medios de comunicación (en el último año abogados islamistas han presentado decenas de demandas contra periodistas y activistas, acusándoles de insultar al presidente o de difamar la religión), la nula reforma del aparato policial y la falta de condenas a los responsables de represión y torturas durante las protestas de 2011 (la mayoría de los oficiales juzgados han sido absueltos), las críticas de una gran parte del sector cultural por lo que denuncian como un intento de islamizar el arte, o la presentación de una ley que aumenta el control estatal sobre la financiación y las actividades de las ONG.
Y, de fondo, un sistema político encargado de pilotar la transición que no es precisamente un ejemplo de consenso y eficacia. Como recuerda en El Mundo Francisco Carrión, la Cámara Baja fue disuelta en junio de 2012, las elecciones legislativas que debían celebrarse la pasada primavera han sido aplazadas, y el poder legislativo lo ostentaba de manera temporal la Shura o Cámara Alta, un hemiciclo elegido en 2012 por un 7% del censo electoral, en un proceso que, al igual que la composición de la Asamblea Constituyente, fue declarado ilegal por el Tribunal Constitucional.
En definitiva, razones para el descontento y para la preocupación por el futuro no faltaban. Pero Mursi había ganado las elecciones de forma legítima y, aunque ha intentado controlar cada vez más resortes del Estado, no había convertido Egipto en un sistema dictatorial. Sus detractores le acusan de haber gobernado sin sentido de Estado y de servir a los intereses de los Hermanos Musulmanes, pero, por más que hubiese logrado colocar a sus hombres en ciertos puestos clave, no había conseguido avanzar demasiado en lo que la oposición denomina su proyecto de «islamización».
Ganar unas elecciones no es obtener un cheque en blanco, y la democracia es, o debería ser, algo más que depositar un voto cada cuatro años. Pero no pueden ser los militares quienes decidan cuándo se ha perdido la legitimidad obtenida en las urnas, y cuándo hay que devolver el cheque (las comparaciones son odiosas, pero imaginemos por un momento que el ejército hubiese decidido derrocar al Gobierno en España por no atender las justas demandas del 15-M, o por haber apoyado la guerra de Irak pese a las masivas manifestaciones en contra). No olvidemos, además, que los militares egipcios tienen un gran interés por mantenerse en el poder, o cerca de él, para poder conservar sus grandes privilegios económicos.
Los defensores del golpe argumentan que el ejército se ha limitado a escuchar la voz del pueblo y a actuar en consecuencia. Pero «la voz del pueblo» es un concepto demasiado abstracto y, sobre todo, demasiado difícil de medir. Es obvio que una gran parte de la sociedad egipcia exigía la dimisión del presidente (las multitudinarias manifestaciones en los días que precedieron a la intervención militar así lo reflejan), pero también lo es que otra buena parte le apoyaba y le apoya. El pueblo, y particularmente el pueblo egipcio, tiene muchas voces. La triste realidad de los enfrentamientos y las decenas de muertos de estos últimos días habla por sí misma. Por otra parte, tampoco el apoyo popular es siempre una garantía. Pinochet contaba con mucho cuando derribó el gobierno de Salvador Allende.
Otro aspecto importante es saber hasta qué punto los militares y la policía han contribuido al éxito de las protestas. En las manifestaciones de los últimos meses contra el gobierno de Mursi apenas había fuerzas de seguridad. Tras el golpe, la presencia de agentes en las calles fue inmediata. Y, según informa The New York Times, las gasolineras vuelven a tener combustible y los cortes de luz han cesado desde que los militares se hicieron con el poder.
El debate que subyace bajo todo esto es, obviamente, viejísimo. De lo que estamos hablando, en el fondo, es de si es legítimo o no matar al tirano, de dónde ubicar los límites del poder de las mayorías, de si el fin justifica los medios, de si existen verdades objetivas y principios ‘naturales’ y universales, por encima del comportamiento de aquellos a quienes hemos cedido el mando. Es decir, de cómo nos organizamos como sociedad. Pero, por concretar un poco y evitar en lo posible el bizantinismo, lo que parece claro en este caso es que el remedio puede ser peor que la enfermedad.
Lo último que necesitaban los Hermanos Musulmanes es más persecución, más victimismo, más mártires, más clandestinidad. Lo que realmente necesitan es enfrentarse al duro muro de la realidad democrática, al día a día de la economía, a los caminos poco épicos de la negociación, el compromiso y, posiblemente, el fracaso. Tal vez así, el elemento religioso pasará a ser secundario para muchos de los que les votan (tanto en Egipto como en otros países), y serán los resultados de su gestión los que determinen el apoyo que reciben. Cuando nunca has gobernado (y un año no es suficiente) es fácil decir que puedes arreglarlo todo. Después de cuatro años en el poder, la cosa no es tan sencilla. De seguir la trayectoria que llevaba, no es descabellado pensar que Mursi habría perdido muchos de los votos que consiguió en las últimas elecciones. Ahora, depuesto y ultrajado, sus posibilidades electorales (o las de los Hermanos) puede que vuelvan a subir como la espuma.
Eso no quiere decir que el dilema egipcio tenga fácil solución. El riesgo de que el Gobierno de Mursi hubiera avanzado cada vez más hacia el autoritarismo y hacia la islamización de la sociedad, coqueteando con un Estado teocrático, era real, y la situación económica empezaba a ser intolerable. El problema es que hayan sido los generales los encargados de pararle los pies.
Podemos estar de acuerdo o no con los sistemas representativos capitalistas a los que llamamos democracia, podemos pensar que están pervertidos y que en muchos casos son ampliamente mejorables, pero lo cierto es que, hoy por hoy, en los modelos democráticos imperantes, y mientras sigamos creyendo en el discutible principio de que necesitamos a alguien que nos gobierne para poder vivir, la única forma razonablemente justa de dilucidar hacia dónde se inclina la mayoría es mediante unas elecciones. ¿Permitirán los militares (o el recién formado gobierno provisional) que se presenten los Hermanos Musulmanes en los próximos comicios? En las últimas elecciones legislativas obtuvieron una victoria muy ajustada (el 51% de los votos). ¿Qué ocurriría ahora? ¿Qué pasará si vuelven a ganar?
En principio, y aunque no es fácil pedir paciencia a un pueblo que ha estado sometido a un gobierno dictatorial durante décadas, bastaba con esperar a que Mursi agotase su mandato, y retirarle entonces el apoyo en las urnas. Pero incluso para quienes piensan que la situación era excepcionalmente urgente y que no era posible esperar tres años más, existen otros mecanismos de lucha, todos ellos preferibles al lenguaje de la bota militar, y que tampoco suponen necesariamente tomar la Bastilla. Huelga, desobediencia, resistencia pacífica, boicot, presión (política, mediática y cultural), mociones de censura, protesta civil, campañas internacionales… Está todo inventado hace mucho tiempo y, si es realmente una «inmensa mayoría» quien se planta, las posibilidades de cambio existen.
Tal vez sea una ingenuidad, o la expresión de un deseo, pero las revoluciones las hace el pueblo, no el ejército.
Leer también:
» El golpe en Egipto, paso a paso
Más información y fuentes:
» Tarjeta roja contra Mursi, las claves de una rebelión (Francisco Carrión, en El Mundo)
» Las contradicciones de un golpe de Estado ‘democrático’ (Olga Rodríguez, en eldiario.es)
» Egipto, las extrañas alianzas y los retos de la revolución (Olga Rodríguez, en eldiario.es)
» ¿Qué tiene que ocurrir en un golpe de Estado para que se le pueda llamar golpe de Estado? (Guerra Eterna)
» La estrategia del Ejército egipcio que desembocó en el golpe (Guerra Eterna)
» La sospechosa campaña contra los islamistas egipcios (Guerra Eterna)
» Egipto: ¿qué pasa si los islamistas vuelven a ganar las elecciones? (Kevin Connolly, en BBC)
» Egypt’s Economic Tragedy In 3 Simple Charts (Joe Weisenthal, en Business Insider)
» Los desafíos en Egipto tras el golpe de Estado: violencia, deriva económica y proyectos políticos (20minutos.es)
» Seis claves sobre el golpe en Egipto (Obamaworld)
» Les élections, l’Egypte et la démocratie (Nouvelles d’Orient)
» Egypt’s tragedy (The Economist)
» ¿Regresan los golpes tolerables? (Andrés Oppenheimer, en El País)
» The Demons in Egypt (Jon Lee Anderson, en The New Yorker)
» Egypt military’s economic empire (Sherine Tadros, en Al Jazeera)
» Sudden Improvements in Egypt Suggest a Campaign to Undermine Morsi (Ben Hubbard y David D. Kirkpatrick, en The New York Times)
Podemos elucubrar y hasta filosofar todo lo que queramos sobre si lo sucedido en Egipto es o no un mal menor, tal y como estaban las cosas. Pero negar que el derrocamiento del presidente Mursi ha sido un golpe de… Leer
Hace poco más de dos años, el 14 de enero de 2010, Zine al Abidín Ben Ali huía a Arabia Saudí, después de haber ocupado la presidencia de Túnez durante más de dos décadas. El dictador (ganó cuatro elecciones con porcentajes de hasta el 99,91% de los votos) cedía al fin el poder tras una revuelta popular que se había iniciado un mes antes, cuando Mohamed Buazizi, un joven de 26 años harto de una vida de constante humillación y sin expectativas, se inmoló a lo bonzo, falleciendo unas semanas después. Su muerte originó un movimiento solidario de protesta social entre los jóvenes pobres y en paro de su ciudad, que se extendió y acabó provocando la histórica caída del presidente. Había nacido la que pronto sería bautizada como «primavera árabe». El siguiente en caer, hace ahora justo un año, sería el presidente egipcio, Hosni Mubarak.
Desde entonces, Túnez ha sido el espejo en que se han mirado muchas de las sociedades árabes que han luchado o siguen luchando por hacer realidad un cambio tras años y años de opresión. También ha sido el modelo con el que, en contraste con la incertidumbre de Libia o la violencia polarizada de Egipto, Occidente respiraba más o menos tranquilo. La transición no era fácil, y las amenazas eran muchas, pero el país parecía caminar en la buena dirección: Elecciones, un gobierno de coalición, Ben Ali juzgado y condenado (aunque en ausencia), el turismo remontando tímidamente, los acuerdos comerciales a salvo… La presión de los salafistas (islamistas radicales) era cada vez más evidente, pero los disturbios en las universidades por el uso del nikab (velo integral), los ataques a galerías de arte, bares y santuarios sufíes, y las amenazas a personajes públicos eran vistos como actos puntuales de una minoría. Estaba el problema del atranque político, pero todos los procesos de transición son complicados. Como mucho, el país se encontraba en punto muerto.
Desde dentro, sin embargo, las cosas no se han visto nunca tan de color de rosa. El pasado martes por la noche, el dirigente izquierdista Chukri Bel Aid, un abogado de 47 años, líder del Partido de los Patriotas Demócratas Unificados (PPDU, integrado en el opositor Frente Popular), militante laico convencido y muy crítico con el Gobierno, denunciaba en un programa de televisión las «tentativas de desmantelar el Estado y crear milicias para aterrorizar a los ciudadanos y arrastrar al país hacia una espiral de violencia». Unas horas después, a la mañana siguiente, dos tiros acababan con su vida en la puerta de su casa.
El asesinato de Bel Aid, cuya autoría no ha sido aclarada aún, ha desbordado un vaso que ya estaba lleno. La oposición acusa al partido islamista Al Nahda (o Ennahda, en el Gobierno) de no haber hecho nada para impedirlo, o, directamente, de estar detrás, algo que los islamistas niegan. Y la tensión, entre tanto, se ha disparado, con una huelga general incluida. Porque, más allá de un enfrentamiento entre laicos e islamistas, el conflicto tiene también una base económica, en la que sindicatos y movimientos izquierdistas exigen al Gobierno políticas más sociales.
En los días siguientes a la muerte de Bel Aid han vuelto las manifestaciones y los disturbios a las calles, y el primer ministro ha amenazado con dimitir si su propio partido sigue rechazando su propuesta de crear un gobierno de tecnócratas como paso previo a la celebración de nuevas elecciones. Además, este mismo domingo, tres ministros y dos secretarios de Estado pertenecientes al partido Congreso Por la República (CPR) han renunciado a su cargo.
Y todo ello en un contexto regional cada vez más explosivo, con el terrorismo islamista ganando espacio en el Sáhara y el Sahel, y acusaciones de que parte de las armas de que se nutren los terroristas están llegando a través de Túnez, procedentes del caos libio.
Si la transición tunecina estaba en punto muerto, ahora parece haber perdido, además, los frenos.
Rachid Ghanuchi, el líder histórico del islamismo tunecino, proclamó al volver del exilio, tras la caída de Ben Ali, que Túnez iba a convertirse en «una sociedad democrática y modélica en el mundo árabe». La realidad, sin embargo, ha acabado situando al país en una difícil encrucijada. Los islamistas, muchos de los cuales fueron perseguidos, encarcelados y torturados durante la dictadura, cuentan con un innegable apoyo popular (y electoral), fruto en parte de su éxito entre las clases más castigadas por el paro y la miseria, y también de la división de la oposición. Y este apoyo puede derivar hacia un régimen donde vuelvan a perderse muchas libertades y a vulnerarse muchos derechos, especialmente, esta vez, para los sectores laicos de la población y para las mujeres.
En este sentido, es importante recordar que, desde la época del presidente Habib Burguiba (1957-1987), Túnez es uno de los países árabes donde más han arraigado formas de vida y pensamiento muy conectados con modelos occidentales.
Pero la tentación de alejar a los islamistas del poder, formando un gobierno (no electo directamente) de tecnócratas, y convocando nuevas elecciones, como ha propuesto el primer ministro, tiene también sus riesgos. Aparte de tratarse de una maniobra en principio poco democrática, el resultado puede ser contraproducente. Baste recordar la brutal guerra civil a la que dio lugar en Argelia la anulación de las elecciones que habían llevado a los islamistas al Gobierno, en los años noventa.
Estas son, en preguntas y respuestas, algunas de las principales claves de la evolución de Túnez desde la revolución y de su situación actual.
Túnez fue el primer país de la llamada «primavera árabe» en celebrar elecciones a una asamblea constituyente. Los comicios tuvieron lugar el 23 de octubre de 2011 y en ellos el partido islamista Al Nahda (renacimiento, en árabe) logró 90 de los 217 escaños del parlamento, 60 más que su más inmediato competidor, el centrista Consejo Por la República (CPR).
Se constituyeron entonces las primeras instituciones democráticas: La presidencia del Estado fue para en el líder del CPR, el laico moderado Moncef Marzuki, y la de la Asamblea Nacional Constituyente recayó en Mustafá Ben Yafaar, del socialdemócrata progresista Foro Democrático por el Trabajo y las Libertades (FDTL, o Al Takatul). El partido más votado, Al Nahda, se reservó la jefatura del Gobierno, con su secretario general, Hamadi Yabali, como primer ministro. En diciembre de ese mismo año los diputados aprobaron una nueva Constitución provisional.
La coalición de Gobierno ha sido conflictiva desde el principio. Ni Marzuki ni Ben Yafaar tienen en realidad mucho poder, y los dos socios del Ejecutivo acusan a Al Nahda de acaparar el proceso constituyente, por lo que le han retirado su apoyo y hasta han amenazado con dimitir. La lucha en el seno de la llamada ‘troika’ ha impedido el consenso necesario para designar a los principales ministros (tras meses de negociaciones infructuosas) y ha estancado también la redacción de la nueva Constitución, que tenía que haber estado lista el pasado mes de octubre.
Además, en el seno de Al Nahda existe también una gran división entre moderados, encabezados por el primer ministro Yabali, y radicales, partidarios de abrazar tesis más cercanas a las de los salafistas. Bajo la etiqueta de un «islamismo más auténtico», estos últimos sienten mayores simpatías por Ghanuchi, el líder histórico, cuya rivalidad con Yabali es cada vez mayor.
El salafismo es una corriente ultraconservadora del islam, tradicionalmente apática con respecto a la vida política, muy atomizada (hay multitud de predicadores, cada uno con sus propios seguidores), y que ha crecido, sobre todo, en los suburbios de las grandes ciudades y entre los sectores más humildes de la población. Los salafistas abogan por una interpretación literal del islam, en un intento de recuperar la «pureza» de la religión.
Una corriente del salafismo, denominada popularmente salafismo yihadista, rechaza limitar la acción religiosa a la predicación y hace de la ‘guerra santa’ el centro de su actividad. Los salafistas de esta tendencia defienden el combate armado con el fin de liberar los países musulmanes de toda ocupación extranjera. También se oponen a la mayor parte de los regímenes de los países musulmanes, que juzgan como impíos, y pretenden instaurar estados «verdaderamente islámicos». Históricamente reprimidos, han ido propagando su discurso en los últimos años a través de cadenas de televisión privadas, muchas de ellas de origen saudí.
Los salafistas de Túnez, ampliamente extendidos, sobre todo, en el sur del país, han protagonizado numerosos incidentes violentos, en un intento de desestabilizar al Gobierno, de presionarlo para que imponga la ley islámica, o, simplemente, de crear una situación de caos que haga imposible el desarrollo normal de la transición democrática.
Así, han atacado canales de televisión, tiendas en las que se vende alcohol, galerías de arte a las que acusan de «impías», cines en los que se proyectan películas «inmorales», y todo tipo de acontecimientos culturales. También han provocado disturbios en actos políticos de la oposición, han destrozado decenas de santuarios religiosos populares y, en general, llevan a cabo continuas campañas de intimidación y amenazas, especialmente contra periodistas y en la universidad, donde se oponen a la restricción del uso del nikab, persiguen a las mujeres que no lo llevan y amedrentan a los profesores que lo prohíben. Disponen, además, de grupos de matones armados.
Oficialmente, Al Nahda (y, especialmente, el primer ministro) trata de distanciarse de la violencia salafista y condena muchos de estos actos. La oposición, sin embargo, acusa al partido islamista de no combatir suficientemente a los salafistas, o incluso de connivencia con ellos. Políticos de Al Nahda han llegado a justificar algunos ataques hablando de «provocaciones laicas». El asesinado Bel Aid había denunciado que le había sido denegada la protección especial que había solicitado ante las continuas amenazas que recibía.
Aparte del agravamiento de la crisis política e institucional, desde la muerte de Bel Aid decenas de miles de manifestantes han protestado contra el crimen en las calles de la capital, Túnez, donde el miércoles murió un agente de policía por pedradas. También ha habido manifestaciones en otras ciudades como Sidi Bouzid, la cuna de la revolución que acabó con el régimen del presidente Ben Ali, y Gafsa, situada en el sur y considerada un bastión de seguidores del opositor de izquierdas asesinado. En esta última localidad se produjeron este viernes graves disturbios entre cientos de manifestantes anti islamistas y la policía (gases lacrimógenos incluidos), durante la celebración de un funeral simbólico en honor de Bel Aid.
Aún no se sabe, pero el esclarecimiento del crimen puede ser clave a la hora de apaciguar los ánimos en el país. Si, como se sospecha, los autores están más relacionados con el salafismo que con el islamismo oficial, su detención podría ser para Al Nahda, que ha sido acusada de instigar y hasta de estar detrás del asesinato, una buena oportunidad para dejar claro su distanciamiento de los extremistas, más allá de la condena del crimen en sí, que ha sido unánime.
Otro gesto importante por parte de Al Nahda podría ser la disolución de las llamadas «Ligas de Protección de la Revolución», una especie de milicias vecinales que, a modo de vigilantes, actúan al margen de la ley, a menudo contra sectores laicos. Estas milicias constituyen, junto con los grupos de matones salafistas y las bandas simplemente criminales, uno de los grandes problemas actuales de seguridad en Túnez, problemas que derivan de la incapacidad del Gobierno a la hora de reconstituir las fuerzas del orden tras la revolución.
Tras la caída de Ben Ali, la hasta entonces omnipresente policía secreta (unos 80.000 agentes) fue prácticamente desmantelada, y la policía ordinaria, formada por agentes a menudo mal pagados y poco motivados, sufre el estigma de seguir estando relacionada con las prácticas dictatoriales del pasado. El Ejército, por su parte, es relativamente pequeño (35.000 efectivos, en un país de 10,5 millones de habitantes), y, a diferencia de en Egipto, su papel en el mantenimiento del orden público es poco importante.
La crisis que vive Túnez no es solo un conflicto entre laicos e islamistas. Al igual que al inicio de la revolución, la difícil situación económica en la que sigue inmerso el país, con una alarmante pérdida de empleo, la inflación muy alta y numerosos casos de corrupción, sigue siendo un factor fundamental. Ello explica la huelga general del pasado viernes (la primera en más de 30 años), convocada por el principal sindicato del país (la Unión General de Trabajadores Tunecinos, UGTT), así como la división entre la derecha conservadora y religiosa, por un lado, y el sector trabajador y campesino, por otro.
A pesar del apoyo que tradicionalmente reciben los islamistas en muchas zonas rurales, es también en estas áreas donde más duramente está golpeando el desempleo. Y, en un país con una importante tradición sindical, el respaldo a grupos más cercanos al movimiento obrero puede llegar a ser más importante que la fidelidad a las opciones religioso-conservadoras.
No obstante, si bien es cierto que, de momento, la demanda de «trabajo, libertad y dignidad» que acompañó a la revolución sigue sin ser plenamente atendida por el Gobierno, también es verdad que el Ejecutivo ha dado algunos pasos en esa dirección. En los presupuestos de 2013, por ejemplo, el gasto público tiene un incremento del 4,9%, una cantidad que, en gran parte, se piensa destinar a programas encaminados a reducir las disparidades regionales y a estimular la creación de empleo. El Gobierno también ha sido elogiado recientemente por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) tras lograr firmar un acuerdo con los representantes sindicales y la patronal, que fue calificado de «hito social».
En general, la libertad política en Túnez se ha ido incrementando de manera exponencial durante estos dos años, pero existen muchas áreas donde organizaciones internacionales y locales de derechos humanos denuncian aún muchas carencias, sobre todos las relacionadas con la libertad de expresión y el funcionamiento de las instituciones. Todavía existen grandes obstáculos para el desarrollo de un sistema político abierto y democrático, empezando por la falta de una reforma de los ministerios clave: el de Justicia y el de Interior, que aún conservan prácticas más propias de la época de la dictadura.
Al cumplirse un año de la revolución, Amnistía Internacional publicó un informe en el que afirmaba que el actual Gobierno tunecino estaba haciendo retroceder los avances en la situación de los derechos humanos conseguidos tras la caída de Ben Ali, «lo cual hace dudar de su compromiso con las reformas». La ONG denunciaba, entre otras cosas, que habían aumentado las restricciones a la libertad de expresión de periodistas, artistas, críticos con el Gobierno, escritores y blogueros, «con la excusa de mantener el orden y la moral públicos». También indicaba que «las autoridades tunecinas no parecen haber podido o querido proteger a los ciudadanos de la agresiones de grupos al parecer afines a los salafistas».
Yabali insiste en que la mejor solución para Túnez pasa por su propuesta de formar un Gobierno de tecnócratas y «apolítico» hasta la celebración, «lo antes posible», de nuevas elecciones. El primer ministro ha reconocido que tomó esta decisión de manera individual sin consultarlo con su partido -Al Nahda-, pero asegura que va a «continuar con la realización de esta iniciativa», cuya responsabilidad asume, y que, dijo, tuvo que tomar «para salvar al país». Según Yabali, su propuesta «ofrece a todos los partidos y al pueblo alcanzar rápidamente una solución de concordia, y un gobierno independiente que trabaje para llevar a cabo los objetivos de la revolución».
El vicepresidente de Al Nahda, Abdelhamid Yalasi, aseguró que esta formación «no está de acuerdo con la postura tomada por el jefe del Gobierno». La división existente llevó finalmente este domingo a Yabali a amenazar con dimitir si la Asamblea Nacional Constituyente rechaza su propuesta, aunque no renunciará a su cargo como secretario general de Al Nahda, a pesar de las críticas recibidas. «Si los miembros [del nuevo gabinete] son aceptados, especialmente por los partidos con representación en la Asamblea, permaneceré como jefe del Gobierno», precisó.
Las propuestas, añadió Yabali, «deberán ser remitidas antes del lunes», día en el que está previsto que especifique la fecha del anuncio del nuevo ejecutivo. El primer ministro apunta que podría ser «a mediados de la semana siguiente como tarde».
En Túnez y en Argelia se han interceptado importantes alijos de armas procedentes de los antiguos depósitos de Gadafi, y los rebeldes tuareg y salafistas que se hicieron con el control del norte de Mali en marzo del año pasado nutrieron sus arsenales con armamento libio.
Un dirigente del partido opositor tunecino Nidá Tunis, Lazar Akremi, admitió recientemente que «Túnez se ha convertido en un pasillo por donde circulan armas» de Libia. «Necesitamos ayuda de Europa para restablecer la seguridad fronteriza, sobre todo con Libia, cuyas dificultades en reestructurar el Estado animan a muchos clanes mafiosos al comercio ilegal con sus iguales libios», indicó por su parte un portavoz de Al Nahda, quien señaló la falta de material como una de las principales carencias del país.
Ante la gravedad de la situación, Libia, Argelia y Túnez firmaron en la ciudad libia de Gadamés, cuatro días antes del ataque terrorista a la planta de gas argelina de In Amenas, un acuerdo de coordinación en materia de seguridad de fronteras y de lucha antiterrorista y contra el narcotráfico y el crimen organizado. Los primeros ministros de los tres países manifestaron entonces que la situación en Mali se había «deteriorado» de tal manera que podría tener consecuencias para la seguridad y la estabilidad de la región.
Publicado originalmente en 20minutos
Nota: Aunque no consideramos a Túnez un país de Oriente Medio, incluimos este y otros artículos sobre el Magreb por la evidente significación de la llamada ‘primavera árabe’ en toda la región.
Hace poco más de dos años, el 14 de enero de 2010, Zine al Abidín Ben Ali huía a Arabia Saudí, después de haber ocupado la presidencia de Túnez durante más de dos décadas. El dictador (ganó cuatro elecciones con porcentajes de hasta el 99,91% de los votos) cedía al fin el poder tras una revuelta popular que se había iniciado un mes antes, cuando Mohamed Buazizi, un joven de 26 años harto de una vida de constante humillación […]
Apenas 24 horas después de haber salido reforzado por su papel como mediador en el alto el fuego alcanzado entre Israel y Hamás, el presidente egipcio, el islamista Mohamed Mursi, ha vuelto a acaparar la atención informativa este jueves al ordenar que todas sus decisiones sean definitivas e inapelables ante la justicia hasta la entrada en vigor de la nueva Constitución.
La medida, adoptada tras los continuos enfrentamientos entre el presidente y el Poder Judicial, supone un golpe a la separación de poderes en Egipto y, en la práctica, sitúa a Mursi por encima de la ley. Ninguna institución del Estado podrá anular sus decretos. Además, Mursi ha destituido a uno de sus principales oponentes, el fiscal general del Estado, Abdel Maguid Mahmud, a quien el Gobierno, dominado por los Hermanos Musulmanes, responsabiliza de la absolución de importantes líderes del régimen de Mubarak. En su lugar ha nombrado a Talat Abdullá.
La vicepresidenta del Tribunal Constitucional Supremo egipcio, Tahani al Gebali, ya ha dicho que la decisión de Mursi de blindar sus plenos poderes ejecutivos y legislativos le convierte en un «presidente ilegítimo». La oposición, por su parte, ha exigido la retirada del decreto. «Hay una diferencia entre decisiones revolucionarias y decisiones dictatoriales», afirmó el activista Wael Ghonim, una de las figuras clave en la revolución que acabó con el régimen de Mubarak el año pasado.
Las nuevas medidas aprobadas por Mursi son las siguientes:
No es el primer golpe de mano del presidente egipcio, quien el pasado mes de agosto ya purgó la cúpula militar.
Desde El Cairo, Ricard González (El País) escribe:
[…] el principal blanco de la ofensiva de Mursi es un sector del estamento judicial, liderado por el Tribunal Constitucional. La disputa con las altas instancias de la judicatura arranca con la disolución de la primera Asamblea Constituyente, así como del Parlamento, ambos órganos dominados por los islamistas. Desde su inicio, la transición egipcia ha sido una lucha descarnada entre varios movimientos políticos y centros de poder. La ausencia de cualquier tipo de consenso, ni tan siquiera entre las fuerzas revolucionarias, provocó la politización de la judicatura. Y muy especialmente de sus altas jerarquías, plagada de magistrados fieles a Mubarak y hostiles a la ideología islamista.
Sin embargo, habrá que ver si Mursi consigue sus objetivos con este audaz movimiento, o más bien consigue galvanizar y unir a sus detractores. Desde su investidura el pasado mes de junio, las manifestaciones populares de rechazo hacia su Gobierno han sido de alcance más bien limitado. ¿Dominará entre revolucionarios y laicos la satisfacción por la reapertura de los juicios a los responsables policiales de la era Mubarak o el temor a una nueva Constitución de corte teocrático?
Para este viernes hay convocada una manifestación en la plaza Tahrir contra la actuación policial en las últimas protestas. La decisión de Mursi puede elevar aún más la tensión, ya que la oposición ha llamado a los ciudadanos a protestar de forma masiva contra un decreto que, sin embargo, también ha sido celebrado. Miles de personas se manifestaron el jueves frente a la Corte Suprema en apoyo de la iniciativa del presidente.
Más información y fuentes:
» El auto golpe de Mursi (Issandr El Amrani, en The Arabist)
» Poder absoluto: el decreto de Mursi aturde a los egipcios (Bassem Sabry, en Al Monitor)
» Mursi se sitúa por encima de la ley (El País)
» Rabia opositora en Egipto por el nuevo decreto del presidente (BBC)
» El nuevo faraón (Egyptian Chronicles)
Apenas 24 horas después de haber salido reforzado por su papel como mediador en el alto el fuego alcanzado entre Israel y Hamás, el presidente egipcio, el islamista Mohamed Mursi, ha vuelto a acaparar la atención informativa este jueves al… Leer
Miles de egipcios se han manifestado este martes en El Cairo con motivo del primer aniversario de la muerte de 28 personas, la mayoría civiles, durante la represión policial de una manifestación de cristianos coptos. La marcha de hoy, en la que se exigió el castigo de los militares y miembros de fuerzas del orden responsables, desembocó frente a la sede de la radiotelevisión pública, en una zona conocida como Maspero. Fue allí donde se produjo la masacre, el 9 de octubre de 2011.
La matanza de Maspero, ocurrida en plena transición tras la revolución que derrocó a Mubarak, marcó un punto de inflexión en la opinión de muchos ciudadanos sobre el ejército. Un año después, sin embargo, solo han sido juzgados tres soldados rasos, que fueron condenados a pequeñas penas de cárcel por homicidio involuntario. Los principales responsables siguen libres.
La manifestación de este martes no solo fue reivindicativa. Tuvo, también, una enorme carga emotiva. Belén Delgado, de la agencia Efe, la describe así:
[…] como si fuera una especie de procesión, mujeres vestidas de blanco portaban las imágenes de los fallecidos en Maspero, sobre las cuales habían pintado auras doradas, siguiendo la iconografía cristiana de rito oriental. A diferencia de la marcha que hace un año protagonizaron los coptos, numerosos musulmanes quisieron compartir esta vez sus reivindicaciones en un ambiente de respeto mutuo que quedó plasmado con el silencio y los posteriores aplausos que seguían a las llamadas a la oración que llegaban de las mezquitas.
Pero aquel día aciago de 2011 no solo dejó muertos y dolor. Maspero fue también, en mitad del caos y la violencia, el escenario del principio de una historia de amor. Es la historia de Menna y Mohammed, una de las muchas parejas que, al calor de los sueños comunes, de las intensas experiencias compartidas y también, probablemente, de la adrenalina, surgieron durante las protestas de la revolución y de los meses siguientes, y de cuya existencia sabemos gracias a un estupendo reportaje publicado este martes por Stephanie Nolen en The Globe and Mail. Son historias alejadas de los grandes discursos, de los héroes y los mártires, del drama de tantos momentos históricos; historias normales, triviales, corrientes, como la misma gente que hizo posible la revolución.
Un extracto del reportaje, traducido:
Mientras las balas volaban por la plaza Tahrir en una noche del pasado mes de octubre, Menna Essam tenía el 99% de su mente ocupado en la apremiante tarea de mantenerse viva. Una pequeña parte de esa mente, no obstante, no pudo evitar fijarse en un joven alto y desgarbado, con pómulos prominentes y gafas de montura de acero, que, a su lado, parecía haberse fijado también en ella.
Un total de 24 personas murieron ese día, en lo que se conoce como la Masacre de Maspero. Las tropas cargaron y dispararon sobre los manifestantes frente a la sede de la radiotelevisión egipcia. Fue un antes y un después para el régimen militar que intentaba secuestrar la revolución democrática.
Y fue, también, el principio de una historia de amor. Menna y aquel joven desgarbado, Mohammed Magdie, ambos de 25 años, harán oficial su compromiso la próxima primavera, y piensan casarse, desafiando la oposición de las tías de la novia, para quienes no puede traer nada bueno el haberse enamorado de un hombre mientras tanta gente estaba muriendo alrededor. […]
Menna y Mohammed se conocían antes de Maspero, del modo en que muchos jóvenes egipcios de un cierto nivel económico y orientación política se conocen estos días: A través de Twitter. Nunca, sin embargo, habían hablado en persona hasta aquella noche en que ambos recuperaban el aliento en un callejón aledaño a la plaza. Luego, Mohammed acompañó a Menna en el metro hasta su casa en las afueras, desviándose varias horas de su propio camino. […]
Empezaron a hablar por teléfono y, después, a salir. Hasta que un día, en noviembre, durante una nueva manifestación de jóvenes contra los líderes militares, Menna, que llevaba alimentos para los que estaban en primera línea, dobló una esquina y vio a Mohammed, cojeando y llevado por dos amigos. Le habían pegado un tiro.
Mohammed se recuperó, pero la relación apenas logró sobrevivir. Menna le siguió hasta un hospital de campaña, y se quedó mortificada al comprobar que Mohammed la ignoraba (Mohammed, como supo después, había perdido sus gafas en medio del caos y simplemente no la vio). Decidió romper con él. Pero seis meses después, Mohammed volvió a llamarla y le pidió que se vieran. «Le dije que la quería», cuenta. Menna se hizo de rogar durante dos días. Desde entonces, han sido inseparables.
[…] «Estás luchando por algo en lo que crees, y sabes que él está implicado tanto como tú misma… Ahora tenemos muchas cosas en común. Y siento que él está siempre cubriéndome las espaldas», dice Menna. […]
» El reportaje íntegro en The Globe and Mail, aquí
» Un completo vídeo de la manifestación de este martes, aquí
» Comentarios, opiniones, enlaces, fotos y vídeos en Twitter de la manifestación de este martes, en la etiqueta #Maspero
Miles de egipcios se han manifestado este martes en El Cairo con motivo del primer aniversario de la muerte de 28 personas, la mayoría civiles, durante la represión policial de una manifestación de cristianos coptos. La marcha de hoy, en… Leer
Protegidos por las fuerzas de seguridad, empleados del Ministerio del Interior egipcio se dedicaron el martes por la noche a borrar los graffiti realizados durante la revolución de febrero de 2011 (y tras los enfrentamientos y manifestaciones que la siguieron) en la calle Mohamed Mahmoud de El Cairo, en las inmediaciones de la plaza Tahrir.
Las pinturas, algunas de ellas de una notable calidad artística, representan a héroes («mártires») de la revolución egipcia, y contienen también mensajes contra la policía y el ejército. Hay asimismo varias escenas extraídas de pinturas halladas en tumbas del Antiguo Egipto. Los famosos grafitti ocupan buena parte de los muros de la Universidad Americana de El Cairo (AUC, por sus siglas en inglés), institución que el pasado mes de marzo anunció su intención de no borrarlos.
Zeinobia explica los detalles de lo ocurrido en su blog Egyptian Chronicles, y cuenta que muchos artistas ya han empezado a pintar de nuevo las paredes. La bloguera egipcia afirma: «Podéis borrar los grafiti, pero no podéis borrar la historia».
A pesar de los intentos de la policía para que se llevase a cabo sin testigos, el borrado de las pinturas fue grabado por un activista en un vídeo (no disponible ya en internet), al que pertenece la siguiente imagen:
La propia Zeinobia ha subido a su cuenta en Flickr (Kodak Agfa) varias fotos del mural, tomadas antes de que las pinturas comenzasen a ser borradas. Estas son algunas de ellas:
Y en este vídeo puede verse cómo se realizaron algunas de las pinturas.
Más imágenes de los grafitti, en esta fotogalería del diario Al Ahram y en la página web de Sean Rocha
Protegidos por las fuerzas de seguridad, empleados del Ministerio del Interior egipcio se dedicaron el martes por la noche a borrar los graffiti realizados durante la revolución de febrero de 2011 (y tras los enfrentamientos y manifestaciones que la siguieron) en… Leer
El 17 de diciembre de 2010, hace hoy un año, Mohamed Buazizi, un joven de 26 años harto de una vida de constante humillación y sin expectativas, se inmoló a lo bonzo en la puerta de la sede del gobierno regional de Sidi Buzid, en Túnez.
Buazizi falleció el 4 de enero, y su muerte originó un movimiento solidario de protesta social entre los jóvenes pobres y en paro de su deprimida ciudad. La protesta se extendió y acabó provocando la histórica caída del presidente Zine el Abidine Ben Alí. Había nacido lo que en unos pocos meses será bautizada como «primavera árabe».
Un año y miles de muertos después, han caído dictadores, están naciendo nuevos gobiernos, las urnas están dando más poder a los islamistas, se ha afianzado una forma global de protesta, y, sobre todo, se sigue luchando.
Este es un resumen, elaborado por la agencia Efe, de lo que ha ocurrido hasta ahora y de cómo está la situación, país por país, en los países de Oriente Medio y el Magreb:
La revolución acabó el 14 de enero, con el abandono del poder por el presidente Zine al Abidín Ben Ali, que huyó a Arabia Saudí, después de permanecer 23 años en el Gobierno, en los que ganó cuatro elecciones con porcentajes de incluso el 99,91% de los sufragios. Las revueltas duraron unos diez días y hubo 347 muertos.
El proceso culminó el 23 de octubre con la celebración de comicios en las que participó el 54,1 por ciento de los electores. El ganador fue el movimiento islamista conservador Al Nahda, liderado por Hamadi Yabali, que obtuvo 89 de los 217 escaños de la Asamblea Constituyente. El 13 de diciembre tomó posesión el nuevo presidente, Moncef Marzuki, del centrista Consejo por la República y el 14 Yabali fue designado primer ministro.
La revolución comenzó el 25 de enero con el «Día de la ira», en el que miles de manifestantes en El Cairo y otras ciudades egipcias convocados por Internet pedían reformas al régimen de Hosni Mubarak. Los manifestantes no querían que Mubarak se presentara a las elecciones ni que dirigiera la transición ni que colocara como sucesor a su hijo Gamal. Mubarak delegó el poder el 11 de febrero a una Junta Militar, fue hospitalizado en abril por una «crisis cardiaca» y, desde entonces, aparece en camilla en los juicios emprendidos contra él. Las revueltas iniciales se prolongaron durante 18 días y hubo al menos 846 muertos, según un informe de Amnistía Internacional (AI).
La primera fase de las elecciones se celebró los días 28 y 29 de noviembre en nueve provincias del país, entre ellas El Cairo y Alejandría con una tasa de participación del 52%. El Partido Libertad y Justicia (PLJ), brazo político de los Hermanos Musulmanes, fue el claro vencedor en el inicio de las elecciones legislativas egipcias, con un 40% de los votos, seguido de los salafistas del partido Al Nur (musulmanes ultraconservadores) con el 20%.
Las manifestaciones comenzaron de forma pacífica los días 15 y 16 de febrero en Bengasi, la segunda ciudad libia, por la detención de un activista de derechos humanos y en demanda de cambios democráticos al máximo dirigente del país, Muamar al Gadafi, en el poder durante 42 años.
El 27 de marzo la OTAN inició una campaña militar sobre Libia, semanas después de que las fuerzas leales al régimen comenzaran a acorralar a los grupos de insurgentes del país. La guerra duró ocho meses. La revuelta degeneró en guerra civil que terminó con el anuncio rebelde el 20 de octubre de la muerte de Gadafi en Sirte, su localidad natal. Las víctimas del conflicto se cifraron en 25.000 muertos y el doble de heridos, según el presidente del Consejo Nacional de Transición (CNT), Mustafá Abdul Jalil.
El CNT gobierna el país desde entonces, presidido por Mustafá Abdul Jalil y se han convocado elecciones, previstas inicialmente para junio de 2012.
Las protestas se iniciaron el día 15 de marzo, cuando miles de personas se concentraron en las principales ciudades en respuesta a la convocatoria por Facebook de un «Día de la Ira» y con el eslogan «Una Siria sin tiranía, ni ley de emergencia», en vigor desde 1963. El 21 de abril el presidente Bachar al Asad derogó el estado de emergencia, que otorgaba amplios poderes a las fuerzas de seguridad para reprimir a los manifestantes.
Sin embargo, la represión de las protestas fue brutal y, casi nueve meses después, la ONU cifró en más de 5.000 los muertos, más de 300 de ellos menores de edad. La comunidad internacional mantiene fuertes sanciones económicas contra el régimen. La alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Navy Pillay, advirtió de que el país se dirige a una guerra civil.
Las manifestaciones comenzaron el 27 de enero para exigir que el presidente Abdulá Saleh no se presentara a la reelección en el país más pobre de la península arábiga. La represión de las manifestaciones causó cientos de muertos y heridos durante meses.
Finalmente, ya en el exilio, el presidente Saleh firmó el 23 de noviembre en Riad una iniciativa de reconciliación nacional que prevé una transición de dos años durante los cuales se enmendará la Constitución y se prepararán elecciones.
Las manifestaciones comenzaron el 14 de febrero protagonizadas por la mayoría chií que demandaba a la minoría suní que gobierna el país -el monarca Hamad bin Isa al Jalifa- la instauración de una monarquía parlamentaria con una Constitución que permita al pueblo elegir un gobierno y un Parlamento independientes.
En las revueltas se han producido más de 40 muertos. Las autoridades destruyeron el 18 de marzo el monumento a la Perla en la emblemática plaza de Manama que llevaba ese nombre después de que se convirtiera en símbolo de las protestas antigubernamentales.
Las protestas empezaron a mediados de febrero con manifestaciones convocadas en las redes sociales en reclamo de una Constitución democrática, en la que el rey sea soberano, pero no detente el poder Ejecutivo. El rey Mohamed VI respondió con la reforma de la Constitución y nuevas normas para reforzar la figura del primer ministro como «presidente de un poder ejecutivo efectivo».
Una nueva Carta Magna fue aprobada el pasado 1 de julio en referéndum con el 98,50 por ciento de los votos y una tasa de participación del 73,46% del votos.
Se celebraron elecciones el 25 noviembre, que fueron ganadas por el islamista Partido Justicia y Desarrollo (PJD), con 107 de los 295 escaños del Parlamento. Y el 29 de noviembre el rey Mohamed VI nombró al secretario general del PJD, Abdelilah Benkirán, primer ministro.
Las manifestaciones empezaron el 28 de enero, y aún continúan, en demanda de reformas políticas y económicas en varias ciudades del país. El rey Abdalá II cesó el 1 de febrero al Ejecutivo del primer ministro Samir Rifai, y le sustituyo por Maaruf Bajit.
Las protestas continuaron y el 17 de octubre el soberano hachemí cesó a Bajit y le sustituyó en el cargo por Aun Jasawneh, exjuez de la Corte Penal Internacional, y le encargó acelerar las reformas políticas.
El pasado 18 de noviembre miles de jordanos salieron a las calles de las principales ciudades para pedir al nuevo primer ministro que cumpla sus promesas de acelerar las reformas y luchar contra la corrupción, así como una nueva ley electoral que garantice una representación proporcional en el Parlamento.
Las protestas comenzaron el 12 de febrero para pedir que el gobierno derogara el «estado de emergencia» que regía el país desde hacía 19 años. Dicha ley había sido decretado el 9 de febrero de 1992 por presión del Ejército, tras el intento de insurrección por el Frente Islámico de Salvación (FIS), en protesta por la anulación de las legislativas, cuya primera ronda había ganado por mayoría.
Las recientes protestas se diluyeron tras la derogación de dicho estado de emergencia el 24 de febrero.
Con información de la agencia Efe
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Un reportaje del prograna Foreign Correspondent, de la televisión australiana ABC.
Manifestantes palestinos penetran en la zona fronteriza entre Israel y Siria el pasado 15 de mayo, durante la conmemoración de la Nakba. Foto: Jalaa Marey / JINI / Getty Images
El pasado fin de semana, en el aniversario de la Nakba –catástrofe–, como denomina el mundo árabe al éxodo provocado por la fundación del Estado de Israel, millares de palestinos, la mayoría descendientes de los 700.000 que huyeron o fueron expulsados de su tierra en 1948, trataron de penetrar en los Altos del Golán –territorio sirio ocupado por Israel–, en diversas zonas limítrofes con Líbano, en pasos fronterizos en Gaza y en varios puntos de Cisjordania.
Los manifestantes, cuyas protestas se extendieron a Egipto y Jordania, y que, obviamente, tenían que contar con el permiso de los Estados limítrofes, se veían a sí mismos como una prolongación de la lucha democrática que sacude el mundo árabe desde hace ya más de cuatro meses.
Y ante esta protesta, simbólicamente invasora pero desarmada y, salvo en algunos casos donde se produjeron graves enfrentamientos, esencialmente pacífica, las fuerzas de seguridad israelíes volvieron a demostrar que no saben, o no quieren, manejar el problema. Al menos 13 manifestantes fueron abatidos el fin de semana, varios centenares resultaron heridos o detenidos, y el crédito internacional del ocupante, como resaltaba el editorial del diario El País de este martes, volvió a caer por los suelos.
Más allá del lamentable desenlace, no obstante, la cuestión clave parece ser la posibilidad de que haya surgido al fin un movimiento de protesta palestino más general, más unido y, trascendiendo a las dos intifadas anteriores, basado en la resistencia no violenta.
No va a ser fácil. Una resistencia no violenta efectiva requiere, entre otras cosas, dejar de trabajar para el enemigo, y esto es algo que muchos palestinos no están en condiciones de permitirse, si quieren seguir llevando dinero a sus ya de por sí empobrecidas familias (más del 30% de la población palestina vive en el paro y sin ningún tipo de protección social).
Actualmente se calcula que hay unos 65.000 trabajadores palestinos en Israel, aunque probablemente sean muchos más, ya que una gran parte están empleados en la economía sumergida. La mayoría son trabajadores temporales y su situación es realmente precaria: Según denunciaba Hasan Bargouthi, director de Democracia y Derechos para los Trabajadores de Palestina, en una entrevista publicada en Rebelión hace dos años, la Policía les detiene y a veces les rompe el permiso de trabajo, con lo que se encuentran en territorio israelí sin permiso; pagan diferentes impuestos para el Gobierno israelí, pero apenas tienen beneficios; y de su salario les descuentan un 1% para un sindicato israelí que no les protege en absoluto, y otro 13% para un fondo de pensiones supuestamente palestino, pero que no funciona porque el Gobierno israelí lo retiene.
Para muchos, no obstante, eso es más de lo que pueden encontrar en los territorios ocupados.
Y, sin embargo, la resistencia no violenta puede ser la última solución que queda en una lucha donde han fracasado ya tanto los levantamientos más violentos (dos intifadas que han mantenido despierta la atención del mundo, pero sin posibilidad alguna de éxito ante una maquinaria militar israelí que opera prácticamente con impunidad internacional), como las eternas negociaciones y pseudonegociaciones de paz. Porque a los líderes (israelíes y palestinos) les falta valor para adoptar compromisos y ceder posiciones en favor del entendimiento, y porque la comunidad internacional se ha mostrado impotente, en el mejor de los casos, y claramente interesada, en el peor.
Siempre resulta sencillo animar a alguien a que resista sin violencia desde la comodidad del sofá, a miles de kilómetros de distancia, frente al televisor. Es fácil aconsejar a los palestinos que se sienten en el suelo y reciban palos hasta que el mundo no pueda aguantar más el espectáculo y reconozca por fin su derecho a un Estado independiente. Pedirles que se nieguen a mostrar sus pasaportes, que se encadenen al vergonzoso muro que les aprisiona como animales en Cisjordania, que no respondan a la provocación con pedradas o con cohetes, sino de forma pacífica y tenaz, día tras día, hasta que el invasor quede humillado y sin argumentos.
La realidad sobre el terreno es, por supuesto, mucho más dura y mucho más compleja. Y la realidad social del pueblo palestino hoy en día no tiene mucho que ver ni con la India de los años cuarenta ni con el sur de EE UU en los sesenta. Tras años de ocupación y de miseria, lo que ha crecido en el terreno desesperado y claustrofóbico de los territorios ocupados no es, precisamente, la filosofía gandhiana, sino planteamientos mucho más radicales de los que se ha aprovechado, además, el fanatismo religioso. No es una realidad unánime, ni es lo mismo vivir en Ramala que en un suburbio de la franja de Gaza, pero es una realidad que no puede ignorarse. Una gran parte de los niños palestinos vive en una especie de pecera destructiva, donde la violencia (no sólo la israelí) y la falta de futuro es el lenguaje cotidiano a ambos lados del cristal. Muchos niños palestinos no han oído hablar jamás de Gandhi, pero conocen de memoria los nombres de sus «mártires». Y los niños de hoy son los jóvenes de mañana, como los jóvenes de hoy, que son quienes están llamados a hacer la revolución, eran los niños de ayer, cuando las cosas no estaban mucho mejor, sino tal vez peor incluso.
Por otra parte, la posibilidad de que el integrismo reaccione con actos de terrorismo ante lo que sin duda calificará de «concesiones» y de «debilidad» siempre está ahí. Y el comprensible miedo de los ciudadanos israelíes a morir masacrados por una bomba mientras cenan en un restaurante seguirá justificando la represión a ojos de buena parte del mundo.
Pero, con ser todo esto cierto, también lo es que la oportunidad parece única. El impulso y el ejemplo de las revueltas en el resto del mundo árabe, la reciente reconciliación (aunque sólo sea sobre el papel) entre las dos facciones palestinas rivales y un gobierno estadounidense que, al menos en teoría, puede mostrarse algo más receptivo, son factores que conforman, todos ellos, un escenario nuevo.
La tarea, sin embargo, no podrán llevarla a cabo los palestinos solos. Como destacaba ayer uno de los artículos (como siempre, sin firma) del semanario británico The Economist,
Durante años hemos escuchado a los analistas de EE UU renegar del carácter violento del movimiento nacional palestino. Si escucharan las lecciones de Gandhi y de Luther King, insisten, tendrían su Estado hace ya mucho tiempo. Ningún gobierno israelí reprimiría con violencia un movimiento palestino no violento de liberación nacional que tan sólo pretendiese el reconocimiento universal a su derecho de autodeterminación.
Pero […] este punto de vista ignora el hecho de que ya existe ese movimiento no violento, y de que está creciendo. […] Incluso la primera intifada, que estalló en 1987, estuvo al principio tan cerca de la no violencia como podía esperarse razonablemente. La mayoría de los actos de protesta eran huelgas y manifestaciones, y, luego, un buen número de chicos tirando piedras y la contínua amenaza de actos terroristas, procedente, en su mayor parte, de organizaciones con base en el extranjero. […]. Fue la brutal respuesta israelí lo que hizo que la intifada perdiera rápidamente su carácter no violento. […]
En cualquier caso, para los que siguen creyendo que Israel dará a los palestinos un Estado en el instante en que renuncien a la violencia, el momento de la verdad parece haber llegado ya. […] Lo ocurrido durante la Nakba es «la peor pesadilla de Israel: Masas de palestinos marchando, desarmados, hacia las fronteras del Estado judío […]».
[…] Les hemos pedido a los palestinos que depongan las armas. Les hemos dicho que la culpa de que no tengan un Estado es suya, que si abrazasen la no violencia, el mundo, razonable y sin prejuicios, vería la justicia de sus reclamaciones. Pues bien, eso es lo que han hecho. ¿Qué va a ocurrir si miles de palestinos siguen manifestándose de forma no violenta, e Israel les sigue disparando? ¿Haremos buena nuestra retórica y presionaremos a Israel para que reconozca su Estado, o resultará que nuestras teorías no eran más que una táctica cínica en un contexto internacional inmoral, dominado por el militarismo israelí y los grupos de la derecha estadounidense, unidos por su discurso común de la amenaza árabe-musulmana?
El pasado fin de semana, en el aniversario de la Nakba –catástrofe–, como denomina el mundo árabe al día en que se fundó Israel, millares de palestinos, la mayoría descendientes de los 700.000 que huyeron o fueron expulsados de su tierra en 1948, trataron de penetrar en los Altos del Golán –territorio sirio ocupado por el Estado israelí–, en diversas zonas limítrofes de Israel con Líbano, en pasos fronterizos en Gaza y en varios puntos de Cisjordania.
• Recordando la Nakba. Un adolescente palestino murió el sábado y al menos otros ocho palestinos han muerto este domingo, durante la oleada de enfrentamientos entre manifestantes palestinos y fuerzas israelíes con motivo de la celebración del 63º Día de la Nakba. La Nakba (catástrofe) recuerda la expulsión que sufrieron miles de palestinos al crearse el Estado de Israel, en 1948. La conmemoración, que coincide con las celebraciones israelíes por el aniversario de su Estado, está envuelta este año en una polémica aún mayor de la habitual, al haber aprobado recientemente el Parlamento israelí una ley por la cual no se podrán conceder subvenciones procedentes de fondos públicos a ninguna institución que conmemore o estudie el éxodo palestino. Para conocer historias personales más allá de los números y, en definitiva, para saber más, merece la pena visitar la página web del Instituto para el Entendimiento en Oriente Medio (IMEU, por sus siglas en inglés), que estos días ofrece, en forma de vídeos cortos, los testimonios de jóvenes palestinos que cuentan las experiencias vividas por sus familias, todas ellas víctimas de la Nakba.
• La primavera árabe se tiñe de sangre. Enric González, autor de varios libros muy recomendables y veterano corresponsal de El País (ahora, en Jerusalén), analiza el momento en que se encuentran las revueltas populares en el mundo árabe. El resultado no es muy optimista: «La primavera árabe ha costado ya mucha sangre. Y todo apunta a que este es solo el principio de un proceso largo y violento. Libia sufre una guerra civil que la intervención extranjera no ha decantado hacia los rebeldes; Siria permanece encallada en un círculo de protestas y represión y corre el riesgo de una implosión sectaria de tipo libanés; Bahréin ha sido tomada por tropas saudíes; Yemen se hunde en el caos. Incluso Egipto, cuya revolución resultó relativamente modélica, padece convulsiones sociales y económicas de consecuencias imprevisibles».
• La revolución egipcia, 100 días después: Luchando contra las incertidumbres. Otro balance, centrado en la revolución egipcia y a cargo de Michael Collins, editor del Middle East Institute. Casi tres meses después de la caída de Hosni Mubarak, ¿qué está pasando en el país?, ¿se ha atrancado la revolución o es inevitable un progreso lento y difícil?, ¿están claras las intenciones de quienes están llevando las riendas del cambio? Un análisis detallado con enlaces muy interesantes.
• Apuntando a Gadafi desde el cielo. Rosie DiManno, columnista del Toronto Star, habitual enviada especial a las zonas más calientes de la actualidad, y uno de los periodistas estrella del diario canadiense, ofrece desde Italia una esclarecedora y detallada perspectiva de la misión militar internacional en Libia, a través de una entrevista a Charles Bouchard, comandante de la misión de la OTAN en el país magrebí.
• Apatía en los campamentos palestinos. Gideon Levy dedica su última columna en el diario israelí Haaretz a explicar, mediante una interesante entrevista a un activista local de Hamás, las causas por las que ninguno de los dos grandes acontecimientos de estos últimos días (la muerte de Bin Laden y el acuerdo de reconciliación entre Hamás y Al Fatah) ha logrado generar grandes reacciones entre los palestinos del campo de refugiados de Jenin.
• Los nuevos colores de Bagdad. Con más o menos éxito estético, la capital iraquí se está rediseñando a sí misma tras las grises décadas del régimen de Sadam Husein. Colores chillones, palmeras falsas… Un original reportaje en The New York Times, con fotogalería incluida.
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Basha Ammar reúne en el vídeo Yemen: un día en el corazón de la revolución testimos y experiencias de manifestantes en la llamada Plaza del Cambio, en Saná, Yemen, tras un ataque de las fuerzas especiales de seguridad el pasado 11 de marzo.
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