Caminar en el invierno de 1994 por las calles de Damasco (o de cualquier otro lugar de Siria) se parecía bastante a recorrer un museo dedicado a la figura de un solo hombre: Basil al Asad. O, para ser exactos, a las de dos, porque a Hafez al Asad, el presidente, el gran dictador, no le hacía sombra ni su hijo, por más que ese hijo fuese el favorito, el sucesor, el mismo que, fatalidades del destino, había fallecido hacía menos de un año en un accidente de tráfico; el mismo cuya mitificada imagen de playboy (barba perfectamente arreglada, grandes gafas de sol, uniforme militar) rivalizaba casi con la de su padre, envuelta en corazones rojos y guirnaldas, y expuesta sin rubor en escaparates, farolas, paredes, llaveros, souvenirs, chapas y todo el merchandising que pueda uno imaginarse.
El culto a la personalidad en Siria, como en tantas otras dictaduras, era, y sigue siendo (aunque algo menos), verdaderamente espectacular. Poco después de cruzar la frontera de Jordania rumbo a Damasco, por ejemplo, aparecía de pronto, a un lado de la carretera, en lo alto de una colina, una escultura gigantesca con los brazos abiertos y estirados hacia adelante. De no ser por lo poco ortodoxo de la postura (y por el hecho de que los cristianos en Siria son apenas el 10% de la población), podría pensarse que se trataba de una especie de Cristo del Pan de Azúcar trasplantado a Oriente Medio. Pero era, por supuesto, Hafez, no tanto rugiendo como un león, que es lo que significa Asad en árabe, sino en algo más semejante a un abrazo del oso. A partir de ahí (imaginemos, por ejemplo, una estatua monumental de Zapatero nada más cruzar La Junquera), cualquier cosa era posible.
Y lo que vale para el padre, vale para la prole. La familia Asad, perteneciente a la tribu Kalbiyya y a la minoritaria secta alauí (una rama del islam que muchos musulmanes ni siquiera consideran como tal), lleva manejando los hilos del poder en Siria prácticamente desde la ascension del partido Baaz, en 1963. Durante casi 30 años, desde 1971 hasta su muerte en 2000, Hafez al Asad condujo el país con mano de hierro. Masacró a sus oponentes, convirtió Siria en una nación militarizada con lo peor de las dictaduras del otro lado del telón de acero y lo peor, también, de las dictaduras árabes; se escudó en la ocupación israelí de parte de su territorio (los Altos del Golán) para mantener durante décadas las denominadas leyes de emergencia; controló el vecino Líbano en una colonización encubierta; jugó la carta del panarabismo y de la incorruptibilidad para legitimarse en el poder y mantener unido a un país marcado por una sociedad diversa y muy fracturada, y, cómo no, se aseguró bien de instaurar en el país ese oxímoron de los oximorons que es la república hereditaria.
Basil, el primogénito (en realidad hay una hermana mayor, Bushra), había sido designado para la sucesión desde muy joven. Era jefe de la seguridad presidencial y el régimen se esforzaba, con éxito, en presentarlo como látigo de corruptos. Además, era un deportista nato, campeón, entre otras cosas, de equitación. Le perdió la velocidad. El Mercedes que conducía a primera hora de una mañana de enero de 1994 se estrelló cuando Basil se dirigía hacia el Aeropuerto de Damasco apretando el acelerador entre una espesa niebla. El puesto en la camada quedó vacante.
Y es aquí donde entra en escena Maher al Asad, el menor de los cinco hijos del dictador. Porque, pese a que en la «sucesión natural» el siguiente en la lista era el actual presidente, fue el nombre de Maher el que más sonó en un principio para ocupar el cargo en un futuro. Su perfil, simplemente, encajaba: militar de carrera, fama de duro… Y Bashar, sin embargo, era por entonces un oftalmólogo no muy interesado en la política, que estaba ampliando sus estudios en Londres.
Pero Hafez, sin embargo, se decidió por la «cara amable» (ya estamos viendo ahora que salió rana) y prefirió no jugársela con el menor de sus hijos. Maher quedó fuera, según unos por ser demasiado joven aún, y según otros porque ya por entonces tenía fama de «inestable».
Considerado «hombre de excesos», Maher es, efectivamente, un tipo duro. Según se cuenta, en 1999, por ejemplo, le pegó un tiro a un general durante una disputa de carácter personal. El general, por cierto, era su cuñado.
Un año después, Maher aparece como la principal voz que acabó de persuadir a su hermano Bashar para que éste pusiera fin a las reformas que, en principio, parecía dispuesto a llevar a cabo tras la muerte de su padre. Y en 2005, para completar el currículum, un informe de la ONU le cita como uno de los posibles responsables del plan para asesinar al entonces primer ministro del Líbano, Rafik Hariri.
Ahora, Maher, de 43 años, es el comandante de la 4ª División del Ejército, el hombre fuerte de la Guardia Republicana (la fuerza de élite que protege al régimen de las «amenazas internas»), y se le considera el principal responsable de la brutal represión contra la revuelta popular que está sacudiendo el país. Maher es el número dos del régimen. Y es, además, el primero de la lista de 13 personalidades del gobierno sirio que han sido sancionadas este martes por la Unión Europea, debido a su responsabilidad en la «violencia contra los manifestantes» en el país. Las sanciones les vetan a todos ellos la entrada en territorio comunitario y autorizan la confiscación de los bienes que puedan tener en Europa.
Para muchos sirios, de hecho, es Maher, y no Bashar, el verdadero culpable de la situación, el verdugo. Envuelto en una nube de propaganda y con los medios de comunicación extranjeros vetados en el país, el presidente se sigue esforzando por aparecer como el nuevo padre que escucha a su pueblo. Bashar promete reformas, habla en el Parlamento, denuncia una conspiración conjunta de los islamistas, Al Jazeera y la prensa occidental, pide lealtad para luchar contra los que quieren acabar con un Estado laico y unido… Maher, sin embargo, es el que aprieta el gatillo.
En todas las familias, dicen, hay una oveja negra. En esta familia de ovejas negras, la oveja negra tenía que ser más negra aún. Y no parece muy probable que la prohibición de viajar a Europa vaya a devolverla al redil.
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