La brutalidad del régimen de Mubarak

9/2/2011 | Miguel Máiquez

Oficiales del Ejército y de la Policí­a Militar han detenido de forma arbitraria a al menos 119 personas desde que el Ejército tomó posiciones en las ciudades y pueblos de Egipto, la noche del pasado 28 de enero. En al menos cinco casos, estos detenidos han sido torturados. Lo que sigue es (traducido del inglés) el testimonio de uno de ellos, un manifestante, que ha sido entrevistado por Human Rights Watch.

El pasado viernes, sobre las 15.30 horas, iba caminando desde la casa de un amigo en el barrio de Talaat Harb hacia la plaza Tahrir, cuando me encontré con un grupo de violentos manifestantes pro Mubarak. No lo sabí­a, pero en ese momento estaba teniendo lugar dentro de la plaza un enfrentamiento entre los manifestantes y los seguidores de Mubarak. Las cosas estaban mucho más tranquilas por la mañana, cuando fui a visitar a mi amigo, así­ que no habí­a tomado precauciones para evitar la violencia, simplemente elegí­ el camino más corto para llegar hasta la plaza.

Los matones pro Mubarak me cogieron y me llevaron hasta una pequeña comisarí­a de policí­a en la calle Maarouf, en el centro de El Cairo. Una vez allí­, fui interrogado y golpeado. Miraron todos los documentos que llevaba. Tení­a unas cuantas notas que la gente habí­a escrito sobre los acontecimientos de la plaza Tahrir, así­ como documentos de carácter polí­tico en los que, como activistas en favor de la democracia, habí­amos estado trabajando. Me hicieron preguntas sobre a qué grupos pertenecí­a, sobre quién habí­a organizado esos grupos y sobre si yo estaba participando en las protestas. Después de este interrogatorio me pusieron en una habitación con las manos atadas y me dijeron que me liberarí­an, pero con la estricta condición de que me fuera directamente a casa y no participase en más protestas.

Sin embargo, cuando salí­a, me paró un policí­a de paisano. Me requisó el móvil, leyó mis mensajes SMS y se puso a tomar notas. Me dijo que cogiese mis pertenencias y mis documentos y luego me condujo hasta el hotel Hilton Ramesis, junto a un grupo de soldados uniformados. Por el camino iban diciéndole a la gente que habí­an capturado a un espí­a que trabajaba para Israel, y que yo era uno de los instigadores de las protestas en Tahrir.

En la plaza Abdelmoneim Riyad fui entregado al Ejército. Durante todo el trayecto hasta allí­ me habí­an ido pegando en la espalda con la culata de un rifle. Se hizo cargo de mi un oficial vestido de civil, quien más tarde me llevó a un barracón militar situado en el hotel Hilton Ramesis. Volvieron a interrogarme, preguntándome sobre mis antecedentes, mi procedencia, mi religión, mis afiliaciones polí­ticas, mi papel en las protestas y otras cosas por el estilo, pero esta vez se trataba de reunir información, y no hubo brutalidad. Cogieron todos mis documentos excepto un par de papeles y me dijeron que me marchase, sugiriéndome que fuese por la corniche.

Eran ya las 17.00 horas y habí­a comenzado el toque de queda, así­ que me preocupaba cómo iba a poder salir de allí­. No podí­a encontrar ningún taxi, y estaba viendo a lo lejos a algunos seguidores de Mubarak.

Tan sólo unos minutos después volvió a pararme otro oficial del Ejército. Le dije que acababa de ser puesto en libertad tras haber sido interrogado en el barracón militar. El soldado insistió en registrar mi bolso, y encontró los dos documentos que me habí­an permitido conservar. De pronto me encontré rodeado de soldados, y empezaron a darme patadas y empujones, y a insultarme. Cuando pararon, decidieron llevarme a otro puesto militar que se encontraba cerca de allí­.

Así­ que me llevaron, tratándome con gran rudeza, a un pequeño edificio blanco situado entre el Hilton Ramesis y Maspero. Estos soldados me parecieron oficiales más veteranos. Me ordenaron bajar la cabeza, no mirarles y mantener los brazos pegados al cuerpo.

El trato al que fui sometido en el edificio blanco fue infernal. En cuanto me metieron dentro empezaron a pegarme con fuerza. Luego me ordenaron que me sentara para un interrogatorio. Me ataron las manos a la espalda y varios soldados empezaron a golpearme. Cada vez que entraba un soldado -todos ellos llevaban uniformes del Ejército-, me insultaba y me amenazaba con utilizar horribles técnicas de tortura contra mí­. Decí­an que estábamos agotando al Ejército con protestas inútiles, que estábamos destruyendo los paí­ses. Me abofetearon y me dieron patadas. Algunos me golpearon también con palos y con las culatas de sus rifles.

Seguí­an preguntándome a quién estaba afiliado, qué hací­a en las manifestaciones, y qué paí­s extranjero estaba patrocinando y apoyando estas protestas. Realmente estaban convencidos de que nuestras protestas están siendo instigadas por algún pais exterior, y de que hay algún tipo de conspiración detrás.

Finalmente, entró un oficial de alto rango, me echó un vistazo y me dijo que iba a llevarme a un hospital. Los otros soldados se burlaban, no tení­a ni idea de por qué. De modo que me metieron en una ambulancia con dos soldados y un hombre que iba vestido de enfermero. Los soldados seguí­an dándome bofetadas. La ambulancia atravesó la plaza Tahrir hasta el Museo.

Pero cuando llegamos allí­, me sacaron de pronto de la ambulancia, tirándome del pelo. Aún tení­a las manos atadas a la espalda. En realidad no era una ambulancia. La usan para engañar a los manifestantes y transportar detenidos a través de la plaza Tahrir.

Estábamos dentro del complejo del Museo Egipcio, y varios soldados empezaron a darme patadas y puñetazos. Uno de ellos me ordenó que me echara al suelo y me pateó por todo el cuerpo. Después me llevaron más adentro, en el complejo del Museo, donde habí­a más oficiales del Ejército. Me dijeron que todaví­a no habí­a experimentado nada, y me amenazaron con torturarme con descargas eléctricas y con sodomizarme con una botella, mientras seguí­an pateándome una y otra vez.

Otro oficial militar llegó, me empujó contra la pared y me puso un cubo de plástico sobre la cabeza de manera que no pudiera ver nada. Entonces empezó a darme fuertes puñetazos en el pecho. Sabí­a muy bien lo que estaba haciendo: Esperaba lo suficiente entre puñetazo y puñetazo para que yo intentara recuperar el aliento, y entonces volví­a a golpearme, de modo que no me daba tiempo a coger aire. Después de recibir tres puñetazos así­, perdí­ la consciencia.

Cuando, unos segundos después, desperté, ví­ a dos oficiales, uno de ellos con uniforme militar y el otro vestido de civil. Una vez más, me interrogaron del mismo modo en que lo habí­an hecho en el Hilton Ramesis (quién era yo, si tení­a la nacionalidad egipcia, qué educación habí­a recibido). Me alejaron de los otros soldados.

Mientras estaba siendo interrogado trajeron a algunos otros: tres sudaneses, un periodista estadounidense y un fotógrafo egipcio. Los que me estaban interrogando ahora eran más educados que los de antes: Cuando mencioné que habí­a estudiado en el conservatorio quisieron saber qué instrumento tocaba. Pero el interrogatorio duró mucho, al menos dos horas. Leyeron las dos notas que llevaba conmigo y me hicieron preguntas muy concretas, pero yo les expliqué que me habí­a limitado a recoger lo que se distribuí­a en la plaza, que no lo habí­a escrito yo, y que no sabí­a quién lo habí­a escrito. Entonces me ordenaron que llamara al número de teléfono que estaba escrito en uno de los dos papeles, diciéndome que si no cooperaba me volverí­an a enviar con los otros soldados y les permitirí­an que me torturasen, pero que, si accedí­a, me dejarí­an en libertad.

Así­ que llamé al número e intenté hacer preguntas de manera que no resultase sospechoso. Los oficiales me presionaban para que preguntase por el nombre de la persona con la que estaba hablando, pero yo me limité a hacer preguntas generales y colgué rápidamente, diciendo que la persona en cuestión no se fiaba y que no querí­a darme ninguna información.

Entonces me ordenaron que llamara a otro número, pero les dije que apenas estaba consciente después de la paliza y que, además, nunca habí­a hecho algo así­ antes, por lo que realmente no sabí­a qué preguntar.

Uno de ellos me dijo que a todos los que estaban en la plaza Tahrir les habí­an lavado el cerebro, que las protestas las habí­a iniciado Hamas, y que él mismo habí­a pillado a algunos kuwaití­es en su barrio tratando de incitar a la gente. Yo me limité a hacer como que estaba escuchando y a mostrarme de acuerdo con todo lo que decí­a. Me devolvieron mi teléfono y mi tarjeta de identidad, pero cuando les pregunté que qué pasaba con mi bolso y con mi dinero, me dijeron que se habí­an perdido. Miraron por allí­ un poco y me dijeron que seguramente lo habí­a perdido yo en algún sitio, porque el Ejército no roba. Entendí­ el mensaje, así­ que no insistí­. Les dije que pensaba seguir su consejo e irme a casa, mantenerme alejado de los conspiradores que estaban organizando este movimiento, para evitar problemas.

Los dos oficiales que se encargaban de los interrogatorios me llevaron entonces a través de un pasadizo en el Museo hasta la sede incendiada del PND [Partido Nacional Democrático]. Cuando llegamos a la esquina del edificio, el soldado que estaba haciendo guardia preguntó a los oficiales: «¿Queréis que le pegue yo un poco más?». El oficial le respondió que ya habí­an acabado conmigo, y me dejaron ir. Llamé a unos amigos y les rogué que vinieran a buscarme.


Testimonio original (en inglés)