Con toda la atención del mundo puesta en la muerte de Bin Laden, ejecutado por el ejército de EE UU en la madrugada del lunes pasado, las revueltas árabes parecen haber entrado en una especie de tiempo muerto, al menos en lo que respecta a los intereses de la llamada «audiencia global».
Pero la muerte de líder de Al Qaeda no es, con ser el más importante, el único factor que estaría eclipsando lo que hasta hace tan sólo un par de semanas parecía un movimiento imparable y sin vuelta atrás. Desde Libia hasta Irak, pasando por Yemen, Siria o Palestina, el desgate, por razones diversas, empieza a hacer mella en los movimientos revolucionarios.
En Libia, y pese a los bombardeos de la OTAN, el conflicto atraviesa un claro estancamiento que está perjudicando cada vez más a los rebeldes. La escasez de recursos del gobierno opositor es tremenda, tanto militarmente como en lo que respecta a bienes y servicios para atender las necesidades básicas de la población. Las tropas de Gadafi, mientras tanto, siguen emplazadas a unos 50 kilómetros al oeste de Ajdabiya, el último bastión conseguido por los opositores hace ya más de dos semanas y después de intensos enfrentamientos.
Ante la evidencia creciente de que la solución militar se está volviendo imposible, los 22 aliados que respaldan la intervención de la OTAN (el llamado Grupo de Contacto) están tratando de buscar vías políticas para aumentar la presión sobre el régimen de Gadafi, incluyendo una llamada «hoja de ruta hacia la democracia» y la creación de un fondo, denominado Mecanismo Financiero Temporal, cuyo objetivo será canalizar recursos al gobierno rebelde de Bengasi «de forma más transparente y bajo el paraguas de la ONU».
A Hillary Clinton, por cierto, le preguntaron ayer los periodistas si EE UU contemplaba para Gadafi una operación similar a la que ha acabado con la vida de Bin Laden. La secretaria de Estado, evidentemente, no respondió: «Nuestro trabajo en Libia consiste en proteger a los civiles. Lo mejor sería que Gadafi detenga cuanto antes su brutales ataques contra la población y abandone el poder. Ese es el objetivo», dijo.
Entre tanto, en Siria, la brutal represión del régimen de Bashar al Asad parece estar dando sus frutos. El dictador no se ha mostrado muy impresionado por la tímida presión internacional que está recibiendo (embargo de armas por parte de la UE –¿aún seguíamos vendiéndolas?–, bloqueo de cuentas bancarias por parte de EE UU) y, a base de mano dura, va recuperando el control, aunque sólo sea de momento.
Tampoco hay que olvidar que el presidente sigue contando con el apoyo de una parte de población, aunque, dada la maquinaria propagandística del régimen, y con el veto vigente a los medios de comunicación extranjeros, este apoyo sea imposible de calcular. Mónica G. Prieto contaba hoy en su blog que la mayoría de un grupo de refugiados sirios a los que ha entrevistado en Líbano no culpan a Asad de la situación, sino a su hermano Maher, responsable directo de las fuerzas especiales implicadas en la represión.Para los defensores del dictador, todo se trata de un complot orquestado para derrocar a un régimen laico, y las revueltas son obra de un pequeño grupo de fundamentalistas islámicos empeñados en sembrar el caos y alentados por la prensa occidental.
Lo cierto es que este jueves el ejército sirio ha empezado a retirarse de Deraa, el corazón de las protestas, después de haber realizado cientos de detenciones, registros y confiscaciones de armas y material. Deja un rastro de muertos que, según algunas organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional, podría superar el medio millar. Misión cumplida. La ciudad, por si acaso, seguía incomunicada y bajo un estricto toque de queda, con tanques y francotiradores en varias calles, según informa El País.
En cualquier caso, Asad no las tiene aún todas consigo, ni mucho menos. En la madrugada de ayer el régimen realizó detenciones masivas (centenares de personas arrestadas) en Damasco, como medida disuasoria ante las nuevas protestas convocadas para hoy, esta vez bajo el nombre de «viernes del desafío».
En Yemen, por otra parte, el acuerdo para que el presidente Ali Abdulah Saleh abandone el poder recubierto de inmunidad (a pesar de lo cual, se sigue resistiendo) no ha acallado la revuelta pero le ha restado fuerza. La muerte de Bin Laden, además, no ha hecho más que recordar la importante presencia de Al Qaeda en este país, algo que no juega precisamente a favor de los manifestantes, si se tiene en cuenta que el gobierno ha estado mimado por EE UU hasta antes de ayer para que siguiera ejerciendo su papel de tapón contra la organización terrorista. El miércoles, el ejército yemení mató a dos militantes de Al Qaeda, un día después de que un atentado atribuido a este grupo integrista acabara a su vez con las vidas de nueve personas (cuatro civiles, cuatro policías y un militar). El terrorismo ha regresado a las portadas de los periódicos.
También en Irak Al Qaeda ha vuelto a cobrar protagonismo. En un país donde las protestas sociales han recibido menos atención, tal vez por estar dirigidas contra un gobierno teóricamente democrático y respaldado por Occidente, la seguridad ante posibles represalias por la muerte de Bin Laden ha pasado a primer plano, y con razón. Este mismo jueves, un coche bomba conducido por un suicida ha causado más de una veintena de muertos en la ciudad de Hila.
En Bahréin, mientras tanto, continúan las protestas y las detenciones (varios médicos y enfermeros van a ser juzgados por haber asistido a manifestantes), y en Palestina, por último, el acuerdo de reconciliación alcanzado esta semana por Fatah y Hamás parece llegar justo a tiempo para contener el creciente descontento de una población que, al margen de la ocupación israelí, no se resigna ante la inoperancia y la corrupción de sus gobernantes.
¿Significa todo esto que las revueltas árabes están languideciendo?
Es probable que las especiales condiciones que permiten el triunfo de una revolución en países tan férreamente controlados por sus regímenes sólo puedan prosperar si ocurren con cierta rapidez, como sucedió en los casos de Túnez o Egipto. Es posible que, de no ser así, el régimen acabe haciendo efectiva su maquinaria represora, la atención y el apoyo internacional se vayan reduciendo y el desgaste vaya minando poco a poco a los revolucionarios.
Pero también puede ser que ese hipotético desgaste, o la impresión que podamos tener desde fuera, no lo sea en realidad. Cada país tiene su propia realidad, sus propios problemas y su propio ritmo revolucionario. Donde unos necesitan dos semanas, otros necesitan un año.
Un análisis optimista pasa por creer que, al final, Gadafi caerá, y su caída renovará el impulso en otros países. Pasa por pensar que el levantamiento del pueblo sirio, pese a la complejidad étnica, religiosa y política que conlleva, es irreversible, y que Asad, tarde o temprano, con ayuda del exterior o sin ella, también caerá. Pasa por confiar en que la dimisión de Saleh, por muy apañada e injusta que sea, abrirá un camino para un nuevo Yemen más democrático, y que, tal vez un día, algún tribunal internacional le pedirá cuentas.
Las razones para la revolución no han cambiado.
Archivado en: Actualidad
Más sobre: Ali Abdalá Saleh, Bahréin, Bashar al Asad, Irak, Libia, Muammar al Gadafi, Oriente Medio, Osama bin Laden, revueltas árabes, Siria