Después de su breve y surrealista aparición televisiva del lunes por la noche (en la penumbra de lo que parecía un callejón de posguerra, paraguas en mano, sentado en una especie de ‘cuatro latas’ destartalado, y con pinta de no haber dormido y de no haberse lavado la cara en una semana), el líder libio, Muamar al Gadafi, retomó este martes ese gusto de los dictadores por los discursos interminables y, en una iracunda intervención de más de una hora, retransmitida por la televisión estatal, aseguró que no abandonará el poder, que está «dispuesto a morir en Libia como un mártir» y que combatirá a «las ratas que crean los disturbios» hasta la «última gota» de su sangre.
Con tono amenazador e indignado, y embutido para la ocasión en un vestuario austero (marrón de la cabeza a los pies; nada que ver con las túnicas estrafalarias y los ropajes fantasía de los últimos años), Gadafi hizo su aparición entre las ruinas de una de sus casas de Trípoli, en concreto, una de las que fueron bombardeadas por EE UU en 1986, y que es ahora una especie de museo denominado «Casa de la Resistencia».
En medio de la brutal represión, bombardeos de la fuerza aérea incluidos, contra la gran revuelta popular que le está plantando cara, el dictador se tomó su tiempo, pero fue al grano: Dijo que «todavía no he usado la fuerza, pero lo haré si es necesario» (los al menos 300 muertos –se teme que sean muchísimos más– que hay ya deben de haber fallecido por una epidemia), añadió que piensa «limpiar Libia casa por casa» y recordó, leyendo aplicadamente su propio código penal, que «todos los que quieran dañar a Libia serán ejecutados sin piedad».
Otras perlas para la historia fueron tomar la matanza de Tiananmen como referencia moral («Los jóvenes de China fueron aplastados por los tanques. Nadie puede permitir que su país se convierta en el hazmerreír del mundo»), considerarse a sí mismo «un guerrero beduino que trajo la gloria a los libios», decir que no piensa dimitir porque en realidad no ostenta ningún cargo («Soy el líder de la revolución hasta el final, no un presidente que abandona su puesto […]. Yo soy la gloria y si tuviera un cargo os habría dimitido en la cara, pero no tengo ningún cargo sino mi fusil»), o afirmar que los jóvenes que protestan «están sirviendo al demonio» y que «toman drogas alucinógenas», y que los manifestantes quieren convertir Libia en «un nuevo Afganistán», o en una «república islámica» («¿Quieres que América te ocupe?»). Todo ello, por supuesto, hablando de sí mismo en tercera persona, como corresponde a un egomaníaco de pro («Todos los que quieran a Gadafi tienen que salir de sus casas y reunir a sus hijos»).
Un discurso, en fin, delirante, pero no sorprendente. Gadafi es Gadafi, y lo lleva siendo desde hace más de 40 años, por más que a EE UU y a Europa les haya venido muy bien su reconversión de los últimos tiempos (sólo hacia el exterior, no de puertas adentro), cuando, perdido su aliado soviético y ante el temor de ser barrido por los islamistas, pasó de ser el grano en el culo de Occidente a transformarse en un excéntrico pero útil amiguete que se ha paseado por las principales capitales europeas plantando jaimas, estrechando manos (las del rey, Aznar y Zapatero, incluidas), y vendiendo suntuosos contratos a empresas energéticas y armamentísticas. Eso sí, los inmigrantes y los terroristas islámicos me los mantiene usted a raya.
La buena noticia es que el discurso podría ser, al fin, el canto del cisne del tirano. Esta vez hay demasiados muertos sobre la mesa, y, además, tal vez ni el mismísimo Gadafi pueda sobrevivir a la presión que supone el resto de las revueltas populares democráticas en toda la región (las de Egipto y Túnez, sobre todo, pero también, aunque hayan pasado ahora mismo a una especie de segundo plano antre la gravedad de los acontecimientos en Libia, las de Bahréin, Yemen, Marruecos o Argelia). De momento, ocho embajadores libios en el extranjero han renunciado ya a su cargo, que no es que sea gran cosa (a buenas horas, mangas verdes), pero sí es una señal. Lo de que «de aquí no me mueve nadie» parece ser, además, una tónica común en los últimos discursos de los dictadores, junto antes de irse. Lo fue en el caso de Ben Alí, en Túnez, y también en el de Mubarak, en Egipto.
Será necesario, no obstante, que Occidente se sacuda de una vez su vergonzosa parsimonia y se decida a hacer algo más que declaraciones tardías e insulsas. Si no para purgar sus décadas de pecados, sí, al menos, para que lo que parece un cambio inevitable se realice lo antes posible y no siga muriendo más gente.
La ONU ya ha condenado las matanzas y habla de crímenes de guerra. Algo es algo. Pero no basta. Hace falta mucha más contundencia. Hace falta dejar claro a los déspotas que sus acciones serán perseguidas por la justicia internacional, que no tienen ningún apoyo, ni económico ni armamentístico, que sus reservas de gas y petróleo ya no son un seguro de vida. Hace falta abandonar excusas como que EE UU no tiene poder de presión sobre Libia como lo tenía sobre Egipto (tampoco tiene mucho poder sobre Irán, que se sepa, y eso no parece ser un gran problema a la hora de presionarle) … En fin. ¿Nos interesa una Libia democrática? Sólo formular la pregunta debería ser inmoral.
¿Y después? Después no será fácil. Libia está demasiado devastada por décadas de dictadura. No hay un tejido social organizado, no hay una oposición capaz de afrontar la transición, y el Ejército (aunque el régimen esté reclutando mercenarios para aplastar las protestas) tiene ya las manos manchadas de sangre. No será fácil, pero es necesario. Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él. De momento, este otro puente no puede caerse.
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