Manifestantes juegan al ajedrez mientras pasan la noche en la plaza Tahrir de El Cairo, Egipto el 1 de febrero. Foto: Patrick Baz / AFP / Getty Images
Anthony Shadid, en The New York Times (6/2/2011):
Minutos antes de la medianoche del domingo, al tiempo que una inesperada lluvia lava las somnolientas calles de El Cairo, Ahmed Abdel-Moneim camina con unos amigos cruzando el puente que se ha convertido en el pasaje hacia la capital paralela de la Plaza Tahrir, un lugar que es ya, también, una idea. «Mi vista va mucho más lejos de lo que alcanzan mis ojos», dice.
La revolución egipcia es como una carrera de ultimatums –caos y revolución, libertad y sumisión–, pero el ruedo de la Plaza Tahrir es más tranquilo por las noches. La cacofonía de la rebelión da paso a un rato para la poesía, las representaciones y la política.
Ya sea en la cantina donde se preparan bocadillos de queso, entre los voluntarios que llevan té a los guardias de las barricadas, en las farmacias atiborradas de Betadine o entre los artistas que han traído su estética hasta el asfalto, otro Cairo, el suyo propio, comienza cuando la ciudad duerme. El cansancio es ya agotamiento, pero nadie quiere rendirse en un momento que se siente lleno del idealismo del desafío.
«Aquí todo el mundo está despierto», dice Abdel-Moneim, mientras pasa por un control del ejército donde un soldado acaba de orinar sobre su propio tanque. «Es posible que esté exhausto, pero sé que al llegar la mañana puedo respirar el aire de la libertad. Lo que he visto aquí no lo he visto nunca antes en toda mi vida». O, como reza un grafiti en un tanque, «la revolución se hace en Tahrir, no durmiendo en la cama».
En un día como otro cualquiera, la ciudad más grande del mundo árabe se tambaleó, y a sus 18 millones de habitantes se les unió otro millón en el campo. […]
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