El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdoğan, anunció este jueves que Turquía está trabajando en «una hoja de ruta» para poner fin a la guerra en Libia. El plan, que incluiría un alto el fuego y la retirada de las fuerzas leales de Gadafi de algunas ciudades, ha sido rechazado por los rebeldes, que exigen a Ankara acciones «menos benevolentes», pero, más allá de su poco éxito, la iniciativa se enmarca dentro de una escalada de la diplomacia turca, que, con su modelo de convivencia más o menos exitosa entre islam y democracia secular, busca ampliar su influencia al abrigo de las revueltas árabes.
A su favor, Turquía cuenta con una buena imagen creciente entre la población árabe, conseguida gracias al progresivo deterioro de sus relaciones con Israel, y con el vacío dejado por el hasta ahora preponderante papel diplomático de Egipto en la región.
Turquía, además, está embarcada en un cambio de rumbo estratégico hacia el este. No ha perdido su interés en Occidente, pero la oposición de Francia y Alemania a su integración rápida en la UE la ha llevado a explorar nuevas vías en Oriente Medio, Rusia y Asia, incluyendo una forma de tratar a Irán que, sin ser amistosa, tampoco es hostil.
En un artículo publicado en IPS, Barbara Slavin explica esta especie de renacer turco, que algunos han comparado con la Francia de De Gaulle y otros han llegado a calificar nada menos que de «neo-otonamismo»:
En un lapso de 24 horas el canciller turco Ahmet Davutoğlu se reunió esta semana con un delegado de Libia, despachó un alto funcionario a Trípoli y viajó a Bahréin y Siria, todos regímenes que intentan sobrevivir a la imparable «primavera árabe». Se trató de una acción típica del máximo diplomático de Turquía. Desde Libia hasta Irán y de Gaza a Afganistán, Turquía ha intervenido en crisis que han frustrado a naciones más poderosas.
Esta ofensiva diplomática, sin embargo, tiene también importantes zonas oscuras:
El desafío más reciente para la diplomacia turca -la ola de levantamientos por la democracia en el mundo árabe- alentó una mayor actividad, pero también dio lugar a una serie de evasivas.
Erdoğan estuvo entre los primeros líderes extranjeros que exigieron la renuncia del presidente egipcio Hosni Mubarak. Pero en cuanto a Libia, donde Turquía posee contratos de construcción por miles de millones de dólares, llamó a un alto el fuego que pudiera dejar a Gadafi en su puesto.
Otro caso en el que también existe bastante «ambivalencia» es su relación Siria, un aliado crucial para acallar la persistente rebelión kurda. En este sentido, el tono de la petición de Ankara al presidente sirio, Bashar al Asad, de que «no retrase las reformas» dista mucho del empleado anteriormente con Hosni Mubarak.
Por último, con respecto al islam, es cierto que el llamado modelo turco resulta tentador para muchos árabes que están pidiendo más democracia y más libertad, pero que no quieren renunciar a sus raíces islámicas, pero la cosa, sin embargo, no será ta fácil. Como explica el analista F. Stephen Larrabee:
El islam moderado del AKP [Partido de la Justicia y el Desarrollo, gobernante en Turquía] surgió en gran medida en respuesta a factores internos, particularmente los efectos acumulativos de varias décadas de democratización y transformación socioeconómica, que crearon una nueva clase empresarial en Anatolia, que era económicamente liberal, pero social y políticamente conservadora. Esta clase, uno de los principales pilares del apoyo electoral del AKP, no existe en otros lugares de Oriente Medio.
Más información:
» Understanding Ankara: Turkey’s Resurgence Amidst Regional Unrest (Sabahat Khan, en Eurasia Revew)
» Turkey: The sultans of swing (Pepe Escobar, en Asia Times Online)
» Why Turkey is Looking East (Jamal Dajani, en The Huffington Post)
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