Un extracto de un artículo publicado en El País hace ya algún tiempo (en febrero de 2008) por el escritor israelí David Grossman:
[…] Hoy en día, Israel es un país insoportablemente turbio. Se respira una atmósfera empañada, y esto no es algo que empezara ni con Ehud Olmert ni con la última guerra, si bien Olmert con su conducta ha contribuido bastante a ello. A veces parece que hemos perdido el instinto natural de supervivencia que posee todo pueblo, eso que marca el orden de prioridades adecuado y que sirve para resolver los conflictos internos con el fin de evitar perderlo todo.
Actualmente, tenemos la ocasión de ver cómo está actuando en este país un gen destructor, bien conocido por nosotros, capaz de llevarnos a una guerra fratricida. Es como si tras más de 100 años de incesantes luchas políticas, de guerras y de infinitas operaciones militares de castigo, la sospecha y la hostilidad con que nos hemos acostumbrado a mirar a nuestros enemigos se hubieran convertido en nuestra forma casi automática de pensar y comportarse con el resto, con todo aquel diferente de nosotros, aunque, por así decirlo, sea «uno de los nuestros».
Carecemos de compasión. No nos compadecemos de nosotros mismos y mucho menos de los demás. No existe el compromiso recíproco que precisa la frágil situación en que nos hallamos. Y en ocasiones parece que no respetamos como se debe el derecho que nos han brindado de tener un Estado judío soberano tras 2.000 años sin poder tenerlo […].
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