La revista británica The Economist dedica esta semana su principal editorial y su artículo destacado al papel que están jugando los islamistas en las actuales revueltas árabes. En síntesis, el semanario señala que, si bien es cierto que los yihadistas están intentando sacar partido y tomar posiciones de cara al futuro, también lo es que esta supuesta «oportunidad de oro» no cuenta de momento con el suficiente respaldo entre la población, pese a los temores de algunos en Occidente.
En un detallado y extenso reportaje, The Economist destaca asimismo la desunión existente entre los diferentes grupos islamistas radicales y analiza la posición de Al Qaeda ante la oleada de revueltas democráticas. En el editorial, y a pesar de que el titular de la portada es «El islam y las revoluciones árabes», la revista advierte, con buen criterio, del peligro que conlleva confundir «islámico» con «islamista».
El semanario recuerda además que es preferible una sociedad democrática en la que participen políticamente los radicales a una dictadura en la que estos estén perseguidos, por intranquilizador que ello pueda resultar para los gobiernos occidentales. El ejemplo de Argelia, con la atroz guerra civil que siguió a la anulación de las elecciones ganadas por los islamistas, es bastante esclarecedor; y la posibilidad de que los grupos más moderados ganen fuerza, como en Turquía, no puede descartarse.
A continuación, el artículo, traducido al castellano:
A primera vista, la imagen resulta familiar. Veteranos de la yihad afgana organizan campos de entrenamiento en la exuberante Montaña Verde, en Libia, con vistas a las rutas marítimas que van hacia Europa. Yihadistas armados cruzan las calles polvorientas con sus acólitos también armados. Los predicadores llaman a sus seguidores a las armas.
Y, sin embargo, hay algo que no encaja cuando Muammar al Gadafi asegura que la revolución libia es una conspiración de Al Qaeda. Estos yihadistas respaldan con entusiasmo la campaña de bombardeos liderada por la OTAN. «Una bendición», dice Sufian bin Qumu, que estuvo preso durante seis años en el redil de Guantánamo, y que, antes de viajar a Afganistán, conducía camiones para la empresa de transportes sudanesa de Osama bin Laden. «Excelente», añade Abdel Hakim al Hisadi, un comandante rebelde que fue instructor en el campo de Khost, la base afgana de Bin Laden: «Ha cambiado la manera en que vemos a Occidente. Están salvando a nuestra gente, y tenemos que dar las gracias».
En apariencia, Occidente y los grupos yihadistas no habían estado tan alineados desde que los gobiernos occidentales armaron a los mujaidines antisoviéticos en los años ochenta. Sin excepción, aquí todos proclaman sus diferencias con Al Qaeda, insistiendo en que, desde el principio, la suya es una lucha local contra un gobernante tirano, y no una guerra global contra Occidente.
A mediados de los años noventa formaron el Grupo Libio Islámico de Combate, que durante cinco años mantuvo una guerra de guerrillas en las colinas de Darna, una ciudad costera al noreste de Bengasi. Muchos huyeron a Afganistán tras los enfrentamientos con las fuerzas antiinsurgencia de Gadafi, pero la mayoría guardaron distancias con Al Qaeda. «Conocí al jeque Osama», dice Hisadi, «pero me negué a darle la mano».
Los combatientes islamistas de Darna son ahora parte de la oleada de protestas y revueltas que se ha extendido por el mundo árabe. Movimientos que comenzaron cobrando fuerza y ganando adhesiones mediante exigencias laicas -dignidad, libertad política- han ido adoptando, con el tiempo, un cariz más sectario y religioso. Del mismo modo que las protestas han dado poder a una largo tiempo aletargada clase media árabe, también han liberado el potencial del islamismo, una corriente con muchas caras y de amplio espectro que, a pesar de estar fuertemente enraizada en toda la región, ha sido reprimida y manipulada durante décadas por la mayoría de los regímenes árabes. Y algunas de sus manifestaciones, como en Darna, resultan sorprendentes.
La liberación de miles de prisioneros políticos islamistas tras las revoluciones en Egipto y Túnez ha cerrado un oscuro capítulo para los derechos humanos en estos países. Ramas como el Grupo Libio Islámico de Combate o, en Egipto, Jamaat Islamiya, que llevaron a cabo campañas terroristas en los noventa, y se inscribían en el ala más radical, expresan ahora un recién descubierto entusiasmo por la política pacífica, y explican que en el pasado recurrieron a la violencia tan sólo como respuesta a la represión. El Grupo Libio Islámico de Combate ha cambiado su nombre por el de Movimiento Islámico Libio, y su politburó de 12 miembros ha prometido lealtad al Consejo Nacional de Bengasi.
Islamistas moderados, incluyendo los poderosos Hermanos Musulmanes egipcios y otros similares relacionados con ellos en otros países, encuentran emocionante la mayor libertad de que disfrutan hoy, pero esta libertad también les supone un desafío. Despojados de la comodidad que les confería su papel de nobles oponentes contra odiados regímenes, ahora tendrán que ensuciarse las manos en la política, proponer iniciativas concretas y aceptar la diversidad dentro de sus propias filas. Los miembros más jóvenes, recién salidos de la nueva experiencia de trabajar junto a liberales laicos, e incluso comunistas, para lograr objetivos comunes, están cuestionando cada vez más el dogmatismo de sus envejecidos líderes. Esta corriente islamista emergente no tiene como referencia modelos teocráticos como el de Irán, sino el AKP turco, un partido elegido democráticamente, cuyo sabor islámico está diluido en la tolerancia hacia los demás y el respeto a las instituciones laicas.
Pero existen también otras manifestaciones más inquietantes de este resurgir islamista. Sólo hay que preguntar a Anwar Mitri, de 45 años de edad y administrador de una escuela en la provincia de Qena, en el Alto Egipto. El pasado 20 de marzo, un grupo de autoproclamados «vigilantes musulmanes» le arrestaron, le «condenaron» y le cortaron la oreja derecha, según dijeron, como castigo por haberle alquilado un piso a una mujer a la que consideraban prostituta, así como por haber tenido, supuestamente, relaciones sexuales con ella. Mitri afirma que sus atacantes le dijeron que los «nazarenos» como él, perteneciente a la minoría cristiana copta de Egipto (entre el 8 y el 10% de la población), ya no están protegidos por la oficina de Investigaciones para la Seguridad del Estado, la temida rama de la policía secreta que ha sido neutralizada en gran parte tras la caída del régimen del presidente Hosni Mubarak.
Ataques similares en otras zonas rurales de Egipto han tenido como objetivos tiendas de bebidas alcohólicas, supuestos burdeles y, en un caso fatal, un granjero musulmán acusado de apostasía. La mayoría cree que los responsables de estos ataques son salafistas, seguidores de un grupo fundamentalista influido por Arabia Saudí que ha calado hondo especialmente entre las clases más desfavorecidas del país. Otros, no obstante, afirman que tanto estos incidentes como los ataques terroristas contra los coptos que tuvieron lugar antes de la revolución serían más bien obra de elementos criminales de la policía secreta, con el objetivo de fomentar divisiones sectarias entre la población. Sea cual sea la causa, los cristianos de Egipto están cada vez más atemorizados. El reciente rumor de que los salafistas planeaban arrojar ácido a una mujer sin velo fue suficiente para que se evacuara a todos los estudiantes de una residencia universitaria en la ciudad de Asyut, en el Alto Egipto.
Al igual que ocurre con los Hermanos Musulmanes, en el seno de los salafistas egipcios hay diversidad de opiniones. La mayoría condena estos excesos y solía sentir, en el pasado, aversión por la política. Poco después de la revolución egipcia, un predicador salafista llegó a lanzar una fatua contra Mohamed ElBaradei, premio Nobel de la Paz y antiguo jefe para la energía nuclear de la ONU, convertido ahora en una de las principales figuras de la oposición laica egipcia, por el pecado de haber desobedecido al «legítimo líder» del país, Hosni Mubarak. Pero, a medida que el movimiento de protesta se fue haciendo lo suficientemente fuerte como para desbancar al gobierno de Mubarak, los salafistas, muchos de los cuales habían sido encarcelados o torturados por el régimen, se sumaron a las protestas con entusiasmo.
A mediados de marzo, cuando los egipcios votaron las reformas constitucionales en referéndum, se dijo que los salafistas habían impulsado la victoria del «sí» avivando el temor a que los cristianos y los laicos pretendiesen borrar un artículo que establece la sharia islámica como la fuente principal de la legislación. Votar «no», susurraban a través de una eficaz campaña en los sermones de los viernes y en panfletos, era votar contra el islam.
Estas connotaciones sectarias han sido explotadas, tanto por radicales religiosos como por los gobiernos, en Bahréin, Siria y Arabia Saudí. Durante años, la familia gobernante de Bahréin, suní, ha alimentado discretamente el miedo a que la población chií del reino (el 70% del total) acabe siendo manipulada por Irán, la superpotencia chií. Las protestas pro democráticas que estallaron en enero, y que han sido aplastadas desde entonces, empezaron con una agenda laica y reformista, pero, ante la presión de la represión violenta, ha ido adquiriendo, inevitablemente, un tono más sectario.
De forma similar, las manifestaciones en la ciudad siria de Deraa surgieron en mayo como protesta por el encarcelamiento de varios menores por realizar grafitis. Pero cuando empezó a desarrollarse un ciclo de represiones violentas y contramanifestaciones, con docenas de muertos por disparos de la policía, la ira se fue extendiendo, especialmente entre los musulmanes suníes. Estos constituyen dos tercios del total de la población de Siria, pero, desde hace 40 años, están sometidos al dominio de la alauita familia Asad. Los alauitas, una rama escindida del islam chiíta, son tan sólo el 6% de la población siria.
En Siria, la oposición mayoritaria, con su legado de dura represión estatal y su fraccionamiento interno, ha luchado por contener los impulsos sectarios. Pero el régimen de Bashar al Asad ha estado rápido a la hora de explotar el nerviosismo ante las diferencias religiosas, con el fin de asegurarse su continuidad en el poder. Después de haber presenciado de cerca los baños de sangre en los países vecinos de Irak y el Líbano, incluso muchos de los detractores de Asad parecen dispuestos a aceptar libertades políticas limitadas a cambio de paz social.
Los extremistas islamistas no parecen estar envalentonándose sólo en países marcados por el sectarismo. El último número de ‘Inspire’, una revista yihadista online que se declara a sí misma como la portavoz en lengua inglesa de Al Qaeda en la Península Arábiga, la franquicia en Yemen del grupo yihadista global de Osama bin Laden, saluda el fervor revolucionario árabe como una oportunidad de oro: «Las revoluciones que están sacudiendo los tronos de los dictadores son buenas para los musulmanes, buenas para los mujaidines y malas para los imperialistas de Occidente y sus secuaces en el mundo islámico», afirmaba su editorial del pasado 29 de marzo.
Semejante entusiasmo no se ha reflejado aún en un incremento detectable de la influencia de los grupos armados yihadistas. No obstante, el cada vez menor peso de la ley en Yemen, donde la oposición al presidente Alí Abdulah Saleh se ha unido en una amplia alianza, ha reducido significativamente la presión sobre Al Qaeda (una incursión de la organización terrorista en un arsenal de la provincia de Abiyan, al sur del país, dejó al menos 150 muertos el pasado 28 de marzo). El asunto preocupa a las potencias occidentales que están interviniendo en Libia. Libia oriental, la zona fuerte de los rebeldes contra Gadafi, ha sido siempre un semillero para el activismo islamista. En concreto, se dice que Darna es la ciudad árabe de la que, en proporción, han salido más combatientes yihadistas para luchar en Irak.
El almirante James Stavridis, comandante supremo aliado en Europa, señaló recientemente a un grupo de senadores estadounidenses que informes de los servicios de inteligencia sugerían la presencia de Al Qaeda y de Hizbulá, la guerrilla chiíta libanesa, entre la oposición libia. No obstante, Stavridis dijo también que los líderes opositores parecían ser «hombres y mujeres responsables». Los observadores no están muy impresionados por la eficacia de la oposición, pero sí coinciden en señalar que los elementos radicales parecen ser una pequeña minoría. De momento, su ira se dirige únicamente contra el coronel Gadafi y su régimen, y su objetivo declarado es la creación de un Estado moderno, pluralista y democrático.
El miedo a que la democratización árabe acabe siendo un caballo de Troya para el islam radical, expresado en voz alta en columnas de opinión en Israel y entre los conservadores occidentales, olvida, sin embargo, otro factor importante: A pesar de que el destino de Palestina sigue uniendo a islamistas de todas las ramas, en todo lo demás parecen estar completamente divididos.
Algunos, por ejemplo, continúan tachando de cruzada imperialista la intervención occidental en Libia, a pesar de que ha estado precedida de invitaciones tanto de la Liga Árabe como de la Conferencia Islámica, las mayores instituciones panislámicas. Mientras que los extremistas de Al Qaeda celebran la ola democrática como una oportunidad, clérigos ultraconservadores de Arabia Saudí respaldados por el Estado han condenado las revueltas, calificándolas de herejía. Los medios de comunicación iraníes, censurados por el Estado, se han indignado por el triste destino del movimiento democrático en Bahréin y han celebrado la caída de los «tiranos» en Egipto y Túnez, pero han guardado un inquietante silencio sobre la sangrienta represión de los disidentes en Siria, el único aliado árabe de Teherán.
El egipcio Yusuf ak Qaradawi, predicador estrella en el canal por satélite Al Jazeera, ha demostrado ser un poderoso animador de los movimientos de protesta en todas partes. No contento con aprobar la intervención de Occidente en Libia, lanzó una fatua en la que prometía recompensas celestiales para cualquier musulmán que mate al coronel Gadafi. Sin embargo, como suní cercano a los Hermanos Musulmanes, también ha desccrito a los activistas demócratas de Bahréin como fanáticos chiítas y herramientas al servicio de Irán.
Los mismos Hermanos Musulmanes parecen estar divididos, aunque no en líneas ideológicas especialmente divergentes. El grupo, fundado en Egipto en 1928, ha sido una importante incubadora de movimientos islamistas, y ha sobrevivido a décadas de represión. Su altamente disciplinado movimiento juvenil jugó un papel crucial en las protestas que derrocaron a Mubarak. Ahora, muchos de sus miembros más integrados en la estructura parecen gravitar hacia la formación de un nuevo partido político, de cuya fundación se encargaría un ex miembro descontento de la oficina de orientación de la Hermandad, más que el candidato propuesto por los líderes.
Mientras tanto, en la revolución libia, el radicalismo está mostrando una cara razonable. En uno de los sermones de los viernes pronunciado frente a los juzgados de Bengasi, la base del alzamiento, el predicador hizo un llamamiento a la formación de un Estado democrático y civil. «El discurso que estoy escuchando es democrático», señala Zahi Mogherbi, un profesor de ciencias políticas que achaca la radicalización a la represión de Gadafi.
En Darna, los concejales se esfuerzan en explicar por qué la ciudad ha enviado a tantos yihadistas para luchar en guerras en el extranjero. «Antes de Muammar [Gadafi] no teníamos movimientos islámicos ni problemas con los islamistas», explica un juez local: «Lo que él quería era deslegitimar a sus opositores». La ciudad se enorgullecía de su reputación como centro intelectual, antes de que el coronel ahogase a las «clases charlatanas».
En las montañas que rodean a la ciudad, Hisadi, el comandante rebelde, enseña nociones básicas a los nuevos reclutas, al tiempo que insiste en que tanto él como sus acólitos dejarán las armas cuando caiga Gadafi. Hisadi espera que se estrechen los lazos con Occidente, y aspira a recuperar el púlpito en la mezquita del que fue expulsado por el coronel. Bin Qumu, el conductor de camiones de Bin Laden, quiere escribir su autobiografía y abrir una escuela para enseñar ética.
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