En la calle Al Rashid de Bagdad, los puestos, las casas de té y los restaurantes sirven a clientes sin mascarilla en mercados abarrotados, a pesar de que la COVID-19 sigue propagándose rápidamente entre la población. Esta concurrida calle ejemplifica un fracaso preexistente de gestión, que ha afectado a muchos países en desarrollo, sacudidos por el impacto de la pandemia en sus economías.
Cerca de allí, en la plaza Al Rusafi, porteadores exhaustos acarrean pesadas cargas cruzándose en una telaraña de tráfico bajo el sol abrasador del inmisericorde verano iraquí. Un caballo enganchado a un carro observa a los conductores de taxis convertidos en autobuses llamar a gritos a los últimos pasajeros para completar un asiento vacío. Las bocinas se mezclan con una retaíla de insultos lanzados a bocajarro por un enojado conductor que quiere pasar, pero no puede. El diario repertorio de caos continúa, y el estruendo resuena por toda la plaza, en el mismo lugar donde los coches bomba han incinerado a tantos seres humanos en los últimos años.
A los más vulnerables a la pobreza se les ha instado a quedarse en casa, pero no se les ha ofrecido ninguna alternativa, y la ausencia de apoyo financiero les está empujando a retomar sus trabajos en un entorno de riesgo. Si bien la flexibilización de las restricciones de movimiento ha permitido a los trabajadores diarios poder mantener a sus familias, las autoridades no han habilitado equipos móviles de concienciación sobre medidas sanitarias en los mercados abarrotados, ni han organizado la distribución de mascarillas, cada vez más caras.
En Irak, al igual que en los otros países que se están enfrentando a los múltiples desafíos planteados por la pandemia, las personas pertenecientes a los grupos más frágiles tienen que valerse por sí mismas, mientras el gobierno se dispara a sí mismo en la carrera por contener la propagación de las infecciones de COVID-19.
«Nos moriríamos de hambre»
Para los residentes de las muchas áreas empobrecidas del centro y el este de Bagdad, quedarse en casa es un lujo que no se pueden permitir. «Nos moriríamos de hambre», dice Mohammed Turki, un porteador de 44 años, sentado en un callejón cercano.
Turki lleva 16 años trabajando como porteador, ganando, en el mejor de los casos, unos 20 dólares al día. «Pero eso es solo si puedo encontrar trabajo», aclara. De lo contrario, su salario diario transportando mercancías en los mercados de Bagdad no supera los 8 dólares, apenas suficiente para alimentar a sus cuatro hijos.
Actualmente, un paquete de mascarillas quirúrgicas cuesta en Bagdad 13 dólares.
Hacia el mediodía, los propietarios de las tiendas de la cercana plaza Al Rusafi que se quejan de la caída de las ventas bajan sus persianas. Las consecuencias económicas de la COVID-19 están ensombreciendo muchos modos de vida.
Tomando como referencia proyecciones del Banco Mundial según las cuales la pobreza se duplicará en 2020, un informe del Ministerio de Planificación iraquí, con el apoyo de UNICEF y otras organizaciones, señaló que «4,5 millones (11,7%) de iraquíes más corren el riesgo de caer por debajo del umbral de la pobreza, como resultado del impacto socioeconómico de la COVID-19», añadiendo que «este fuerte aumento incrementaría la tasa de pobreza nacional hasta el 31,7%, desde el 20% de 2018».
En el Irak posterior a la invasión, gobiernos consecutivos han fracasado, o han carecido de la voluntad suficiente, a la hora de diversificar la economía dependiente del petróleo del país. Han mantenido en el limbo la industria y la agricultura nacionales, centrándose en cambio en inundar el mercado iraquí con productos importados.
Un reciente estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) sobre el impacto de la COVID-19 y la caída de los precios del petróleo indica que «altos niveles de conflicto, junto con el brote de la COVID-19 y la caída de los ingresos del petróleo, pueden aumentar la pobreza extrema».
Ali Tawfiq se encuentra entre quienes corren ese riesgo de caer más profundamente aún en la pobreza, si se vuelve a imponer un confinamiento total para frenar la propagación de la COVID-19. Para poder seguir cuidando de su padre ciego, de sus dos hermanos discapacitados (un vendedor y otro porteador), y de él mismo, no ve otra opción que seguir tirando de un carrito a través de mercados abarrotados.
«Soy yo el que sostiene a mi familia. No venir al mercado significa no poder comer ni beber», dice.
El legado de la guerra
Tawfiq, de 19 años, pertenece a una de las varias generaciones oprimidas por la guerra que Estados Unidos y sus aliados libraron contra Irak en 2003. Comenzó a trabajar como porteador a la edad de diez años. Pocos años después de la ocupación, perdió a su hermana en un ataque terrorista. «Mi hermana murió en la explosión de un coche bomba en Al Mansour en 2007. Tenía solo diez años», cuenta.
Cada día va a trabajar a pie desde la zona de Alawi Al Hilla. Su hermano mudo de 14 años empezó a trabajar con él hace cuatro. Su hermano mayor, un veterano herido durante la lucha contra los militantes del autodenominado Estado Islámico (EI), y dado de baja posteriormente, dedica sus mañanas a vender botellas de agua en la plaza.
Mientras Tawfiq habla, una bandera iraquí hecha jirones ondea a duras apenas con el escaso viento, colocada en la mano de la estatua de Ma’ruf al Rusafi. Si el poeta estuviera vivo, tal vez reclamaría su tribuna y diría:
Tú, que preguntas por nosotros en Bagdad,
somos ganado en una tierra estéril
El oeste se elevó a los cielos, observándonos
y seguimos mirando desde abajo
El centro de Bagdad exhibe en toda su crudeza la miseria que envuelve al Irak de hoy y borra el esplendor de su pasado. Allí, tanto la historia como los seres humanos han quedado abandonados. Las grietas atraviesan el minarete de la mezquita de Al Khulafa, de la época abasí. El agua subterránea daña los cimientos y el minarete se va inclinando gradualmente hacia el este, al borde del colapso. En el lado opuesto de la calle Al Jumhuriyah, la humedad domina las paredes del interior de la catedral de San José. Dos lugares históricos de referencia que ahora están cerrados a los visitantes.
Montones de basura se acumulan al pie de antiguas mezquitas e iglesias, y de las tradicionales casas shanshūl, en callejuelas ruinosas donde se despoja de su infancia a los porteadores más jóvenes. Mapas de desesperación invaden los rostros de mendigos traumatizados (mujeres y niños), y de ancianos que pasan lo que les queda de vida sorbiendo té hirviendo en las numerosas casas de té de la calle Al Rashid, horrorizados ante la draconiana deformación que ha sufrido su ciudad.
Y mientras Tawfiq, su hermano y Turki deambulaban por los zocos de Bagdad tirando de carritos en chanclas, los políticos que llegaron tras la invasión y su séquito mordían las arcas del Estado como termitas. Los «agentes», como fueron etiquetados por los ciudadanos corrientes, alimentaron sus obesas cuentas bancarias en lugar de invertir en unas infraestructuras en constante deterioro. El debilitado sector de la salud del país es solo un ejemplo.
Miseria en los hospitales de Irak
Un médico empleado por el Estado que trabajó recientemente en uno de los hospitales de Bagdad designados para pacientes de COVID-19 describe en privado la situación de los hospitales iraquíes como «bastante miserable».
El Ministerio de Sanidad de Irak ha confirmado hasta ahora más de 177.000 casos de COVID-19, mientras que la enfermedad ha acabado con la vida de alrededor de 6.000 pacientes infectados*. Los profesionales sanitarios, sin embargo, aseguran en privado que calculan números más altos que los detectados.
«No digo que las estadísticas oficiales mientan, pero no reflejan la realidad», dice uno de ellos, que prefiere permanecer anónimo.
Atrapados en un constante tifón de conflictos y corrupción, los hospitales se encuentran abarrotados con un número «inmenso» de personas infectadas, la capacidad de hacer test es insuficiente, y las camas de UCI para pacientes en fases críticas están tan limitadas que «ponemos a los enfermos en listas de espera» para tratarlos cuando mueran otros pacientes, añade.
Lo que dice no es sorprendente. Si bien el confinamiento impuesto por las autoridades como respuesta a la aparición inicial de infecciones resultó decisivo para frenar el aumento de casos de COVID-19 durante unos meses, la medida no se implementó adecuadamente ni se respetó por completo, especialmente considerando que el vecino de Irak, Irán, es uno de los epicentros de la pandemia en Oriente Medio.
Los concurridos mercados y los pequeños comercios en los barrios populares permanecieron abiertos, a diferencia de los de las calles principales y las áreas más lujosas. Se ordenó el cierre de los restaurantes cuando las autoridades levantaron parcialmente el toque de queda, pero muchos de los que se encuentran en el principal mercado de Shorja, o entre las calles Al Rashid y Al Saadoun, dos de las vías más importantes del centro de Bagdad, permanecieron abiertos.
«En mi opinión, hay al menos 10.000 casos nuevos cada día», dice el médico. Otro doctor, que pide asimismo permanecer en el anonimato, calcula que el número real de pacientes con COVID-19 es al menos el doble de lo que se detecta cada día.
El Ministerio de Sanidad informa de alrededor de 4.000 contagios diarios* de COVID-19.
«Cayendo al abismo»
Los médicos en Bagdad critican la gestión del brote por parte del gobierno, y denuncian que la mayoría de los principales hospitales de la ciudad tuvieron que centrarse en tratar y aislar a pacientes de COVID-19, mientras que otros centros recibían solo urgencias no relacionadas con el coronavirus.
De este modo, y según explica el doctor, las personas que sufren otras dolencias tienen menos posibilidades de ser tratadas en los hospitales públicos, y las familias no saben dónde recibirán sus seres queridos la atención necesaria.
Según datos del Banco Mundial, en Irak hay solo 1,4 camas de hospital por cada 1.000 habitantes.
Los pacientes llegan a un determinado hospital pensando que la sala de emergencias recibe todos los casos, pero son redirigidos a otro lugar, a un hospital especializado, lo que, teniendo en cuenta los tristemente famosos atascos de tráfico en Bagdad, «aumenta la carga», explica el médico. Ante la presión de los familiares de pacientes en estado crítico, «en ocasiones te ves obligado a recibir pacientes con COVID-19 en una sala de emergencias donde hay pacientes que no tienen COVID-19», dice. Así, pacientes que ya eran vulnerables se enfrentan a veces al riesgo de contraer el virus.
«Podría haber un plan alternativo, como, por ejemplo, designar edificios específicos para pacientes [de COVID-19] en cuarentena, con el fin de que los hospitales públicos puedan seguir funcionando con normalidad», indica.
El 4 de agosto, el ministro de Sanidad del país anunció que los hospitales públicos de Bagdad reanudarían sus operaciones regulares, ya que se habían designado cuatro hospitales para atender a las personas contagiadas con COVID-19, una decisión que fue alabada por los médicos. Sin embargo, el gobierno dio otro paso atrás, al levantar el toque de queda de 24 horas que generalmente comienza el jueves y termina el sábado.
En cualquier caso, los pacientes se han enfrentado siempre a «obstáculos» en los hospitales públicos, que no suelen ofrecer servicios médicos integrales, según explica el médico.
«La gente dice que el sistema de salud se ha derrumbado, pero lo cierto es que ni siquiera había uno antes […]. Llevamos mucho tiempo al límite, la COVID-19 nos ha dado un empujón, y ahora estamos cayendo hacia el abismo», añade.
Este joven médico está actualmente en su casa, tratándose a sí mismo del asalto de la COVID-19 a su propio cuerpo.
* Datos a 18 de agosto de 2020
Nabil Salih es un periodista freelance establecido en Bagdad.
Publicado originalmente en openDemocracy bajo licencia Creative Commons el 18/8/2020
Traducción del original en inglés: For Iraqis, the choice is between pandemic or poverty
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