El Líbano es una nación difícil, por no decir imposible. La compleja realidad étnica y religiosa que la conforma, un equilibrio endiablado, fruto del tiralíneas colonialista, y marcado por la ambición y la beligerancia de sus vecinos, hace que las susceptibilidades estén siempre a flor de piel. Cualquier ofensa, real o no, interna o externa, puede hacer prender la llama en un país que, pese a contar con una de las sociedades más dinámicas y con más posibilidades de todo Oriente Medio, ha vivido durante décadas y décadas bloqueado y castigado por un incendio permanente.
Esta fragilidad, este miedo enquistado, permite a las autoridades, entre otras cosas, vetar por ley cualquier material que altere «el orden público», el «sentimiento religioso» o «las relaciones intercomunitarias». O esa es, al menos, la excusa. Porque, por definición, las razones que invoca el poder para ejercer la censura son siempre falsas, o, como mucho, sólo una parte de los motivos reales. Lo normal es que detrás de cada acto de censura haya siempre un interés ilegítimo, encaminado a imponer una determinada forma de pensar o a perpetuar en el sillón de mando a quienes lo ejercen. Los casos de «censura necesaria», aquellos en los que no hay más remedio que aplicar la ley para evitar injusticias flagrantes, graves daños o males mucho mayores, se cuentan con los dedos de una mano en las sociedades verdaderamente democráticas, y suelen tener que ver con la protección de la infancia, los menores de edad, los más indefensos.
Es un argumento conocido: la sociedad no está preparada aún para ciertas cosas, y el Gobierno tiene que atribuirse un papel paternalista hasta que la sociedad «madure». En muchos países, no sólo, obviamente, de Oriente Medio, la aplicación de este principio de un modo sistemático es tan habitual que ya ni se habla de ello.
El Líbano no es, ni mucho menos, el peor caso de Estado censor en la región. La represión cultural que se ejerce en países como Arabia Saudí o Irán, por poner sólo los ejemplos más flagrantes, hace que la actividad de los censores libaneses parezca un juego de niños a su lado. Pero aún así, se trata de un caso importante, significativo, tal vez por la tradición de mayor apertura, liberalidad y cosmopolitismo de la que, a pesar de todos sus problemas, ha hecho siempre gala el país de los cedros.
Primero fue el Código da Vinci, retirado de las librerías libanesas en 2004 tras las presiones de los radicales cristianos. Le tocó después el turno a Persépolis (la película), que estuvo prohibida durante un tiempo en 2008, víctima esta vez de las presiones de los radicales chiíes. Y ahora, una vez más, le ha llegado el turno al cine.
La semana pasada las autoridades censuraron dos documentales, uno libanés y otro iraní, que se iban a presentar en el Festival Internacional de Cine de Beirut.
La directora del festival, Colette Naufal, en declaraciones difundidas por la prensa local, precisó que los documentales prohibidos fueron Chu Sar? (¿Qué pasó?), del realizador libanés De Gaulle Eid, y Green Days (Días verdes), de la iraní Hana Majmalbaf.
El primero relata la propia historia de su director, quien asistió a la matanza, por razones políticas, de trece miembros de su familia, entre ellos sus padres y su hermana pequeña, en su aldea natal de Ebdel, en el sur del Líbano.
El realizador libanés, que vive en Córcega, es uno de los protagonistas del documental, en el que no acusa a nadie. Se limita a relatar la pequeña investigación que se llevó a cabo sobre las circunstancias del asesinato de su familia.
Según explicó la responsable del festival, la decisión de prohibir el film la tomó un juez, amparándose en las leyes del país, y a partir de una queja presentada por una de las personas que aparece en una parte de la película. El magistrado pidió que ese fragmento fuera cortado, a lo que se negaron tanto la directora del certamen como el realizador. Ambos prefirieron retirarlo del festival.
El segundo documental censurado relata los acontecimientos que tuvieron lugar en Irán tras las elecciones presidenciales de 2009, y, según la prensa, la medida fue tomada a petición de la embajada iraní en Beirut.
La censura en el Líbano está a cargo de la Seguridad Nacional, pero las autoridades religiosas y administrativas pueden ejercer presiones para imponer sus puntos de vista, si consideran que hay «razones morales o políticas» para ello.
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