Llamemos a las cosas por su nombre. Asesinar es matar a alguien con premeditación y alevosía, y lo que ordenó el presidente de los Estados Unidos hace ahora un año fue un asesinato, sin tan siquiera un juicio previo. Después no solo se felicitó por ello, sino que dijo además que quienes pusieron en duda su actuación necesitaban un psicólogo.
Eso sin contar el hecho de que la víctima se encontrase en otro país, y de que ese país no hubiese dado permiso al presidente de los Estados Unidos para mandar allí a un grupo de militares, menos aún para matar a nadie. Obviamente no va a ocurrir, pero, en mi opinión, el presidente de los Estados Unidos debería ser juzgado por ello.
El asesinato de Osama Bin Laden no fue un acto de guerra. Tampoco fue en defensa propia. Un año después, ni siquiera ha habido una comisión de investigación oficial en ese país –lo mínimo que puede esperarse de un estado democrático y de derecho– para aclarar, al menos, si había o no posibilidades de capturarlo vivo.
Los estados civilizados juzgan antes de sentenciar. No buscan venganza, sino justicia. Bin Laden era el mal, un fanático iluminado y un asesino de masas, pero incluso los genocidas nazis fueron juzgados en Nuremberg.
Las consecuencias de la muerte del líder de Al Qaeda no importan. ¿El fin justifica los medios? ¿Le habrías pegado un balazo a Hitler si hubieses tenido la oportunidad de hacerlo? Mi respuesta es no, habría tratado de capturarlo. ¿Y si hubiese sido imposible capturarlo? Mi respuesta entonces es que probablemente sí, y también que tendrían que haberme llevado a juicio por haberlo hecho. No parece, en cualquier caso, que fuera eso lo que ocurrió con Bin Laden.
En plena clave electoral ya, Obama dijo este miércoles que el día de la muerte de Bin Laden fue el más importante de su mandato. Para mal, añadiría yo. Fue el día en que algunos comprendimos que, en ciertos aspectos, Obama era solo menos malo que su nefasto antecesor; el día de la decepción. Un año después, sigo necesitando un psicólogo.
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