El hecho de que una de las noticias más comentadas del día sobre Siria haya sido la destrucción de un minarete del siglo XI, cuando a diario están muriendo decenas e incluso centenares de personas, puede parecer una frivolidad. No lo es. O, al menos, no lo será si nos sirve para redirigir un poco la mirada hacia una guerra donde la tendencia al fatalismo, la resignación, el cansancio y la indiferencia es cada vez mayor.
La pérdida irrecuperable de este monumento nos recuerda, además, el efecto devastador que tiene la guerra, cualquier guerra, en todas las facetas de la existencia. El primero, obviamente, el sufrimiento humano, la aniquilación de la vida. Pero la vida es, también, el arte, el talento, la creatividad, la belleza que somos capaces de alumbrar, todo aquello que nos hace, en definitiva, ser lo que somos; todo aquello que convierte nuestro paso por aquí en algo más que una simple tarea al servicio de la necesidad de mantenernos como especie; lo que dejamos en pie para los que vienen detrás.
El minarete de la Mezquita Omeya (o Gran Mezquita) de Alepo era una de esas cosas que hacen más bello este mundo. Ahora es una ruina, como lo es también la mayor parte del recinto, construido entre los siglos VIII y XIII, y que, tras otros graves destrozos ocurridos hace menos de una semana por combates entre el ejército gubernamental y las fuerzas de la oposición, ha quedado arrasado.
El opositor Observatorio Sirio para los Derechos Humanos indicó que el derrumbe fue provocado por los continuos enfrentamientos cerca de la mezquita, tomada por los rebeldes tras una dura batalla hace unos meses. Pero las dos partes se culpan mutuamente. Un activista de la oposición señaló a la agencia AP que un tanque del ejército sirio disparó un proyectil que «destruyó totalmente» el minarete. La agencia oficial de noticias, Sana, responsabilizó por su parte al Frente Islamista Al Nusra y aseguró que «terroristas» volaron la torre por los aires.
Lo único realmente cierto es que el minarete ya no está.
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