Robert Fisk, en The Independent (23/10/2011)
En el otoño de 1915, un ingeniero austriaco llamado Litzmayer, que estaba ayudando a construir la línea de ferrocarril entre Constantinopla y Bagdad, vio a lo lejos lo que pensó que era un gran ejército turco desplazándose hacia Mesopotamia. Según se fue acercando la multitud, sin embargo, se dio cuenta de que era una enorme caravana de mujeres, avanzando bajo la supervisión de soldados.
Estas cerca de 40.000 mujeres eran todas armenias, habían sido separadas de sus hombres –a la mayoría de los cuales les habían cortado las gargantas los gendarmes turcos– y estaban siendo deportadas en una genocida marcha de la muerte durante la que murieron hasta 1,5 millones de armenios.
Sometidas a constantes violaciones y palizas, algunas habían ingerido veneno en el camino desde sus casas en Erzerum, Serena, Sivas, Bitlis y otras ciudades de la Armenia occidental turca. «Algunas de ellas», según registró el obispo Grigoris Balakian, contemporáneo de Litzmayer, «habían sido llevadas a un estado tal que parecían meros esqueletos envueltos en trapos, con la piel curtida, quemada por el sol, ajada por el frío y el viento. Muchas mujeres embarazadas, completamente aturdidas, dejaban a sus recién nacidos a la orilla de la carretera, como en una señal de protesta contra la humanidad y contra Dios».
Cada año aparecen nuevas pruebas de esta masiva limpieza étnica, el primer holocausto del siglo pasado, y cada año, Turquía niega haber cometido genocidio alguno. Este sábado, para horror de los millones de descendientes de los supervivientes armenios, el presidente de Armenia, Serg Sarkissian, tiene previsto acordar un protocolo con Turquía para restablecer relaciones diplomáticas que permitan nuevas concesiones comerciales y petroleras. Y planea hacerlo sin cumplir la promesa más importante que ha realizado a los armenios en el extranjero: exigir a Turquía que admita su responsabilidad en el genocidio armenio de 1915 […].
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