Hace ya un siglo que volvió a ver la luz y ahí está, exiliada y con la mirada herida, pero igual de terriblemente bella, con ese gesto indescifrable, un poco altivo, un poco contenido, entre sereno y a punto de estallar, duro y a la vez vulnerable, como una enigmática Audrey Hepburn de hace tres milenios que nos observa no sabemos si al borde de la sonrisa o del reproche.
Después de más de 3.300 años descansando plácidamente bajo las arenas del Valle de Amarna, la legendaria belleza de Nefertiti resucitó nada más salir de la oscuridad del taller del escultor del Antiguo Egipto donde la encontró Ludwig Borchardt. Al famoso arqueólogo alemán le faltaron las palabras, y así lo reflejó en su diario:
De repente teníamos en nuestras manos la pieza de arte egipcia más llena de vida. No se puede describir, hay que verla.
Era el 6 de diciembre de 1912. Un año después Nefertiti era recibida con todos los honores en el Berlín del káiser Guillermo II, aunque no fue expuesta al público hasta 1924.
Desde entonces, la enigmática esposa del faraón Ajenaton vive agasajada en el Neues Museum, mientras su convulso Egipto natal sigue reclamándola, con pocas posibilidades de éxito, pero con la resistente pasión de un amor imposible, un siglo después.
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