«Otra descarada mentira». Así calificó este jueves la embajadora de los Estados Unidos ante la ONU, Susan Rice, la versión oficial del régimen sirio, que responsabilizó a «grupos armados» de la matanza perpetrada el pasado viernes en la ciudad de Hula, donde murieron más de un centenar de personas, incluyendo 49 niños.
La masacre, según los observadores de la ONU, llevaba el sello del régimen y de las milicias progubernamentales conocidas como shabiha. «Está bastante claro lo que pasó, no hay lugar para ambigüedades acerca de quién usó artillería pesada contra quién, ni tampoco sobre la implicación de milicias progubernamentales en los asesinatos de inocentes, en ejecuciones que se realizaron puerta a puerta», dijo Rice.
El régimen, sin embargo, insiste en negar su responsabilidad. A falta de una declaración del presidente, Bashar al Asad (quien lleva semanas sin dirigirse en público a la nación, pese a la gravedad de los últimos acontecimientos y al incremento de la presión internacional), el general Qasem Yamal Suleiman aseguró que su gobierno «no puede cometer un crimen tan horrible».
Si algo está claro en el conflicto sirio es la gran dificultad existente a la hora de comprobar lo que está ocurriendo. Con la presencia de periodistas extranjeros fuertemente restringida, o directamente vedada, los medios de comunicación occidentales tienen que acudir a las informaciones proporcionadas por los grupos opositores o a testimonios ciudadanos para contrarrestar la propagandadel régimen. A los observadores de Naciones Unidas les fue denegado el acceso a Hula el pasado viernes, cuando comenzó el bombardeo sobre la ciudad.
Aún así, existe un consenso generalizado en la comunidad internacional sobre la responsabilidad del gobierno sirio en las masacres y sobre la brutalidad de la represión. Así lo confirman las sanciones económicas impuestas, las reiteradas llamadas a Asad para que abandone el poder, las continuas condenas verbales o, como ocurrió tras la matanza de Hula, la expulsión de los embajadores sirios de la mayoría de las potencias occidentales, España incluida.
Más de 9.000 muertos
Tampoco hay dudas sobre quiénes son las víctimas de esta situación: Los propios ciudadanos sirios, que han visto convertidas las protestas que se iniciaron de forma pacífica hace unos catorce meses en un conflicto cada vez más complejo y sangriento en el que, pese a que la principal carga violenta corresponde al régimen, no faltan tampoco ataques y graves violaciones de los derechos humanos por parte de grupos armados de la oposición.
Según la ONU, desde el inicio de las protestas han muerto más de 9.000 personas, unas 200.000 se han desplazado a otras zonas dentro del país y al menos 30.000 se han refugiado en países vecinos, especialmente en Turquía. Hace tan solo unas semanas el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) informó de que 14.500 refugiados sirios se han registrado en Jordania desde marzo de 2011.
En resumen, la situación en Siria es cada vez más insostenible, al tiempo que los esfuerzos diplomáticos parecen cada vez más inútiles. La aceptación teórica del plan del alto el fuego del enviado especial de la ONU, Kofi Annan, y la llegada del primer contingente de observadores de la ONU, no ha significado de momento ni la retirada de los soldados del régimen de las localidades más conflictivas (Hama e Idlib), ni el fin de las acciones armadas de los rebeldes.
¿Qué espera entonces la comunidad internacional para intervenir? ¿Por qué no actúa como lo hizo en Libia, o incluso en los Balcanes? Muchos analistas, de hecho, ven semejanzas entre la matanza de Hula y la ocurrida en la ciudad bosnia de Srebrenica en 1995, una masacre que supuso el abandono de la diplomacia y el recurso a la acción militar. Sin embargo, tanto EE UU, como la UE (salvo advertencias poco concretas de Francia) y la OTAN insisten en que, de momento, la intervención armada en Siria no se contempla. Algunos países árabes, sobre todo Arabia Saudí y Catar (enemigos acérrimos de Asad, a quien ven como un aliado de su némesis chií en la región, Irán), piden el uso de la fuerza, pero limitándola a proporcionar armas y dinero a la oposición siria. Y, sobre todo, Rusia y China siguen oponiéndose firmementea todo lo que huela a intervención exterior en el país árabe.
El rechazo ruso y el miedo a Al Qaeda
La principal razón que está frenando una intervención occidental en Siria, ya sea militar o de apoyo directo a los grupos rebeldes, es la oposición de Rusia, cuyos intereses en la zona son grandes y que mantiene un importante comercio de armas con Damasco. Mientras Rusia (y también China) mantenga su veto en el Consejo de Seguridad, la OTAN no podrá intervenir respaldada por una resolución de la ONU, como hizo en Libia.
Pero, además, como explica en la BBC Shashank Joshi, del Royal United Services Institute, el creciente papel de Al Qaeda y de otros grupos yihadistas similares en Siria en los últimos meses (parecen ser los responsables de los recientes atentados en Damasco, por ejemplo), ha hecho que Washington tema que el apoyo a la oposición termine en manos de los mismos grupos que organizaron los ataques en Irak contra las fuerzas occidentales.
Apoyar a la oposición, por otra parte, tampoco sería tarea fácil. Los rebeldes, dentro y fuera de Siria, están profundamente divididos y no han logrado unificarse, ni política ni militarmente, en más de 14 meses de levantamiento. Y en cuanto al ataque militar, Siria tiene, en comparación con Libia, defensas aéreas mejor preparadas y una capacidad defensiva mucho mayorque la del país norteafricano.
Así las cosas, EE UU confía en acabar convenciendo a Moscú para que facilite la salida de Asad sin que ello suponga necesariamente la caída total del régimen, en una maniobra similar a la llevada a cabo para sacar del poder al presidente de Yemen, Alí Abdulá Saleh. Pero el problema es que Siria no tiene nada que ver con Yemen. El régimen de Damasco es muy personalista y, además, cuenta con un considerable apoyo entre la población, no tanto, desde luego, como asegura el gobierno, pero más del que quieren creer muchas cancillerías occidentales.
Los peligros de intervenir
En cualquier caso, la opción de la intervención exterior tampoco es vista por muchos expertos como la solución idónea. Para algunos puede ser incluso desastrosa. Es la opinión, por ejemplo, de Mariano Aguirre, director del Centro Noruego de Recursos para la Paz (Noref, por sus siglas en inglés), quien, en un artículo titulado Armas vs negociaciones, afirma: «Es legítimo que los gobiernos y ciudadanos de la comunidad internacional estén preocupados por la represión en Siria, y es lógico que algunos sirios estén empuñando las armas. Pero la urgencia moral por proteger a las víctimas puede esconder importantes factores que deberían ser reconocidos, tales como las posibles consecuencias negativas de estas buenas intenciones, los verdaderos motivos que subyacen bajo el deseo de algunos países de ver caer a Asad, el coste de descartar las vías políticas para parar las muertes, o la complejidad de la realidad política siria, que no puede ser entendida desde una visión simplista de blanco o negro, y que va más allá de un régimen brutal, una sociedad reprimida y una valiente oposición armada».
Según Aguirre, proporcionar armas a los grupos rebeldes no serviría más que para agravar el conflicto y para dar al presidente sirio excusas para intensificar la represión. Esto pondría a Estados Unidos, Europa, Turquía y los países árabes ante el dilema de tener que elegir entre dejar que el régimen siga aplastando el levantamiento o intervenir militarmente, que es justo lo que se pretende evitar proporcionando armas a los rebeldes. El gobierno, a su vez, respondería explotando la rivalidad entre suníes y chiíes, y aumentando la tensión entre otras minorías (cristianos, drusos, kurdos). Más armas en manos de civiles, indica, podría conducir a Siria a «una mezcla entre el Líbano de los años 70, la Argelia de los 80 y el Irak desde 2003». Mientras, Arabia Saudi y Catar están pasando ya armas a los rebeldes, pero sus intereses tienen más que ver con derribar a un aliado de Irán que con cuestiones humanitarias.
Aguirre cita el caso de Libia, donde las milicias siguen controlando el país, como un ejemplo claro de la necesidad de «ser prudentes a la hora de derrocar dictadores sin tener un plan», y concluye apostando por la propuesta realizada por el International Crisis Group, consistente, en líneas generales, en una transición en el poder que preserve la integridad de las instituciones claves del Estado, una reforma gradual y completa de los servicios de seguridad, y el inicio de un proceso de justicia y reconciliación nacional.
Una propuesta «lenta y dolorosa»
En la misma línea que Aguirre, Yezid Sayigh, del Carnegie Middle East Center, señala que «la propuesta del plan de Annan puede ser lenta y dolorosa, pero ofrece una oportunidad crucial a la oposición para sustituir la confrontación en el plano militar, donde el régimen es más fuerte, por la lucha en el plano político y el plano moral, donde la oposición es más fuerte».
También en contra de armar a los rebeldes, Samer Araabi escribe en Right Web: «El gobierno no parece capaz de mantener el control sobre todo el territorio sirio, y aunque los puntos fuertes de los rebeldes han sido machacados, está claro que el régimen ha perdido el apoyo de base que necesita para seguir gobernando. Antes o después, tendrá que enfrentarse a esta realidad. Pero cuanto más dure la violencia, más podrá centrarse en acabar con una oposición armada que sencillamente no puede hacer frente al poder militar y la cohesión interna del ejercito sirio. […] Con más armas, más fondos y más legitimidad, los rebeldes sirios podrían abandonar el patrón de ir ganando terreno que caracterizó la victoria libia, y centrarse, en su lugar, en tácticas asimétricas como bombas, secuestros o asesinatos […]. Y si la historia enseña algo, estas tácticas no es probable que produzcan el tipo de victoria, o de apoyo, que los combatientes necesitarán en una nueva Siria».
Amenaza creíble
En el otro lado del debate se sitúan Steven Heydemann, del U.S. Institute of Peace, y Reinoud Leenders, profesor de la Universidad de Amsterdam. Ambos firman un artículo conjunto titulado Crisis siria: Una amenaza creíble es lo que hace falta, en el que afirman que la escalada de la violencia del régimen no es una respuesta a una oposición armada, sino la reacción del gobierno de Asad a un levantaniento popular que ha demostrado una gran resistencia: «Considerar la militarización [de la oposición] como una causa de la violencia del régimen, en lugar de como una legítima y desesperada respuesta de vulnerables y acorralados ciudadanos a los actos brutales de un régimen ilegítimo es un caso especialmente flagrante de culpar a la víctima de los actos de su verdugo», indican.
Según estos expertos, «la resistencia pacífica puede ser efectiva en muchos casos, y siempre es deseable, pero cuando, como en el caso de Siria, las fuerzas represoras continúan sus ataques contra manifestantes pacíficos y soldados desertores por igual, la resistencia armada se convierte en inevitable,para salvar la propia vida y la de los demás, y para evitar que el régimen acabe borrando las exigencias populares de cambio».
Los analistas favorables a la intervención argumentan asimismo que la militarización de la oposición es ya un hecho: Actualmente están ya entrando armas en Siria a través de conductos informales y no regulados, lo que impide controlar el tipo de armas que se está suministrando, a quiénes están llegando, y cómo van a ser usadas. Así, el crecimiento de la criminalidad entre grupos armados de la oposición mal dirigidos, algunos de los cuales tienen un carácter sectario, sería una consecuencia de esta militarización irregular. Además, el actual proceso de militarización no controlada estaría exacerbando la fragmentación de la oposición, y minando las iniciativas para que los grupos armados acepten la autoridad del Consejo Nacional Sirio o de otras autoridades civiles.
Zonas de exclusión
Uno de los artículos en favor de la intervención en Siria más comentados ha sido el publicado en The New York Times por Ann-Marie Slaughter, profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad de Princeton y directora de Planificación Política en el Departamento de Estado de EE UU entre 2009 y 2011. Según Slaughter, la intervención militar extranjera en Siria supone la mayor esperanza para evitar una guerra civil: «El mantra de quienes se oponen a la intervención -afirma- es que Siria no es Libia. Efectivamente: Siria está situada en una posición mucho más estrategica que Libia, y una guerra civil tendría consecuencias mucho peores».
Para Slaughter, no obstante, limitarse a armar a la oposición, «la opción más fácil», conllevaría el peor escenario posible: una guerra por el poder que podría salpicar al Líbano, Turquía, Irak y Jordania, y que fracturaría Siria en grupos sectarios. También «facilitaría a Al Qaeday otros grupos terroristas poner un pie en Siria y, tal vez, lograr acceso a armas químicas y biológicas».
En este sentido, la alternativa que propone es establecer «zonas de exclusión» para «proteger a todos los sirios, independientemente de su credo, su etnia o sus ideas políticas». El Ejército Libre Sirio, una fuerza cada vez mayor formada por desertores del Ejército sirio, se encargaría de establecer estas zonas cerca de las fronteras con Turquía, Líbano y Jordania para «permitir la creación de corredores humanitarios a través de los cuales la Cruz Roja y otras organizaciones puedan introducir comida, agua y medicinas, y evacuar heridos». El establecimiento de estas zonas requeriría que países como Turquía, Catar, Arabia Saudí y Jordania suministrasen a la oposicion armamento antitanque y antiaéreo, y fuerzas especiales de Catar, Turquía y, posiblemente, el Reino Unido y Francia, podrían «ofrecer apoyo táctico y estratégico».
Con respecto a la legitimidad de esta intervención, Slaughter señala que «al igual que en Libia, la comunidad internacional no debería actuar a menos que contase con la aprobación de los países de la región más directamente afectados». Es decir, correspondería a Turquía y a la Liga Árabe adoptar un plan de acción. Y si Rusia y China se abstuviesen, en lugar de volver a imponer su veto, entonces la Liga Árabe podría pedir la aprobación del Consejo de Seguridad. En caso contrario, concluye Slaughter, «Turquía y la Liga Árabe deberían actuar de acuerdo con su propia autoridad, con la de los otros 13 miembros del Consejo de Seguridad y con la de los 137 miembros de la Asamblea General que han condenado la brutalidad de Asad».
Publicado originalmente en 20minutos
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