El famoso beso de Gustav Klimt es una de esas obras maestras que, precisamente por ser tan famosas, cuesta un poco alabar. Es maravilloso, está lleno de fuerza, es evocador, envolvente, misterioso, cálido… Pero también la típica imagen de una postal romántica, un póster de sala de espera, un cliché. Klimt, como Vivaldi, como Van Gogh, es una de esas víctimas de la maldición del éxito, condenado por el desprecio postmoderno y elitista de lo popular y de lo bello.
Y, sin embargo, su poder, como en cualquier gran obra de arte, sigue intacto, sigue latiendo dentro. Lo sabemos cuando lo vemos de pronto emergiendo de entre las ruinas de un edificio devastado por la guerra en Siria. Cuando el impresionante mensaje de amor que proyecta se revela en toda su fuerza por el contraste, por el deseo de que así sea, por la esperanza que supone pese a todo, en medio del horror.
Y entonces, Klimt, de la mano de otro artista, más de un siglo después, renace y, de algún modo, se reivindica: En solo cinco horas, Freedom Graffiti, un fotomontaje digital del artista sirio Tammam Azzamen, en el que El beso se entremezcla con un edificio destruido por las balas y las bombas, fue compartido más de 14.000 veces en las redes sociales y sumó más de 20.000 «me gusta».
Jonathan Jones recuerda en The Guardian que cuando, en 1902, Klimt realizó el friso que decora los muros del edificio de la Secesión de Viena, el artista trató de recrear en sus pinturas el espíritu de la Novena Sinfonía de Beethoven. Una de las secciones evoca el texto que Schiller escribió para ese inmortal (y popular) final que es la Oda a la alegría: «Diesen Kuss der ganzen Welt!» ¡Este beso es para el mundo entero! Klimt entendió perfectamente a Beethoven y, ahora, Azzamen ha entendido perfectamente a Klimt. Ojalá todos los besos fuesen virales.
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