Las revoluciones las hace el pueblo, no el ejército

17/7/2013 | Miguel Máiquez
El entonces ministro de Defensa de Egipto, Abdel Fatah Al Sisi, en abril de 2013. Foto: RogDel / Wikimedia Commons

Podemos elucubrar y hasta filosofar todo lo que queramos sobre si lo sucedido en Egipto es o no un mal menor, tal y como estaban las cosas. Pero negar que el derrocamiento del presidente Mursi ha sido un golpe de Estado es como decir que el caballo blanco de Santiago es negro. Los militares han destituido a un presidente democráticamente electo, han suspendido la Constitución, se han autoproclamado salvadores de la patria, han sacado tanques y soldados a la calle, han detenido a los líderes del partido gobernante, han cerrado los medios de comunicación que no les apoyan y han prometido nuevas elecciones pero sin concretar aún cuándo («el año que viene»). Eso, en castellano, es un golpe de Estado, en toda regla y de manual.

La pregunta, por tanto, es más bien si ha sido un golpe de Estado «bueno», necesario incluso, o no. Y la respuesta, en mi opinión, es que no, por la sencilla razón de que no existe tal cosa. Cualquier intervención de los militares en la vida política de una sociedad democrática (y, si apuramos, en cualquier aspecto de la vida, salvo catástrofes en las que puede resultar útil un cuerpo jerarquizado y disciplinado, aunque no necesariamente armado) es negativa.

Es cierto, como se cita una y otra vez estos días, que fueron los militares, por ejemplo, quienes derribaron al dictador Salazar en Portugal, o que, sin ir tan lejos, fueron también ellos quienes realmente acabaron derrocando al propio Mubarak, cuya caída habría sido mucho más complicada si el ejército no le hubiese dado el golpe de gracia durante la histórica revolución popular que sentó las bases para ello. Pero ninguno de los dos eran líderes con legitimidad democrática, y a los dos, además, los habían puesto donde estaban, o mantenido allí, los propios militares.

Mursi era un fracaso como gobernante. Su política económica, si es que la tenía, estaba resultando nefasta. Por falta de tiempo –solo llevaba un año en el poder–, por la descomposición del régimen anterior y la entrada en el siempre difícil periodo de transición, por su poca experiencia, por una agenda interesada y sectaria, por pura ineptitud o por todo lo anterior, su gobierno no ha llegado a abordar los dos problemas fundamentales de la sociedad egipcia: la pobreza y el paro. El último invierno ha sido especialmente duro para el ciudadano de a pie, con escasez de gasolina y cortes diarios de electricidad.

Además, la brecha con la oposición (laicos y antiislamistas, pero no solo ellos) no ha hecho más que crecer durante su mandato, polarizando en extremo al país, y la Constitución aprobada por su gobierno –sin consenso, pero ratificada en referéndum– estaba muy lejos de lo que en Occidente consideraríamos una carta magna mínimamente respetuosa con los derechos de colectivos como las mujeres o las minorías religiosas.

Mursi ni siquiera era popular, no es un líder carismático. Sus medidas y golpes de efecto iniciales (cuando consolidó su poder destituyendo a la vieja guardia del ejército, o cuando patrocinó el alto el fuego entre Israel y Hamás), han quedado en el olvido. Y tampoco estaba preparado, ni él ni los Hermanos Musulmanes que le respaldan, para dar respuesta a las enormes expectativas generadas por la revolución. La calle había exigido pan y justicia social, y Mursi no ha sido capaz de ofrecer ni una cosa ni la otra.

A todo eso hay que sumar la presión ejercida contra determinados medios de comunicación (en el último año abogados islamistas han presentado decenas de demandas contra periodistas y activistas, acusándoles de insultar al presidente o de difamar la religión), la nula reforma del aparato policial y la falta de condenas a los responsables de represión y torturas durante las protestas de 2011 (la mayoría de los oficiales juzgados han sido absueltos), las críticas de una gran parte del sector cultural por lo que denuncian como un intento de islamizar el arte, o la presentación de una ley que aumenta el control estatal sobre la financiación y las actividades de las ONG.

Y, de fondo, un sistema político encargado de pilotar la transición que no es precisamente un ejemplo de consenso y eficacia. Como recuerda en El Mundo Francisco Carrión, la Cámara Baja fue disuelta en junio de 2012, las elecciones legislativas que debían celebrarse la pasada primavera han sido aplazadas, y el poder legislativo lo ostentaba de manera temporal la Shura o Cámara Alta, un hemiciclo elegido en 2012 por un 7% del censo electoral, en un proceso que, al igual que la composición de la Asamblea Constituyente, fue declarado ilegal por el Tribunal Constitucional.

En definitiva, razones para el descontento y para la preocupación por el futuro no faltaban. Pero Mursi había ganado las elecciones de forma legítima y, aunque ha intentado controlar cada vez más resortes del Estado, no había convertido Egipto en un sistema dictatorial. Sus detractores le acusan de haber gobernado sin sentido de Estado y de servir a los intereses de los Hermanos Musulmanes, pero, por más que hubiese logrado colocar a sus hombres en ciertos puestos clave, no había conseguido avanzar demasiado en lo que la oposición denomina su proyecto de «islamización».

Ganar unas elecciones no es obtener un cheque en blanco, y la democracia es, o debería ser, algo más que depositar un voto cada cuatro años. Pero no pueden ser los militares quienes decidan cuándo se ha perdido la legitimidad obtenida en las urnas, y cuándo hay que devolver el cheque (las comparaciones son odiosas, pero imaginemos por un momento que el ejército hubiese decidido derrocar al Gobierno en España por no atender las justas demandas del 15-M, o por haber apoyado la guerra de Irak pese a las masivas manifestaciones en contra). No olvidemos, además, que los militares egipcios tienen un gran interés por mantenerse en el poder, o cerca de él, para poder conservar sus grandes privilegios económicos.

Los defensores del golpe argumentan que el ejército se ha limitado a escuchar la voz del pueblo y a actuar en consecuencia. Pero «la voz del pueblo» es un concepto demasiado abstracto y, sobre todo, demasiado difícil de medir. Es obvio que una gran parte de la sociedad egipcia exigía la dimisión del presidente (las multitudinarias manifestaciones en los días que precedieron a la intervención militar así lo reflejan), pero también lo es que otra buena parte le apoyaba y le apoya. El pueblo, y particularmente el pueblo egipcio, tiene muchas voces. La triste realidad de los enfrentamientos y las decenas de muertos de estos últimos días habla por sí misma. Por otra parte, tampoco el apoyo popular es siempre una garantía. Pinochet contaba con mucho cuando derribó el gobierno de Salvador Allende.

Otro aspecto importante es saber hasta qué punto los militares y la policía han contribuido al éxito de las protestas. En las manifestaciones de los últimos meses contra el gobierno de Mursi apenas había fuerzas de seguridad. Tras el golpe, la presencia de agentes en las calles fue inmediata. Y, según informa The New York Times, las gasolineras vuelven a tener combustible y los cortes de luz han cesado desde que los militares se hicieron con el poder.

El debate que subyace bajo todo esto es, obviamente, viejísimo. De lo que estamos hablando, en el fondo, es de si es legítimo o no matar al tirano, de dónde ubicar los límites del poder de las mayorías, de si el fin justifica los medios, de si existen verdades objetivas y principios ‘naturales’ y universales, por encima del comportamiento de aquellos a quienes hemos cedido el mando. Es decir, de cómo nos organizamos como sociedad. Pero, por concretar un poco y evitar en lo posible el bizantinismo, lo que parece claro en este caso es que el remedio puede ser peor que la enfermedad.

Lo último que necesitaban los Hermanos Musulmanes es más persecución, más victimismo, más mártires, más clandestinidad. Lo que realmente necesitan es enfrentarse al duro muro de la realidad democrática, al día a día de la economía, a los caminos poco épicos de la negociación, el compromiso y, posiblemente, el fracaso. Tal vez así, el elemento religioso pasará a ser secundario para muchos de los que les votan (tanto en Egipto como en otros países), y serán los resultados de su gestión los que determinen el apoyo que reciben. Cuando nunca has gobernado (y un año no es suficiente) es fácil decir que puedes arreglarlo todo. Después de cuatro años en el poder, la cosa no es tan sencilla. De seguir la trayectoria que llevaba, no es descabellado pensar que Mursi habría perdido muchos de los votos que consiguió en las últimas elecciones. Ahora, depuesto y ultrajado, sus posibilidades electorales (o las de los Hermanos) puede que vuelvan a subir como la espuma.

Eso no quiere decir que el dilema egipcio tenga fácil solución. El riesgo de que el Gobierno de Mursi hubiera avanzado cada vez más hacia el autoritarismo y hacia la islamización de la sociedad, coqueteando con un Estado teocrático, era real, y la situación económica empezaba a ser intolerable. El problema es que hayan sido los generales los encargados de pararle los pies.

Podemos estar de acuerdo o no con los sistemas representativos capitalistas a los que llamamos democracia, podemos pensar que están pervertidos y que en muchos casos son ampliamente mejorables, pero lo cierto es que, hoy por hoy, en los modelos democráticos imperantes, y mientras sigamos creyendo en el discutible principio de que necesitamos a alguien que nos gobierne para poder vivir, la única forma razonablemente justa de dilucidar hacia dónde se inclina la mayoría es mediante unas elecciones. ¿Permitirán los militares (o el recién formado gobierno provisional) que se presenten los Hermanos Musulmanes en los próximos comicios? En las últimas elecciones legislativas obtuvieron una victoria muy ajustada (el 51% de los votos). ¿Qué ocurriría ahora? ¿Qué pasará si vuelven a ganar?

En principio, y aunque no es fácil pedir paciencia a un pueblo que ha estado sometido a un gobierno dictatorial durante décadas, bastaba con esperar a que Mursi agotase su mandato, y retirarle entonces el apoyo en las urnas. Pero incluso para quienes piensan que la situación era excepcionalmente urgente y que no era posible esperar tres años más, existen otros mecanismos de lucha, todos ellos preferibles al lenguaje de la bota militar, y que tampoco suponen necesariamente tomar la Bastilla. Huelga, desobediencia, resistencia pacífica, boicot, presión (política, mediática y cultural), mociones de censura, protesta civil, campañas internacionales… Está todo inventado hace mucho tiempo y, si es realmente una «inmensa mayoría» quien se planta, las posibilidades de cambio existen.

Tal vez sea una ingenuidad, o la expresión de un deseo, pero las revoluciones las hace el pueblo, no el ejército.


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» El golpe en Egipto, paso a paso

Más información y fuentes:
» Tarjeta roja contra Mursi, las claves de una rebelión (Francisco Carrión, en El Mundo)
» Las contradicciones de un golpe de Estado ‘democrático’ (Olga Rodríguez, en eldiario.es)
» Egipto, las extrañas alianzas y los retos de la revolución (Olga Rodríguez, en eldiario.es)
» ¿Qué tiene que ocurrir en un golpe de Estado para que se le pueda llamar golpe de Estado? (Guerra Eterna)
» La estrategia del Ejército egipcio que desembocó en el golpe (Guerra Eterna)
» La sospechosa campaña contra los islamistas egipcios (Guerra Eterna)
» Egipto: ¿qué pasa si los islamistas vuelven a ganar las elecciones? (Kevin Connolly, en BBC)
» Egypt’s Economic Tragedy In 3 Simple Charts (Joe Weisenthal, en Business Insider)
» Los desafíos en Egipto tras el golpe de Estado: violencia, deriva económica y proyectos políticos (20minutos.es)
» Seis claves sobre el golpe en Egipto (Obamaworld)
» Les élections, l’Egypte et la démocratie (Nouvelles d’Orient)
» Egypt’s tragedy (The Economist)
» ¿Regresan los golpes tolerables? (Andrés Oppenheimer, en El País)
» The Demons in Egypt (Jon Lee Anderson, en The New Yorker)
» Egypt military’s economic empire (Sherine Tadros, en Al Jazeera)
» Sudden Improvements in Egypt Suggest a Campaign to Undermine Morsi (Ben Hubbard y David D. Kirkpatrick, en The New York Times)